Read Mis gloriosos hermanos Online
Authors: Howard Fast
Pero alrededor de Judas, Eleazar y Rubén habían formado un círculo apretado, como si aquellos tres debieran ser imprescindiblemente destrozados y ofrecidos en holocausto a los dioses de los mercenarios, so pena de que se hundiera el mundo. Allí me dirigí yo, a donde luchaban mis hermanos, y allí fue también el adón, cuchillo en mano, la capa rasgada y manchada de sangre. Maté a otro hombre -y aún recuerdo el impío desahogo que me producía matar-, partiéndole el espinazo justo debajo de la armadura; y vi al adón tumbar a otro, viejo lobo, terrible por la fuerza de sus vigorosos brazos. De repente todo terminó; Judas, Eleazar, mi padre, Rubén y yo, jadeantes y tratando de recobrar el aliento, teníamos a nuestros pies a doce hombres, entre muertos y moribundos. Los mercenarios restantes huyeron.
Corrieron por las calles de la aldea y los judíos les dieron caza matándolos a flechazos. Trataron de guarecerse en las casas, donde los acorralaron y los mataron como a lobos. Huyeron por las faldas de las colinas, y allí también fueron derribados, erizados de flechas. No hicimos prisioneros; eran mercenarios a los que combatíamos. El último fue sacado, empapado de aceite de oliva, de una cisterna en la que se había acurrucado; una lanza le atravesó el corazón.
Y concluyó la batalla de Modín. Sólo ocho judíos habían muerto, aunque había por lo menos cincuenta heridos, incluido mi padre. Pero los mercenarios habían muerto todos. Apeles estaba muerto, lo mismo que el levita. Los únicos
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que quedaban eran los esclavos que habían conducido la litera.
Tal como sucedió lo relato, yo Simón, el último de todos mis gloriosos hermanos, y como decía, el combate de Modin terminó y Ruth estaba vengada, huera como es la venganza. La sangre corría por la calle de la aldea y todo el valle parecía un depósito de cadáveres, con noventa cuerpos desparramados por doquier. Fue el fin y el principio; porque después de aquella batalla ningún hombre de Modin volvió a ser el mismo de antes, y hasta hoy dicen de los pocos que hemos quedado, de los pocos desventurados de Modín: «Estuvo en el valle cuando matamos por primera vez a los mercenarios».
En una sola hora nosotros, el pueblo de la Biblia, pueblo de paz, habíamos aprendido a matar; y aprendimos bien. Judas y yo encaramos al grupo de esclavos que habían conducido la litera de Apeles. Judas les dijo fríamente que podían hacer dos cosas: unirse a nosotros, recibir la circuncisión, convertirse en judíos y luchar a nuestro lado, o salir para siempre de Judea. Los esclavos nos miraron sorprendidos, sin comprender, y Judas volvió a repetirles lo mismo; pero ellos siguieron mirándonos, con la boca abierta, y sin entender.
En sus ojos asustados se reflejaba todavía la breve, sangrienta y salvaje batalla en la que no se había dado ni pedido cuartel.
¿A dónde podían ir? Estaban marcados como esclavos en el pecho y en la cara; siempre habían sido esclavos y seguirían siéndolo. Ya no les quedaba ni valor ni esperanza. Llevaban en todo el cuerpo las huellas del látigo de Apeles; pero a Apeles lo conocían, y nosotros éramos unos diablos extraños y barbudos a los que no conocían. Finalmente salieron del valle, y se marcharon con paso lento y pesado hacia el Oeste, en dirección al mar, donde los hallaría algún nuevo amo que volvería a someterlos a cautiverio.
Había mucho que hacer, y aunque parezca curioso, hubo poco duelo; demasiado poco para los judíos, que están tan unidos entre sí, el marido con la mujer, los padres con los hijos, y que hacen un santuario de la familia. Sepultamos a nuestros muertos. Reunimos los cuerpos de los mercenarios, los despojamos de armas y armaduras y los enterramos a todos juntos en una misma tumba. Un solo cuerpo fue profanado: el de Apeles. Moisés ben Aarón, herido y ensangrentado, le cortó la cabeza. Al principio alguien trató de impedírselo, pero el adón dijo austeramente:
-Dejadle que se reconcilie con Dios a su manera.
El vinatero echó a andar como un sonámbulo por la calle de la aldea, llevando la cabeza por los rizos aceitados y dejando en el suelo un reguero de sangre. Su esposa corrió tras él gritando. En otra ocasión su intenso odio a Apeles había dejado impasible al marido; ahora le gritaba:
-¿Quieres acarrearnos una terrible maldición? ¿Qué eres, un hombre o un demonio?
-Un demonio -respondió él con voz opaca-. Apártate de mi lado, mujer.
Finalmente se detuvo en la plaza del mercado, donde se había desarrollado la peor parte de la batalla, y donde se hallaba tirado el altar de bronce. Con el rostro rígido, levantó el altar y aplastó la cabeza de Apeles contra la pequeña estatua de Atenea.
-Este es el culto que le rindo -dijo, y escupió en la cara de la cabeza muerta.
Luego le volvió la espalda y se alejó, aquel hombre diminuto, apacible y filosófico, que un año antes se hubiera estremecido ante la vista de la sangre. Lo que después le ocurrió, lo contaré a su debido tiempo.
Concluimos los preparativos. Reunimos el ganado, las cabras, las ovejas, los burros. Los burros los cargamos con los enseres domésticos. Llevamos con nosotros todo lo que pudimos, y lo que no pudimos llevar lo destruimos. Llenamos de basuras las cisternas de fragante aceite de oliva. Destrozamos los grandes depósitos de vino. Era el adiós y la despedida a todo lo que habíamos conocido, al absoluto, profundo y honrado curso de nuestras vidas. Era el adiós a Modin, al pequeño valle que nos había nutrido, a los sagrados rollos convertidos en cenizas, a la antigua sinagoga de piedra, a los fértiles campos terraplenados que habíamos laborado, nosotros ahora, y antes que nosotros nuestros padres, y antes que ellos nuestros abuelos. Era la despedida al cementerio donde reposaban judíos desde hacia mil años. Era la despedida, y sin embargo nadie protestó y nadie lloró. Y entonces, cuando ya había transcurrido gran parte de la noche, la caravana se puso en marcha. Y una vez más fuimos los errabundos, los mostrencos.
El pueblo salió de Modin, dirigiéndose hacia el norte. Esta vez íbamos armados. Llevábamos lanzas, espadas y arcos, y formábamos un grupo torvo que marchaba ascendiendo por los terraplenes, subiendo cada vez más arriba. En Gumad, donde nos detuvimos a descansar, nos dieron leche, fruta y vino. Les contamos acerca de la batalla, y cuando proseguimos nuestra marcha, doce familias de la aldea se habían unido a la caravana. Nosotros no reclutábamos, no arengábamos. Cuando nos preguntaban:
-¿Por cuánto tiempo?
Respondíamos:
-Hasta que seamos libres.
Hasta que el país hubiera sido limpiado tres veces, como decían las escrituras.
Al anochecer acampamos en la solitaria vertiente de una montaña, y a la puesta del sol rezamos y recordamos a los muertos.
A causa de la desacostumbrada fatiga de un día de marcha, algunos niños comenzaron a llorar. Las madres los consolaron cantándoles aquella canción que ya era antigua cuando Moisés la oyó entonada por su madre: «Duerme, corderito mío, mi corderito lanudo; duérmete, niñito de Dios. No temas a la oscuridad; tu corazón puro la llena de luz
Estaba sentado junto al fuego, cuando Judas me tironeó del brazo.
Lo seguí; trepamos por la ladera de la montaña, subiendo cada vez más arriba, hasta que pudimos ver el Mediterráneo, bañado en el postrer tinte rosado del crepúsculo. Judas señaló hacia Modin, a través de los valles, y vi un resplandor que no era el de la puesta de sol. La aldea estaba en llamas. Durante más de una hora nos quedamos mirando sin hablar, viéndola arder solamente. Por último dijo Judas:
-Lo pagarán; pagarán por todas las llamas, por toda la sangre, por todas las heridas.
-Con eso no resucitará Modín.
-Nosotros resucitaremos Modín.
Ya habíamos planeado adónde iríamos. A dos días al norte de Modín, veinte millas en línea recta, pero dos días de fatigoso viaje a pie para un hombre fuerte y el doble para nuestra aldea, en el mismo confín de Judea, se encuentra el desierto de Efraín. En un tiempo, siglos atrás, antes del destierro, era una zona más poblada y más fértil aún que las terraplenadas colinas y los suaves valles que rodean Jerusalén.
En aquellos tiempos habitaban esa región muchos millares de judíos, porque los terrenos bajos eran más hondos y más ricos que los de cualquier otro lugar de Palestina; pero durante el destierro se despobló y sólo un puñado de hombres intrépidos volvió a sus solitarias cañadas, Judas había estado allí, lo mismo que Ragesh, y años atrás también mi padre y algún otro viejo. Pero yo vi por primera vez, aquella tarde, los grandes y oscuros picos boscosos, dominados por el agreste monte Efraín cuyos cerros amenazadores señalaban al este hacia el monte Gasch; los enmarañados bosques de cedros, pinos y abedules; los pelados riscos, y las profundas y tenebrosas gargantas.
Un angustioso silencio nos envolvió cuando llegamos. Cesaron las conversaciones y se extinguieron hasta las persistentes e invencibles risas de los niños. Entramos en un angosto valle, y seguimos marchando cuesta abajo, atravesando verdes y lozanos bosques en los que la luz del sol se filtró primero en franjas y luego sólo en manchas Los ciervos pasaban corriendo a nuestro lado veloces como flechas; oímos los ladridos de un chacal y otros ruidos extraños que procedían de la espesura. Al final del valle había un pantano, del que salieron volando grullas y garzas cuando nosotros entramos en él.
Durante horas enteras chapoteamos en el estiércol del pantano hasta que llegarnos a terrenos más altos. Luego seguimos cuesta arriba para internarnos enseguida en un valle resguardado, lleno de hojas secas y pinas; un lugar de quietud impía al que no llegaba casi nunca el sol.
Los que habíamos abandonado el hogar estábamos en nuestro hogar; fue el principio.
Eleazar el esplendor de la batalla
No era un sitio muy alegre el desierto de Efraín, y a medida que pasaban los días se fue volviendo cada vez más triste. No se habían enfriado aún las cenizas de Modín cuando otras cien aldeas de Judea se convirtieron en llameantes testimonios de la pasión civilizadora que consumía a los griegos, y al pequeño valle donde nosotros nos ocultábamos comenzaron a afluir refugiados, solos, en parejas, o en grupo de cinco o diez. Alguien bautizó al nuevo poblado con el nombre de «Mará», porque lo habían creado el dolor y la amargura.
Los aldeanos se trasladaban a Mará porque no tenían otro lugar donde ir, y porque sabían que en Mará se encontraban los hijos de Matatías. Apolonio, alcaide principal de Jerusalén y Judea, hizo poner una fila de cabezas en el camino que va de Modin a Hadid, setecientas cabezas de judíos en otras tantas estacas, para borrar el insulto de la cabeza de Apeles que fue hallada en el altar. Recorrió Judea de punta a punta con cinco mil mercenarios, matando, quemando y destruyendo. Y nosotros continuábamos ocultos en las montañas, paralizados al principio, hasta que el pueblo reclamó con amargura a Matatías:
-¿Qué piensas hacer?
-Lucharemos -repuso Judas.
Pero una cosa era decirlo allí, en la guarida de los cerros, y otra cosa distinta cuando el enemigo llegó a las aldeas. El viejo, el adón, no dijo nada. ¡Cómo había envejecido en el transcurso del último año! Tenía el cabello blanco como la nieve y las mejillas hundidas; su nariz aguileña era lo único que todavía revelaba su fiera e inconmovible voluntad. Permanecía sentado durante horas enteras, con el mentón apoyado en una mano, cavilando, meditando, soñando Dios sabe qué. Ya menudo me pareció que cuando iban los aldeanos a llevarle sus quejas, los escuchaba sin oírlos y los miraba sin verlos.
Un día que fuimos a verlo Judas y yo, nos preguntó:
-¿A cuál de vosotros llamó Ragesh el Macabeo?
-¿Qué quieres que hagamos? -preguntó Judas, con un ligero tono de perplejidad en la voz.
-¿Y qué quieres tú que haga yo? Adón del desierto, lo único que hago es soñar con mi juventud. Yo no soy un hombre joven, para que me preguntes lo que debes hacer.
-El pueblo tiene miedo, se siente triste y azorado -dije yo.
-El que tiene miedo eres tú, y no el pueblo -replicó el viejo con desdén.
-¿Qué podemos hacer?
-Traedme a vuestros hermanos y a todos los que no tengan miedo, y os mostraré lo que tenéis que hacer -respondió el adón fríamente.
Judas lo miró; luego se volvió y se alejó. Yo lo seguí. No es que Judas hubiese cambiado, ni tampoco yo; yo seguía experimentando el mismo desaliento y el mismo vacío interior. Pero el mundo había cambiado. Nosotros éramos un minúsculo grupo sin hogar de un pueblo pequeño e insignificante. Un puñado de personas que cultivaban los valles de Judea, se hacían llamar judíos, adoraban a un Dios invisible y se diferenciaban de todos los demás pueblos, debían enfrentarse contra el poderío del imperio sirio con sus ciento veinte ciudades amuralladas, su aristocracia griega y sus incalculables millares de mercenarios. Eso es lo que yo había comprendido, y lo que había comprendido Judas, y todos los que habíamos huido a Efraín; habíamos percibido la maquinaria bélica que estaba respaldada por la fuerza de cien mil talentos, cien mil mercenarios y cien mil más si aquéllos morían; y detrás de Siria estaban los demás imperios griegos, y Egipto, que en el sur deliraba por las suculentas riquezas de nuestros valles, y el mundo entero, que suspendía todas sus actividades para eliminar a los judíos, porque para todas las naciones y todos los pueblos los judíos eran los mismos seres abominables de normas y costumbres distintas de las suyas.