Read Mis gloriosos hermanos Online
Authors: Howard Fast
Es por la naturaleza de la palabra; no se trata de un título que pueda asumir una persona, sino de un don que sólo puede conceder el pueblo. En los tiempos de mi padre no había Macabeos, ni en los tiempos de mis abuelos, ni en los de mis bisabuelos. Pero hablando con los viejos, con los rabies, de Gedeón, nadie dice Gedeón ben Joas, que era su nombre; lo llaman en cambio, amable y cariñosamente, «el Macabeo». Mas ¿cuántos hombres hubo como Gedeón? No llamaban por ese nombre a David, y ni siquiera a
Moisés, que estuvo delante de Dios; pero se lo dan a Ezequías ben Acaz, y quizá a uno o dos más. Hablando de ellos, dicen: «Fueron Macabeos».
No es un vocablo como
melek
[ 9 ]
o
adón
; ni siquiera como rabí, que significa «mi señor", aunque de una manera extraña y venerable que es difícil de explicar. El Macabeo no es el señor de ningún hombre, y ningún hombre es su esclavo o su sirviente. A veces, pero muy de tarde en tarde, surge en el pueblo un hombre que es del pueblo y para el pueblo; a ese hombre lo llaman Macabeo, porque lo aman. Según algunos, esa palabra era originariamente
makabet
, que significa «el martillo»; y un hombre así seria como un martillo que empuñara el pueblo. Según otros, el vocablo significaba antiguamente «destruir» porque el que llevaba aquel nombre destruía a los enemigos de su pueblo. Yo sólo sé que es una palabra única en nuestra lengua, un título, ostentado por muy pocos hombres; y yo conocí a muy pocos hombres que merecieron llevarlo.
El rabí Ragesh dijo por su parte que sólo había uno; y a él se lo confirió.
Regresamos de Jerusalén a Modin, donde los muros de nuestro valle nos apartaban del mundo. En las colinas, cada valle es un oasis capaz de dejar al margen quejidos y sufrimientos, y en el que el tiempo pasa en oleadas rítmicas, medidas por las salidas y las puestas del sol, por las cinco cosechas anuales que extraemos del suelo, y por la maduración, la siega, la siembra y la plantación. Sin embargo, aquella vez fue diferente, y cada día podía ser el último.
Un día que volvía del campo, con la azada en la mano, sucio y sudoroso, descalzo, las piernas desnudas y el pantalón arremangado hasta la rodilla, vi al adón sacando la espada de la tinaja de aceite.
Judas estaba junto a la ventana, vestido como para viajar, como para hacer un viaje largo y pesado por las colinas; llevaba gruesas sandalias y pantalones ajustados y se había echado hacia atrás la capa rayada, por encima de los hombros, ajustándola en la cintura. En la mesa había un paquete con pan, higos secos y pasas de uva. Miré interrogativamente a mi padre y a mi hermano, primero a uno y luego al otro, pero ninguno de los dos habló. Me lavé la cara y las manos en la palangana, y cuando me estaba secando, entró Eleazar trayendo el arco de asta de judas, que había estado enterrado en el patio posterior de la casa, y un puñado de flechas.
-Toma -dijo, dándoselos a Judas-. Y una vez más te pregunto: ¿puedo ir contigo?
-No -respondió brevemente Judas.
-Te va a pesar mucho -dijo el adón, secando el arma-. No estás acostumbrado a llevar espada, hijo mío.
-Tengo que aprender muchas cosas. Creo que llevar la espada no es de las más difíciles -respondió Judas, y añadió, dirigiéndose a Eleazar-: ¿Quieres traerme la vaina?
-¿Adónde vas? -pregunté.
-No lo sé.
-¿Adónde va? -repetí, dirigiéndome a mi padre.
El viejo sacudió la cabeza. Judas recorrió con los dedos un cordel de arco, lo enrolló y lo guardó en la bolsa. Luego introdujo el arco y las flechas en el cinto que llevaba debajo de la chaqueta.
-¡Respóndeme! -exclamé enojado-. ¡Te he preguntado adónde vas!
-Y yo te he contestado que no lo sabía.
-¿Quién lo sabe?
-Voy a las colinas -dijo Judas, después de vacilar largo rato-.
Voy a recorrer las aldeas. Voy a ver a la gente y a hablar con ellos.
-¿Para qué?
-Para averiguar qué es lo que piensan hacer.
-¿Qué quieres tú que hagan?
-No lo sé. Por eso voy.
Me senté en el banco junto a la mesa. Eleazar volvió con la vaina. Judas enfundó la espada y se la colgó en el hombro, debajo de la capa. Había una increíble falta de afectación en todos sus actos, lo que me irritaba más aún; pero no podía menos que encontrarlo magnífico, con su gran capa echada hacia atrás, su amplia y vigorosa figura, el soberbio porte de su cabeza, su espesa barba rojiza y su cabello, que le caía sobre los hombros desde el ajustado birrete redondo. Mientras yo lo observaba, cavilando acerca de cuáles serian sus propósitos, llegó Jonatás con Ruth. Judas y Ruth salieron juntos al patio posterior de la casa, y volvieron a entrar al cabo de un rato.
-Voy contigo -dije finalmente a Judas.
-Quiero ir solo -replicó él.
Con Judas no se podía discutir; poseía ese poder especial de neutralizar toda discusión. En ese momento entró Juan, y con su llegada nos encontramos todos reunidos. Judas besó a los demás y luego me hizo señas de que lo siguiera.
Salimos; Judas me miró un instante y luego me abrazó. Como siempre, mi cólera, violenta y amarga, se esfumó.
-No dejes que pase nada -dijo.
-¿Qué creer tú que puede pasar?
-No lo sé, Simón, no lo sé. Estoy tratando de ver en las tinieblas. Cuídalos.
Pasaron los días, y cada día fue un poco peor; las cosas no empeoraron en gran escala, sino poco a poco. En la pequeña aldea de Gumad, que está a sólo una hora de camino de Modin, los mercenarios de Apeles dieron muerte a una familia entera, porque detrás de una viga de la casa descubrieron tres flechas. El padre de la familia, Benjamín ben Caleb, fue crucificado. Eso era algo nuevo en el país, una novedad importada de occidente por Antioco, el rey de reyes. Benjamín ben Caleb fue clavado vivo en la puerta de su casa y durante todo el día lo rodearon los mercenarios, escuchando sus gemidos y sonriendo apreciativamente. Luego, uno o dos días más tarde, fueron violadas cuatro jóvenes en Zorá, una aldea situada al sur de la nuestra. Un aldeano que trató de defenderlas fue muerto. En Galilea, Samaria y Fenicia, donde los judíos vivían en las ciudades junto con los gentiles, la situación era peor. Terribles relatos de penas y sufrimientos llegaban hasta Judea. En Modín, sin embargo, y aunque parezca extraño, la vida siguió desarrollándose casi como de costumbre. Recogimos la cosecha, trillamos el trigo y desecamos la fruta; nacieron niños y fallecieron ancianos, y llenamos las prensas con aceite fresco de oliva. Por la noche, después de la cena, nos sentábamos a hablar de los tiempos mejores que habían pasado y de los peores que podrían venir; entonábamos nuestras antiquísimas canciones y escuchábamos las historias que nos contaban los viejos.
Cuatro días después de la partida de Judas, al caer la tarde, diez o doce aldeanos se hallaban sentados a la mesa de Matatías, bebiendo vino, masticando nueces y pasas de uva y discutiendo sobre aquel tema que siempre surgía solo, el de la amargura de vivir bajo el talón de un invasor extranjero. Nosotros somos un pueblo al que le ha tocado quizá, en uno u otro sitio, una porción demasiado grande de dolores, y hemos aprendido a transformarlos en risas.
Tenía que ser así; de lo contrario habríamos perecido hace mucho tiempo. Recuerdo claramente que Simón ben Lázaro contaba aquella historia, ya tan sabida, de Antioco y los tres tontos sabios, uno de esos cuentos penosos y mordaces que se infiltran con tanta frecuencia en la literatura de los pueblos oprimidos; y recuerdo que yo desatendía las palabras del relato para poder contemplar a Ruth con los dos ojos y con toda el alma. Sentada junto a su madre, mantenía la cabeza como siempre, erguida y atenta, como si escuchara. (Y yo pensé, lo juro, que trataba de escuchar si venia Judas.)
La luz de la lámpara incidía en su rostro confiriéndole reflejos de bronce pulido. ¡Con qué precisión recuerdo su figura! La cabeza inclinada, la sombra de las mejillas, debajo de los pómulos, las trenzas enrolladas, el cabello rojo. Nunca, ni antes ni después, conocí a una mujer como ella. ¿Y para quién seria, si no para Judas? ¿Quién más podía emparejarse con ella, si no el que poseía como ella el rostro, la talla y el corazón de la antigua estirpe de los
kohanim
?
En aquel momento baló una cabra; temiendo que se hubiese introducido en el corral un chacal de las colinas, me escurrí disimuladamente para no interrumpir la alegre velada, salí por la puerta posterior, atravesé el patio y subí por la loma hasta el cercado de piedra donde encerrábamos los animales. No era una cabra, sino dos carneros que se habían enredado por los cuernos, y uno de ellos gemía de dolor. Los separé y luego, como la noche era fresca y agradable, y la luna redonda y brillante, no quise volver a casa y me senté al pie de un olivo, desde donde podía contemplar la luna y aspirar la pura brisa que venía del mar.
Habría transcurrido una media hora cuando oí que alguien pronunciaba mi nombre.
-¿Simón...? ¿Simón...?
-¿Quién llama a Simón? -pregunté, aunque bien lo sabia, por las palpitaciones de mi corazón y el sudor que me humedeció repentinamente las manos.
-
Un muchacho lunático
-dijo Ruth, apareciendo en el extremo del corral y canturreando la letra de la canción-
, que sueña con una hermosa doncella
. ¿Te aburrías, Simón?
-Creí que había entrado un chacal. Tú no deberías estar aquí, conmigo.
-¿Por qué? -replicó Ruth, jugando con mis sandalias con los dedos desnudos del pie y sonriendo burlonamente-. ¿Por qué no debería estar aquí contigo, Simón, contigo que has venido a proteger a las cabras de la amenaza de un chacal? ¿Y si en lugar de un chacal hubiese sido un león, como el que encontró David?
-Hace trescientos años que no hay un solo león en Judea -respondí con tono sombrío.
-Tú nunca sonríes, Simón ben Matatías, ni encuentras nada divertido. Eres el hombre más desdichado de Modin; más aún, de toda Judea; o hasta del mundo entero, diría. Creo que daría años de mi vida si apareciera un león detrás de mi y te engullera.
-Es muy poco probable -comenté.
-Extiende la capa, ¿quieres?, me voy a sentar -dijo ella riendo.
Sacudiendo la cabeza, extendí la capa y Ruth tomó asiento a mi lado. Ella esperaba, al parecer, que yo hablara; pero yo no sabía qué decirle. Permanecimos, por lo tanto, en silencio, mientras la luna se elevaba en el cielo y su luz se derramaba como plata fundida sobre las colinas de Judea. Por último dijo Ruth:
-Hubo un tiempo en que me quisiste, Simón..., al menos, es lo que yo creía.
La miré.
-Yo lo creía -murmuró ella-, y durante mucho tiempo, cada vez que iba a la casa de Matatías me preguntaba: ¿Estará Simón? ¿Me mirará? ¿Me sonreirá? ¿Me hablará? ¿Me cogerá la mano?
Dominado por la ira y la frustración, sólo pude decir estas palabras:
-¡Y hace apenas cuatro días que se fue Judas!
-¿Qué? -exclamó ella, mirándome con incredulidad.
-Lo que has oído.
-¿Qué tengo que ver con Judas, Simón? ¿Qué te pasa, Simón? ¿Qué te he hecho? ¡Me has estado tratando como si fueras de piedra, de hielo! Y no solamente a mí, sino también a tu padre, y a Judas.
-¿No tenía razón?
-Yo no sé cuáles son tus razones, Simón.
-Y cuando saliste con Judas antes de que se fuera...
-No amo a Judas -dijo ella con cansancio.
-¿Lo sabe él?
-Si, lo sabe.
Sacudí la cabeza desanimado.
-El te ama -dije-. Lo sé. Conozco a Judas; conozco todos sus
gestos, todas sus miradas, todos sus pensamientos. Siempre ha conseguido todo lo que quería. Conozco esa condenada, esa maldita humildad suya...
-¿Es por eso que le odias?
-No le odio.
Me cogió ambas manos entre las suyas, acariciándolas en su regazo.
-Simón, Simón... -dijo-. Simón ben Matatías. Simón de Modin. ¡Tengo tantos nombres para ti! Simón mío, mi extraño Simón, bello, maravilloso, sabio y tonto. Siempre te he querido a ti; a nadie más. No hubo nunca ningún otro; sólo Simón. Y siempre he soñado que algún día me amarías... No, que me amarías no, que estarías a mi lado, para mirarme, a veces para hablarme. Pero ni siquiera eso, ¿verdad, Simón?
-Judas te ama.
-¿No vives más que para Judas, Simón? ¿No existe nadie más que Jonatás, Eleazar y Juan? ¿Qué culpa asumes tú por ellos? Judas me abrazó, y yo le tuve lástima. No soy suya. No soy de nadie, Simón ben Matatías. Sólo puedo ser de una persona.
-¿Tú le tuviste lástima? -susurré-. ¿Sentiste lástima de Judas?
-Le tuve lástima, Simón. ¿No lo entiendes?
-No -dije-, no...
Imposible describirla, imposible explicar cómo era Ruth, allí a la luz de la luna. La abracé, luego la cubrí con los pliegues de mi capa y allí nos quedamos, tumbados, al pie del olivo...
Después, anduvimos cogidos de la mano, subiendo la cuesta de terraplén en terraplén, hasta que llegamos a la cumbre desierta, donde el viento susurraba en las siemprevivas y donde el aire era fresco, fragante, perfumado. Yo, Simón, y aquella mujer que me hizo olvidar el miedo a la muerte, al porvenir, a la miseria y al dolor; que me hizo saber que yo, el hijo de Matatías, podía vivir como nunca había vivido, sintiéndome joven, fuerte y orgulloso, embargado interiormente de una mezcla de lágrimas y risas.
-Y yo he tenido que hacerte el amor a ti -dijo Ruth-. He tenido que rogarte, que pedirte que me abrazaras.
-No, no.
-Sí, he tenido que pedírtelo.
-No, querida mía, no; porque yo recuerdo. Recuerdo cuando me hice daño una vez en una rodilla, y tú me la lavaste y la vendaste. Yo me dije entonces que conquistaría el mundo entero para ti y te lo traería...
-¿A Modin?
-Sí, a Modin. Y cuando tú llevabas vino al adón...
-Una vez lo derrame.
-Se me partió el alma por ti. Y cuando lloraste, yo también lloré, todo mi ser lloró, interiormente, por ti.
-Y cuando a ti te castigaron porque Judas rompió la copa grande, yo lloré de esa misma manera por mi Simón, por mi bueno, hermoso y afectuoso Simón.
-¡No digas eso!
-¿Por qué? ¿Por qué no? Simón, yo te amo. Amo a un hombre. Simón. Amo a un hombre. Antes amaba a un niño, ahora amo a un hombre... Sin embargo, cuando nos separamos, un solo pensamiento me dominaba: ¿Cómo se lo digo a Judas?
Transcurrieron cuatro semanas de punzante felicidad. No era ningún secreto. En un lugar como Modin, donde la mitad de la población está emparentada de algún modo con la otra mitad, no hay secretos, y cualquiera que viese a Ruth mirarme a mí, o que me viese a mí cuando miraba a Ruth, quedaba enterado de todo.