Mirrorshades: Una antología cyberpunk (37 page)

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Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
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Korolev intentó una risa desagradable.

—Déjelo ir. Usted mismo tendrá muchos problemas para presentar cargos. Hablaré con el mariscal Gubarev en persona. Mi rango aquí puede que sea meramente honorífico, pero aún tengo cierta influencia.

El hombre del KGB se encogió de hombros.

—La tripulación artillera tiene órdenes directas de Baikonur de que se mantenga cerrado el módulo de comunicación. Sus carreras dependen de ello. No enviará ningún mensaje.

—Entonces, ¿es la ley marcial?

—Esto no es Kabul, coronel. Son tiempos difíciles para todos nosotros. Usted tiene la autoridad moral aquí, debería dar ejemplo. Lo último que necesitamos es un melodrama.

—Ya veremos —dijo Korolev.

El Kosmogrado giró fuera de la sombra de la tierra, hacia la cruda luz del sol. Las paredes del Salyut de Korolev se dilataron y crujieron como una caja de botellas. Los ojos de buey, pensó ausente Korolev tocándose las venillas de su sien, son lo primero en estropearse.

El joven Grishkin parecía opinar lo mismo. Sacó un tubo de silicona y comenzó a inspeccionar el sellado alrededor del ojo de buey. Era el asistente del Fontanero y su amigo más cercano.

—Debemos votar ahora —dijo Korolev cansinamente. Once de los veinticuatro tripulantes civiles habían aceptado ir a la reunión, doce si se contaba a sí mismo. Eso dejaba a trece que, o no deseaban arriesgarse, o eran activamente contrarios a la idea de una huelga. Yefremov y los seis hombres de la tripulación artillera subían el número total de no presentes a veinte—. Hemos discutido nuestras peticiones. Todos los que estén a favor de la lista tal como está ahora... —y levantó su mano sana. Otros tres levantaron la suya. Grishkin, ocupado como estaba con el ojo de buey, levantó su pie. Korolev suspiró—. Somos muy pocos teniendo en cuenta cómo se han puesto las cosas. Mejor sería que tuviéramos unanimidad. Oigamos vuestras objeciones.

—El término «custodia militar» —dijo un técnico biólogo llamado Korovkin— puede interpretarse como que los militares y no el criminal Yefremov son los responsables de la situación —el hombre parecía agudamente incómodo—. Estamos de acuerdo, pero, así escrito, no lo firmaremos. Somos miembros del Partido.

Estuvo a punto de decir algo más, pero se quedó callado.

—Mi madre —añadió su mujer muy despacio— era judía.

Korolev asintió pero no dijo nada.

—Todo esto es una locura criminal —dijo Glushko, el botánico. Ni él ni su mujer habían votado—. Esto es una locura. El Kosmogrado está acabado, lo sabemos, y cuanto antes volvamos a casa, mejor. ¿Qué ha sido este lugar sino una prisión? —la falta de gravedad iba en contra del metabolismo humano, y por ello la sangre tendía a congestionarse en su cara y cuello, haciéndole parecer una de sus calabazas experimentales.

—Eres un botánico, Vasili —dijo su mujer duramente—, mientras que yo, como recordarás, soy un piloto de Soyuz. Tu carrera no está en juego.

—¡No apoyaré esta idiotez! —Glushko le dio al mamparo una fuerte patada que lo empujó fuera de la habitación. Su esposa le siguió, quejándose amargamente con ese tono estridente que los miembros de la tripulación sabían que usaban en sus discusiones privadas.

—Cinco desean firmar —dijo Korolev—, de un total de veinticinco miembros de la tripulación civil.

—Seis —dijo Tatjana, la otra piloto de Soyuz, con su pelo oscuro echado para atrás y recogido con una cinta de nailon verde—. Se olvida del Fontanero.

—¡Los globos solares! —gritó Grishkin, señalando hacia la tierra—. ¡Mirad!

El Kosmogrado se encontraba ahora encima de la costa de California; orillas perfiladas, campos de un verde intenso, grandes ciudades en decadencia cuyos nombres sonaban con una extraña magia. Muy por encima de un banco de estratocúmulos, flotaban cinco globos solares, esferas-espejo geodésicas, sujetas por cables eléctricos. Estos globos habían sido un sucedáneo más barato del grandioso plan americano para construir satélites transformadores de energía solar. Esas cosas funcionaban, supuso Korolev, pues durante una década los había visto multiplicarse.

—¿Y dicen que la gente vive en esas cosas? —el oficial de sistemas Stoiko se había unido a Grishkin en el ojo de buey.

Korolev recordaba la patética lluvia de extraños proyectos americanos para conseguir energía, justo cuando comenzó el Tratado de Mena. Con la Unión Soviética controlando firmemente el abastecimiento mundial de petróleo, los americanos parecían deseosos de probar cualquier cosa. Entonces el accidente de Kansas les habían disuadido de utilizar reactores. Durante más de tres décadas se habían deslizado gradualmente por el aislamiento y el declive industrial. «El
espacio»,
pensó con amargura, «deberían haberlo intentado en el espacio». Nunca entendió la extraña parálisis de la voluntad que parecía haber agarrotado sus brillantes esfuerzos anteriores. O quizás se debía a una falta de imaginación, de visión.

«Veis, americanos», se dijo silenciosamente, «deberíais haber intentado uniros a nosotros, aquí, en el glorioso futuro, aquí, en el Kosmogrado».

—¿Quién querría vivir en algo como eso de ahí? —preguntó Stoiko, dándole una palmada a Grishkin en el hombro, y riendo con la tranquila energía de la desesperación.

—Estáis de broma —dijo Yefremov—,
va
tenemos suficientes problemas con lo que está pasando.

—No bromeamos, comisario Yefremov, y éstas son nuestras peticiones —los cinco disidentes se habían reunido en el Salyut que el hombre compartía con Valentina, empujándolo hacia el panel del fondo. El panel estaba decorado con una fotografía, meticulosamente retocada con aerógrafo, del primer ministro saludando desde el remolque de un tractor. Korolev sabía con certeza que Valentina estaría ahora con Romanenko en el museo, haciendo que las cintas crujieran. Korolev se preguntó cómo se las arreglaba Romanenko para evitar con tanta regularidad sus turnos de trabajo en la sala de la batería.

Yefremov se encogió de hombros. Miró hacia la lista de peticiones.

—El Fontanero debe permanecer bajo arresto. Son órdenes directas. Y respecto al resto del documento...

—¡Eres culpable de uso de drogas psiquiátricas sin autorización! —gritó Grishkin.

—Eso fue un asunto privado —dijo Yefremov con calma.

—Un acto criminal —dijo Tatjana.

—Piloto Tatjana, ambos sabernos que Grishkin es aquí el pirata de
samizdata
más activo de la estación. Todos somos criminales, ¿no lo veis? —su repentina y torcida sonrisa resultaba sorprendentemente cínica—. El Kosmogrado no es el Potemkin y vosotros no sois revolucionarios. ¿Y vuestra
petición
para comunicaros con el mariscal Gubarev? Está bajo arresto en Baikonur. ¿Y vuestra
petición
para hablar con el ministro de tecnología? El ministro dirige la purga —con un gesto decidido, rompió el papel amarillo en trozos que se esparcieron delicadamente por la ingravidez, como mariposas en un lento vuelo.

Al noveno día de huelga, Korolev se encontró con Grishkin y Stoiko en el Salyut que antes compartían Grishkin y el Fontanero.

Durante cuarenta años, los habitantes del Kosmogrado lucharon en una guerra antiséptica contra los hongos y el mantillo. El polvo, la grasa y el vapor no se posaban en la ausencia de gravedad, y las esporas acechaban por todas partes; en el sellado, en la ropa, en los conductos de ventilación. En la caliente y húmeda atmósfera, como la de un disco Petri, se extendían como manchas de aceite. Ahora había en el aire un seco hedor a podrido, superponiéndose al ominoso tufo a aislante chamuscado.

El sueño de Korolev se rompió por el hueco golpeteo de una nave Soyuz al soltarse. Glushko y su mujer, supuso. Durante las últimas cuarenta y ocho horas, Yefremov había supervisado la evacuación de los miembros de la tripulación que se habían negado a unirse a la huelga. La tripulación artillera se mantenía en la sala de la batería y su anillo de barracones, donde todavía retenían a Nikita el Fontanero.

El Salyut de Grishkin se había convertido en la sede de la huelga. Ninguno se había afeitado y Stoiko había contraído una infección de estafilococos que se extendía por sus antebrazos con ronchas de aspecto preocupante. Rodeados de las sensacionales chicas de calendario sacadas de la televisión americana, parecían un degenerado trío de pornógrafos. Las luces estaban bajas, el Kosmogrado funcionaba a media potencia.

—Conforme esos se van —dijo Stoiko—, nos vamos haciendo más fuertes.

Grishkin farfulló algo. Las aletas de su nariz estaban taponadas con bolas de blanco algodón sanitario. Estaba convencido de que Yefremov intentaría romper la huelga con aerosoles de betacarbonita. Los tapones de la nariz eran justamente un síntoma del nivel general de agotamiento y paranoia. Antes de que la orden de evacuación llegara desde Baikonur, uno de los técnicos había puesto durante horas y horas la obertura 1812 de Tchaikovsky a un volumen atronador. Y Glushko había perseguido a su esposa que, desnuda y magullada, gritaba, subiendo y bajando por todo el Kosmogrado. Stoiko había accedido a las fichas del hombre del KGB y a los informes psiquiátricos. Metros de papel amarillo impreso se arrugaban a lo largo de los corredores, vibrando con la corriente de los ventiladores. Romanenko se las había arreglado para mandar un mensaje desde el anillo de los barracones, diciendo que el Fontanero había intentado ahorcarse en ausencia de gravedad, atándose las bandas elásticas de seguridad a los tobillos y al cuello.

—Pensad en las declaraciones que estarán haciendo allá abajo sobre nosotros —murmuró Grishkin—. Ni siquiera nos juzgarán. Directos a la
psikushka
—el siniestro mote para los hospitales políticos pareció galvanizar de miedo al muchacho. Korolev tomó con desgana un viscoso pudín de clorella.

Stoiko cortó un trozo de la flotante banda de papel impreso y leyó en voz alta.

—¡Paranoia con tendencia a sobreestimar las ideas! ¡Fantasías revisionistas hostiles al sistema social! —arrugó el papel—. Si pudiera intervenir el módulo de comunicaciones nos podríamos meter en un satélite de comunicaciones americano y echarles encima todo el asunto. ¡Quizás eso le enseñaría a Moscú algo de nuestro grado de hostilidad!

Korolev extrajo una mosca de la fruta enterrada en su pudín de algas. Sus dos pares de alas y su bifurcado tórax eran testimonio mudo de los altos niveles de radiación del Kosmogrado. Los insectos se habían escapado de un experimento ya olvidado, generaciones de ellos habían infestado la estación durante décadas.

—Los americanos no tienen ningún interés en nosotros —dijo Korolev—. Moscú no puede ser ya comprometido por esa clase de revelaciones.

—Excepto cuando se espera el cargamento de grano —dijo Grishkin—. Los americanos necesitan demasiado vender, tanto como nosotros comprar —Korolev se metió tristemente más cucharadas de clorella en la boca, las masticó mecánicamente y se las tragó y luego respondió:

—Los americanos no podrían alcanzarnos aunque quisieran. Cañaveral está en ruinas.

—Tenemos poco combustible —dijo Stoiko.

—Podemos sacar el de las naves que quedan —dijo Korolev.

—Entonces, ¿cómo diablos volveremos a la
Tierra
? —los puños de Grishkin temblaron—. Incluso en Siberia hay árboles, árboles. ¡El firmamento! ¡A la mierda con él! ¡Dejemos que se destroce! ¡Dejemos que caiga y arda!

El pudín de Korolev se esparció por el mamparo.

—¡Dios! —dijo Grishkin—. Lo siento, coronel. Sé que usted no puede volver.

Cuando entró al museo, encontró a la piloto Tatjana suspendida frente a ese odioso cuadro del Aterrizaje de Marte, sus pestañas brillantes por las lágrimas. Se las secó cuando él entró.

—¿Sabe, mi coronel, que tienen un busto de usted en Baikonur? En bronce. Solía pasar delante de él cuando iba a clase —sus ojos estaban enrojecidos por la falta de sueño.

—Siempre hay bustos. Los académicos los necesitan —sonrió y le tomó la mano.

—¿Cómo fue ese día? —ella aún contemplaba el cuadro.

—Apenas lo recuerdo. He visto las cintas tan a menudo que ahora las recuerdo en su lugar. Mis recuerdos de Marte son los de cualquier escolar —le sonrió de nuevo—, pero seguro que no se parecía a este cuadro mediocre. Estoy seguro.

—¿Por qué ha acabado todo esto, coronel? ¿Por qué acaba ahora? Cuando era pequeña, lo vi en televisión. Nuestro futuro en el espacio era para siempre.

—Quizás los americanos tenían razón. Los japoneses enviaron máquinas, robots para construir sus fábricas orbitales en lugar de hombres. La minería lunar fracasó para nosotros, pero pensamos que al menos quedaría una estación permanente para alguna clase de investigación... Supongo que tiene que ver con el bolsillo. Con hombres que se sientan en despachos y toman decisiones.

—Entonces, ésta es su decisión final respecto al Kosmogrado —le pasó un trozo de fino papel doblado—. Encontré esta hoja impresa con las órdenes de Moscú para Yefremov. Van a dejar que se precipite fuera de órbita en los próximos tres meses.

Descubrió que ahora era él quien estaba mirando fijamente el cuadro que tanto odiaba.

—Casi ni importa ya —se oyó decir.

Y luego ella se puso a llorar amargamente con su cara hundida en su hombro atrofiado.

—Pero tengo un plan, Tatjana —dijo acariciándole el cabello—, ahora debes escucharme.

Miró la esfera de su viejo Rolex. Estaban sobre Siberia Oriental. Aún recordaba que el reloj se lo había regalado el embajador suizo en un enorme salón con arcadas del Palacio del Gran Kremlin.

Era hora de empezar.

Flotó fuera de su Salyut hacia la esfera de atraque, sacudiéndose la larga tira de papel pijama que intentaba enrollarse en su cabeza.

Todavía podía trabajar rápida y provechosamente con su mano sana. Sonreía mientras liberaba una bombona de oxígeno de sus bandas de anclaje. Agarrándose a un asidero, proyectó la botella con todas sus fuerzas contra la esfera. Rebotó con un fuerte ruido, pero sin dañar nada. Fue tras ella, la recogió y la volvió a lanzar.

Entonces alcanzó la alarma de descompresión.

Los altavoces expulsaron polvo mientras una alarma comenzó a gemir. Disparadas por la alarma, las plataformas de embarque se cerraron de golpe con un susurro hidráulico. A Korolev se le taponaron los oídos. Estornudó y fue otra vez tras la botella.

Las luces subieron a su máxima intensidad, luego parpadearon y se apagaron. Sonrió en la oscuridad, palpando la bombona de acero. Stoiko había provocado el colapso de los sistemas generales. No había sido difícil. Los bancos de memoria estaban ya fragmentados y al borde del colapso, sobrecargados con las emisiones de televisión.

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