Mírame y dispara (24 page)

Read Mírame y dispara Online

Authors: Alessandra Neymar

Tags: #Romantico, Infantil-Juvenil

BOOK: Mírame y dispara
13.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Vamos… podrás irte en cuanto amanezca.

—No hace falta que supliques. Pensaba quedarme. —Se tumbó a mi lado y abrió sus brazos para que pudiera echarme sobre su pecho.

—No estaba suplicando. Además, sabía que conseguiría convencerte. —Sentí los pálpitos de su corazón antes de que rodeara mis hombros con su brazo.

—Por desgracia, sí. Eres la única que consigue dominarme.

—¿Te molesta? —Acaricié su vientre con un dedo.

—No sabes cuánto —susurró en mi cabello dándome un beso.

—¿Quieres que deje de hacerlo?

Busqué su mirada. Había oscuridad, pero pude ver el maravilloso resplandor de sus ojos azules. Inclinó la cabeza hacia mí y me contempló frunciendo el ceño.

—Si quisiera que dejaras de hacerlo, no estaría aquí, Kathia.

Me coloqué sobre su pecho y comencé a acariciar cada rincón de su rostro. Cristianno cerró los ojos con un gesto de tormento y apretó la mandíbula.

—¿Qué piensas, Cristianno? —Quise saber lo que le incomodaba.

—No es bueno que sienta de esta manera.

—¿Por qué?

—Porque no eres mía.

Capítulo 27

Kathia

Mi corazón se paralizó por la indignación que sentí al pensar que Cristianno me creyera fuera de su alcance.

—¿Qué no soy tuya? —le dije, molesta, incorporándome en la cama.

Me cogí las rodillas y me aferré a la sábana. Cristianno me siguió y se colocó tras de mí, cabizbajo. No pudo ver mi rostro, estaba oculto por mi pelo, pero sí pudo notar mi enfado.

—No era de nadie hasta hace diez minutos, Cristianno —añadí percibiendo en mi cuello cómo liberaba un suspiro ahogado.

—Lo siento —musitó—, es que solo de pensar que vas a…

Puse un dedo en sus labios para que dejara de hablar.

—Estoy aquí y no me voy a ir de tu lado.

Su mirada fue tan intensa que me traspasó.

—¿Es eso lo que quieres de verdad, Kathia?

—¿Qué quieres tú, Cristianno? Dime.

—Te quiero a ti. Conmigo.

—Pues así será.

Me abrazó con la pasión que solo sus brazos podían transmitir. Y me quedé allí dormida sin dejar de sentir sus dedos acariciar mi cabello.

Entre sueños sentía sus labios besando los míos.

Cristianno

Me levanté de la cama para coger mi móvil. Me habían enviado un SMS. Por suerte, Kathia no se despertó, tan solo se removió entre las sábanas.

Era mi padre.

«Mitin Umberto Petrucci adelantado. 10.00 horas domingo. Marcello francotirador. Confirma.»

Así sería.

Volví a la cama después de borrar el SMS. Observé a Kathia y me sentí extraño. Me había dicho que estaría conmigo, que era mía, pero no estaba seguro de si seguiría opinando lo mismo después de descubrir la clase de hombre que era. Tenía dieciocho años, sí, pero era el mejor en mi trabajo.

Inhalé el aroma de su cabello. Un ligero perfume a fresa me inundó y cerré los ojos antes de darle un beso en la frente. Se removió soltando un suave gemido. Incliné mi cabeza hacia delante y contemplé sus labios entreabiertos.

La besé. Fue un beso cálido, sereno, pero cargado de deseo. Ella me contestó acariciando mis mejillas.

Quería despedirme.

—Despierta, mi niña —susurré en sus labios.

Abrió los ojos y miró de reojo la ventana.

—Aún no ha amanecido. Todavía es de noche —murmuró aferrándose a mi cuello. Llevaba razón, aún no había amanecido, pero no me iría de allí sin despedirme.

—Tengo que irme.

—Nooo… —renegó ella, aún somnolienta.

—Terminarás por cansarte de mí. —Le sonreí.

—Dudo que eso ocurra. —Por fin me mostró aquellos ojos plata.

La besé mientras mi mente proyectaba lo que haría en unas horas. Mataría a Umberto Petrucci.

—¿Te veré mañana? —me preguntó acariciando mi cabello.

—Sabes que sí.

Se incorporó queriendo abrazarme. La cogí entre mis brazos y la coloqué sobre mi regazo. Era tan frágil, tan menuda… Me daba tanto placer abrazarla, que no me creía capaz de parar.

Volvimos a besarnos como lo habíamos hecho antes de acostarnos. Solo que esta vez supe detenerme. Me colocó la mano en el pecho y lo acarició mientras apoyaba su frente en la mía.

—Tengo que irme —resoplé de nuevo.

—¿Por qué? —preguntó dibujando mi nariz.

—Tengo algo importante que hacer. —Acaricié sus piernas.

—¿Más importante que yo? —Arqueó las cejas, provocativa.

Si esperaba que esquivara la pregunta, estaba equivocada. No le mentiría en eso.

—No hay nada más importante que tú.

—Entonces no te vayas. —Me abrazó obligándome a tumbarme sobre ella—. Fingiré que me encuentro mal y me quedaré aquí contigo. Nos pasaremos el día entero en la cama, besándonos y haciendo el amor… —Terminó sonriendo entre mi hombro y mi mandíbula.

Aquel era el mejor plan que podía escuchar y habría dado cualquier cosa por complacerla, pero no podía ser.

—El lunes me tendrás para ti sola. Te lo prometo, amor —terminé susurrando.

Aún me costaba creer que yo pudiera expresarme de aquella forma. Aún me costaba creer que amara a alguien de aquella forma.

—No me vale…

—¿No te vale? —Sonreí buscando su mirada.

—Tendrás que mejorar tu oferta. —Fingió estar enfurruñada.

—¿Qué te parece tenerme el lunes, el martes, el miércoles…?

—Tampoco…

Bien, pues allá iba otra proposición.

—¿Y todos los días de mi vida? —pregunté mirándola a los ojos.

Se quedó boquiabierta, totalmente sorprendida. Mi pecho percibía cómo su corazón se desbocaba. Ni siquiera yo mismo era consciente de lo que acababa de decir, pero aquellas palabras salieron sin más de mi boca. No me arrepentía.

—Eso está mejor —se obligó a decir, sonrojada.

—Hecho… —Rocé sus labios con los míos— Son tuyos. La abracé acariciando su melena con mis manos.

—Le estoy mintiendo —musité en cuanto terminé de lavarme la cara.

Contemplaba en el espejo la imagen de un hombre mentiroso, de un mafioso que aspiraba a más que a una simple extorsión. Sacudí la cabeza para tratar de no pensar en ello. Tenía asuntos profesionales que atender y no podía mezclar las cosas. En ese momento lo importante era estar allí para dar la señal a Marcello para que disparara a Umberto Petrucci. Después, correría a por ella y la abrazaría hasta desaparecer en sus brazos. De esa forma, podría olvidar qué tipo de persona era. Aunque, en realidad, yo disfrutaba con mi «trabajo». Estuve horas culpándome por amarla; Kathia merecía a su lado una persona mejor que yo, pero era incapaz de alejarme.

Recorrí el pasillo que conducía a la sala donde el candidato a la alcaldía de Roma impregnaba de ilusiones a los presentes. Sus palabras eran tan convincentes que por un momento hasta yo mismo las creí. Me quedé en la puerta, apoyado en el marco, mirando incrédulo el improvisado escenario. Podía haberme mezclado con la gente, pero no quise tener que fingir ser de izquierdas y haber de contener mis impulsos ante tanta palabrería radical.

Umberto confesaba sus ideas de una forma ferviente. Gesticulaba con las manos, alzaba la voz para que todo el mundo le oyera con claridad y arremetía contra Adriano elegantemente. Todo eso suscitaba que su público le halagara en cuanto terminaba una frase. Él se limitaba a sonreír. Aseguraba que ahí no terminaba la cosa, que la política no eran solo promesas.

«Maldito embustero.»

Ya tenía poco que añadir para convencer de que era el alcalde apropiado. Lástima que no pudiera llegar ni a terminar aquel discurso.

Alcé mi muñeca y me la acerqué a la boca con la excusa de recomponer la chaqueta de mi Armani gris marengo. Una pequeña pulsera de caucho la envolvía. Era un dispositivo para comunicarnos entre nosotros. Marcello ya se encontraba en los conductos y tenía a Umberto en el centro de su mirilla. Enrico esperaba con Carlo (el mediano de los Carusso) en un coche al final de la calle. Me parecía inconcebible que Enrico pudiera trabajar con el amante de su mujer, Marcello. Aunque eso dejaba claro lo poco que quería a Marzia.

—Estoy cansado de tanta palabrería —musité con voz ronca sin dejar de mirar a mi alrededor discretamente.

Aquella misión podría haberla hecho mi hermano Diego, o Valerio, pero mi padre decía que Diego era demasiado impetuoso y que no aguantaría escuchar a Umberto. Y Valerio…, bueno, Valerio era demasiado tranquilo. Él había nacido para estar detrás de una mesa dando órdenes.

—Creí que nunca ibas a decirlo, Cristianno. —La voz de Marcello Pirlo sonó en el pequeño y casi inapreciable auricular que llevaba en la oreja izquierda—. Si quieres, puedo bajar allí y coserle los labios. Le favorecería mucho tener la boca cerrada.

—Cálmate, querido —ahora era Carlo quien hablaba. Tenía una voz muy parecida a su hermano, Angelo—. Solo un disparo.

—Entre ceja y ceja, Marcello —volví a mediar, imaginándome sus sonrisas.

Estiré los brazos y acaricié mi cabello.

Aquella era la señal.

Umberto dejó de hablar y un pequeño hilo de sangre comenzó a emanar de su frente. El líquido resbaló por su nariz. Había sido un tiro limpio, entre ceja y ceja, como le había pedido.

Con los ojos en blanco, Umberto cayó al suelo. El golpe fue tan fuerte que pude escuchar su cabeza rebotar contra la madera. Al golpe le siguieron unos alaridos. La gente comenzó a gritar desaforada mientras intentaban buscar la salida. Los guardaespaldas de Petrucci se lanzaron al escenario. Alguno de ellos, con pistola en mano, buscaban entre la multitud una pista del asesino. No lo encontrarían, no estaba entre la gente. Tampoco podían esperar averiguar nada por la autopsia. La bala era totalmente lisa. El propio Marcello las preparaba con un componente indestructible que le suministraba Fabio. Era imposible encontrar al culpable. El crimen perfecto.

Bienvenidos a la mafia.

Capítulo 28

Kathia

Me fui directamente a secretaría para entregarle a Antonieta el justificante por mi falta del viernes. Daniela me había telefoneado para advertirme de la mentira que había escogido para ocultarme; les había dicho a los profesores que me encontraba mal. Así que se lo expliqué a Enrico y él me hizo el favor del firmar mi justificante.

Antonieta no estaba y las clases ya habían comenzado. No sabía qué hacer, si quedarme y esperar, o entrar en clase. De repente la puerta se abrió y me giré creyendo que era Antonieta, pero me equivoqué.

Cristianno se abalanzó sobre mí y me besó con fuerza. Llevábamos sin vernos más de un día y aquel beso me supo a gloria. Le abracé a la vez que me empujaba hacia el despacho del director.

—¿Qué estás haciendo? —mascullé entre beso y beso.

Sonreí al sentir la urgencia de sus besos. Me encantaba que me besara de aquella forma.

—Voy a hacerte el amor sobre la mesa del director —murmuró subiendo sus manos por debajo de mi falda. Acarició mi ropa interior antes de cerrar la puerta del despacho con la pierna.

—Estás loco —sonreí, pero estaba dispuesta a arriesgarme.

Me sentó sobre la mesa y se inclinó sobre mí, pero no me besó. Me observó torciendo el gesto sin dejar de acariciar mis muslos. Resoplé cerrando los ojos. Aquellas caricias creaban dependencia, las necesitaba para continuar respirando. Cristianno disfrutó al verme tan entregada.

—Eres preciosa… —dijo sin dejar de mirarme a los ojos.

Su voz sonó tranquila y absolutamente sincera, y al oírlo no pude evitar sonrojarme. Su intensa mirada me decía que yo era la única. Lo abracé.

—No dejes de repetirlo.

Lo besé acariciando su espalda. Pero enseguida me detuve al escuchar unas voces que se aproximaban. Sin nos descubrían, nos caería una gorda. Era una expulsión asegurada. Empujé a Cristianno contra la pared y lo obligué a esconderse tras una estantería. Él me cogió de la mano intentando que me escondiera con él, pero me deshice de él.

—Quédate ahí, yo le entretendré.

—¿Estás loca?

No dio tiempo a más. El director me cazó. Fingí estar mirando sus libros. Cristianno se puso tenso, justo a unos centímetros de mí. Si no lo veía, sería por un milagro.

—Señorita Carusso —dijo el director arqueando una ceja—, ¿qué hace aquí?

De momento no parecía estar cabreado.

—Venía a entregarle el justificante de falta.

—Entonces aprovecharé para darle unos papeles que debe firmar su padre.

La secretaria estaba justo a su lado y abrió los ojos de par en par. Había descubierto a Cristianno. Temí que hablara, pero se mantuvo callada, observándome.

—¿Qué papeles?

—Nada, no se preocupe. Son para ultimar su matrícula. Olvidé enviárselos la semana que usted inició las clases.

Me entregó una pequeña carpeta marrón.

—Aquí tiene. Si es posible, tráigamelos esta misma tarde.

—Por supuesto. —Tragué saliva. Debía irme y no podía dejar a Cristianno allí—. Señor Espósito, ¿sería tan amable de acompañarme a clase? No quiero importunar y su presencia facilitaría mi llegada.

Jesús, cuánto rollo tenía, pero qué bien había sonado. El director asintió y se dirigió a la puerta.

—Claro, no se preocupe.

Antonieta me miró y me guiñó un ojo para indicarme que ella ayudaría a Cristianno a salir de allí. Le sonreí.

Ricardo detuvo el coche justo enfrente del edificio de los laboratorios Borelli. No había encontrado a mi padre en casa cuando llegué del colegio, así que le pregunté a Sibila dónde se encontraba. Para mi sorpresa, me dijo había ido a los laboratorios. Comí aprisa y me marché.

Quería llevar de vuelta aquellos papeles al San Angelo lo antes posible e irme con Cristianno.

Miré hacia arriba y contemplé los siete pisos del edificio. Era una gran torre de cristal con apariencia de frágil levantada en pleno centro de la ciudad. Aquellos laboratorios pertenecían a los Gabbana; concretamente a la abuela materna de Cristianno, Delia Borelli.

Entré en el vestíbulo dejando tras de mí el ligero sonido de las puertas correderas al cerrarse. Me quedé de pie para observar la espectacular sala. Parecía la recepción de un hotel, solo que con una luz más grisácea.

La recepcionista me miró por encima de sus gafas y frunció el entrecejo. De pronto, sonrió y se levantó de su sillón negro. Bordeó la mesa de cristal (con forma de semicírculo) y corrió hasta mí arrastrando sus zapatos de tacón.

—¡Kathia, madre mía, cuánto tiempo! —exclamó aquella mujer mientras me cogía de los hombros para darme dos besos. Sonreí intentando recordar quién era—. La última vez que te vi tenías solo cinco años. Estas guapísima.

Other books

Jane by Robin Maxwell
Trail Mates by Bonnie Bryant
Dönitz: The Last Führer by Padfield, Peter
For Your Love by Caine, Candy
The Last Justice by Anthony Franze
Ménage a Must by Renee Michaels
Shortest Day by Jane Langton