—Creo que… no estoy aquí para hablar de mí.
Bebí de mi copa mientras observaba lo incómoda que se sentía.
—Bueno, soy tu cliente y debes hacer lo que quiera, ¿no? Es por eso por lo que se te paga.
Sarah apretó la mandíbula y miró la alfombra.
—Háblame de tu familia —dije.
Se colocó el bolso en el hombro y me observó furiosa.
—Mis servicios incluyen hablar de cualquier cosa, pero relacionada con el cliente. En este caso, tú. Ir a cenar, beber y terminar en la cama si es que la borrachera os da para aguantar. Si tú no vas a hacer ninguna de esas cosas, págame mis honorarios y me voy porque no pienso meter a mi familia en esto, ¿te queda claro? —Estaba cabreada, pero me había explicado lo que yo quería—. Por cierto, son tres mil dólares. Acepto propina.
Sonreí mientras dejaba el vaso sobre la mesa y guardaba mis manos en los bolsillos de mi pantalón.
Sarah extendió su mano esperando que le pagara.
—¿Efectivo o tarjeta? —pregunté admitiendo que quería bromear.
—¿Te estás burlando de mí?
Negué con el cabeza, risueño, antes de acercarme al teléfono. Marqué el número de recepción y esperé a que contestaran.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó confusa.
Le indiqué con señas que guardara silencio en cuanto contestaron.
—Sí, soy el cliente de la habitación 3113 y necesito un vehículo en menos de diez minutos. ¿Es eso posible?
El hombre me enumeró los modelos de los que disponían.
—Me quedaré con el Ferrari, gracias. Y ahora, páseme con información.
Mientras esperaba, me quité la chaqueta y se la lancé a los brazos. Ella la cogió extrañada y sin dejar de observarme con los ojos entornados. Le indiqué que se la pusiera aunque ella se resistió a hacerlo.
Fruncí el ceño torciendo el gesto. Sarah resopló e hizo lo que le decía.
—Has dicho Atenas, ¿verdad?— quise confirmar.
Asintió y se cruzó de brazos esperando que yo le dijera qué estaba pasando.
—Hola, quisiera que me pusieran en contacto con el aeropuerto. Necesito un vuelo urgente a Grecia.
Sarah perdió el color de su rostro, abrió los ojos y la boca, y me observó titubeante. Expresaba miedo, sorpresa, alegría, decepción… Su cara decía tantas cosas que tuve que sonreír.
La operadora me puso en contacto con otra mujer que enseguida dispuso un vuelo a Grecia a las cinco de la mañana y en primera clase.
Colgué el teléfono y me dirigí a la puerta.
—¿Piensas complacer a tu cliente o tengo que obligarte? —Le guiñé un ojo en cuanto me sonrió.
Al salir de la habitación, me di cuenta de que tenía lágrimas en los ojos, aunque las intentaba disimular. Cogí su mano y la envolví con la mía.
—¿Por qué haces esto? Ni siquiera me conoces.
—Porque este no es tu lugar.
Aunque la verdadera razón era otra. Debería haber dicho que deseaba enmendar el error que había cometido con Kathia. Sabía que no era lo mismo y que con eso no arreglaría nada con ella, pero me confortaba, necesitaba sentir que podía hacer feliz a alguien.
Kathia
Miré mi plato y, con desgana, retiré las zanahorias que cubrían un bistec poco hecho. Me hallaba en el piso de Valentino; un lujoso ático situado en la Via Conciliazione. Él lo había dispuesto todo para una cena romántica y empalagosa; flores, servicio exclusivo del mejor chef de la ciudad, y luces tenues proporcionadas por velas aromáticas repartidas por toda la estancia, que se mezclaban con la luz anaranjada del Vaticano.
No estaba allí por propia elección y cuando recordaba la forma de invitarme que había tenido, me crispaba. Valentino logró que mi padre me abofeteara delante de todo el mundo debido a mi negativa inicial. Enrico intentó protegerme, pero no sirvió de nada. Y allí estaba, sentada contemplando el metro de mesa (demasiado decorada) que nos separaba.
Valentino sonreía mientras comentaba cómo le había ido la jornada. Al parecer, había aprobado un examen sorpresa de matemáticas —estudiaba la carrera de economía—. Pero yo no le escuchaba. Solo podía pensar en… él.
No había ido a clase, y tampoco lo haría el resto de la semana. Era lo único que había podido sacarle a Mauro cuando, antes de entrar en la clase de química, le cogí del brazo y lo aparté del grupo.
Mauro sabía lo que había ocurrido y me observaba de una forma respetuosa, como si estuviera pidiendo perdón en favor de Cristianno. Él no tenía la culpa y se lo hice saber.
Llegado el momento de preguntarle dónde estaba, se negó a contestar. Según él, no sabía nada, a excepción de los días que estaría fuera. Es lo único que pude lograr y la peor noticia que podía recibir. No estaba segura de poder soportar una semana alejada de Cristianno.
—¿No comes? —preguntó Valentino tocando mi mano.
—No tengo hambre. —Me levanté de la silla y caminé hacia los ventanales.
Dios, me sentía tan culpable por haber provocado aquella situación con Cristianno… Tal vez, si no le hubiese hablado de aquella forma, no habría actuado así. Tal vez entonces no estaría sintiendo aquella congoja que me oprimía el pecho.
Nunca antes había sentido nada parecido. Odiaba del mismo modo que deseaba, y eso me estaba matando. Me volvía loca porque siempre había sido dueña de mis sentimientos. Nunca me había arrepentido de nada de lo que hubiera hecho. Me daba igual si hacía daño o no, lo hecho hecho estaba, pero con Cristianno era diferente. Toda mi vida cambió desde el momento en el que le vi por primera vez. Yo cambié.
No estaba cómoda, no era yo la que habitaba en mi cuerpo. Una bomba de emociones estallaba continuamente en mi pecho y me hacía vibrar, pero también descontrolarme. No sabía qué estaba sintiendo, pero estaba segura de que me marcaría para siempre.
Valentino me rodeó por la cintura y me obligó a mirarle. Le obedecí sin saber que me besaría de nuevo. Pero esta vez se retiró antes de que pudiera partirle la cara. Me observó tranquilo, con deseo, y retomó el beso con más intensidad.
No era fácil escapar. Valentino no comprendía que mi cuerpo lo rechazaba; toda yo lo rechazaba. No lo quería cerca, pero gracias a sus detestables caricias, pude descubrir algo. Deseaba que Cristianno me acariciara.
Forcejeé antes de darle una patada. Se retiró y le señalé con el dedo antes de hablar.
—Te dije que no volvieras a tocarme —dije remarcando las palabras. Cogí mi chaqueta.
—No… —Torció la boca intentando una sonrisa mientras caminaba lentamente hacia mí—. Eres tú la que parece no comprender que puedo disponer de ti cuando me plazca.
Caminé hacia la puerta. Sabía que me dejaría ir.
—Tarde o temprano serás mía, Kathia.
—Eso ya lo veremos.
Cerré de un portazo.
No quería preocupar a Enrico, así que decidí caminar hasta la casa de Daniela. Era la única que en aquel momento podía comprender cómo me sentía. Quizá lo más lógico habría sido ir en busca de Erika, pero ella había cambiado. Ya no era la misma chica dulce, alegre y simpática que conocía, ya no era la mejor amiga que tenía en el internado. No había encajado bien mi vuelta y habíamos discutido dos veces. En una de ellas me soltó que yo no era más que una niñata engreída que necesitaba llamar la atención con aspavientos si no era el centro de las miradas. Incluso insinuó que yo quería robarle a Mauro. En lo de engreída podría haberle dado la razón, pero jamás le haría daño. Nunca le había dado motivos para pensar así.
Llamé al timbre de Daniela y, segundos después, abrió la puerta. Tenía el pijama puesto y el cabello despeinado. Al parecer, la había despertado, pero no pareció molestarse. Me sonrió, aunque con el ceño fruncido.
—Siento venir a estas horas —dije antes de que me arrastrara dentro.
—No te preocupes, ¿qué ocurre?, ¿te ha pasado algo? —me preguntó algo asustada y contemplándome titubeante.
—No, no… Es solo que no sabía adónde ir.
—¡Oh, pequeña, ven aquí! —exclamó antes de abrazarme.
Daniela era tan cariñosa que con solo un abrazo reponía tus fuerzas para una semana.
—Dani, ¿quién es, cariño? —preguntó la voz de un hombre que me recordó a…
Alex apareció en el vestíbulo con un bol de palomitas en la mano. Al parecer, la relación entre ambos iba viento en popa. Se quedó paralizado al verme, pero enseguida se abalanzó hacia mí y comenzó a interrogarme.
—¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado? —Le entregó el bol a Dani y me zarandeó.
—Nada, estoy bien. —Decidí contárselo—. Es solo que… estaba cenando con Valentino y… se propasó, nada más.
—¡¿Qué?! —exclamaron los dos a la vez.
—Dios, como se entere… —murmuró Alex tan bajo que casi no se le escuchó.
—¿Cómo se entere quién?
Daniela y yo le miramos esperando su respuesta.
—Chicas, ¿por qué no pasamos al salón e iniciamos nuestra sesión de cine? —sugirió colocándose detrás de nosotras y empujándonos suavemente por la espalda.
—No quisiera molestar, en serio. Puedo llamar a…
—¿A quién? ¿A Erika? —se burló Daniela cruzándose de brazos antes de tomar asiento—. Anda, no digas tonterías. Aún no comprendo cómo la has soportado todos estos años. Te quedarás aquí. Además, no puedes perderte cómo torturo a Alex con la saga de
Harry Potter
. —Comenzó a comer palomitas—. Vamos, pon
La Orden del Fénix
y después
El misterio del Príncipe
.
Alex y yo nos miramos con el ceño fruncido. Él resopló y yo solté una carcajada mientras comenzaban los créditos de
La Orden del Fénix
. Daniela me explicó que llevaba toda la tarde viendo las películas de la saga, una después de otra, y que el pobre Alex estaba aguantando el tipo excelentemente.
—Espero que eso me haga ganar puntos —sonrió Alex antes de acariciarle el mentón a Dani.
—Conque Harry Potter, ¿eh? Te hacía más de… no sé… ¿
Crepúsculo
? —dije.
—Es la saga de la semana que viene. —Me tocó el brazo—. Tranquila, tengo para todos los gustos.
—Sí, claro —intervino Alex irónico.
—Oye, lo echamos a suertes, ¿no? Perdió
El señor de los anillos
, se siente.
—Sí, pero no sabía que eso también incluyera la ñoñería de los vampiritos enamorados de humanas obsesionadas.
El señor de los anillos
, eso sí es una obra maestra —se defendió Alex.
—Igual que Cristianno —murmuró Daniela.
Su nombre se hincó en mi pecho en forma de mil cristales. Intenté disimular, pero Alex se dio cuenta. Me tomó de la mano y me guiñó un ojo antes de volver la atención a Daniela, que ya estaba absorta con la película.
Me acuclillé en el sofá y respiré hondo deseando saber dónde estaba él.
Cristianno
El sol empezaba a asomar. Fabio miraba el puerto a través de la ventanilla del coche. Miré el reloj; la aguja rozaba las doce de la noche. Era la hora de Roma. En Hong Kong eran casi las siete.
Sarah ya estaba de camino a Atenas. Antes de que embarcara en el avión le había dado dinero en efectivo y mi número de teléfono por si alguna vez necesitaba algo. Ella se marchó sin comprender por qué la ayudaba, pero yo tampoco podía explicárselo porque no sabía realmente cuál era la razón.
Al salir del aeropuerto, me había encontrado a Fabio apoyado en el Ferrari. Sonrió al verme.
—Natalie cogió su avión con destino a Marsella a las cuatro —me dijo.
Solté una carcajada silenciosa. Habíamos reaccionado de la misma manera.
—Sarah ha salido a las cinco con destino a Atenas.
Habíamos regresado juntos al hotel y enseguida nos habíamos reunido con los hombres de Wang.
Fabio resopló al ver el estado de aquella parte del puerto. Las naves se alzaban mugrientas y grisáceas. Por todos lados había trozos de cristales rotos, y restos de pescado y fruta podridos. No quise imaginar el olor. Algunos vagabundos cubiertos con unas mantas sucias vagaban o dormían por allí. Pude ver jeringuillas cerca de varios de ellos.
La limusina se detuvo al lado de una nave que presentaba el mismo aspecto que las anteriores. El lugar perfecto para hacer una operación de aquel tipo sin que nadie te descubriese.
Abrí la puerta y mis zapatos Prada de piel negra pisaron un pequeño surco de agua mugrienta y con un ligero tono amarillento. Tragué saliva y deseé terminar con aquello de una vez. Necesitaba volver. Quería volver. Me acercaría a ella y le diría lo mucho que lamentaba haberla conocido. Lo mucho que lamentaba que ella fuera la reina de mis sueños.
Me coloqué bien la gabardina y estiré el cuello hacia arriba para cubrirme. Fabio hizo lo mismo solo que mostrando una sonrisa. Wang ya nos esperaba y, para nuestra sorpresa, Rusia continuaba con él; llevaba el mismo vestido.
—¿Qué tal ha ido la noche, mis queridos Gabbana? —preguntó Wang con aquel asqueroso tono de voz. Mi mirada le descuartizó, aunque nadie pareció percibirlo.
—Bueno, no me puedo quejar. La chica sabe hacer muy bien su trabajo —terminó mascullando mi tío.
Mintió. No es que le fuera fiel a Virginia, su mujer —de vez en cuando algunas caían en sus redes de magnífico conquistador—, pero no le gustaban aquel tipo de situaciones.
—¿Y tú, Cristianno? Dime que Grecia no te ha decepcionado. De lo contrario tendré que castigarla.
«Maldito cabrón. Grecia está sobrevolando nuestras cabezas», me hubiera gustado decirle.
Cerré los puños, ocultos en mis bolsillos, y apreté la mandíbula.
—He estado con ella hasta hace unos minutos. —dije regodeándome. Fabio me miró de soslayo—. Créame, sabe hacer su trabajo muy bien.
Al parecer, Wang no supo apreciar la sorna de mi voz.
—Bien, después del placer vienen los negocios. Entremos, caballeros. Tenemos un trato que cerrar.
—Claro, debemos coger el avión antes de las nueve —me apresuré a decir.
Nadie se dio cuenta de lo ansiosas que sonaron esas palabras. Tenía unas ganas locas de volver y sabía que Fabio también.
Entramos en aquella nave. Estaba más desangelada de lo que imaginaba; solo había una mesa en el centro, alumbrada por un foco de luz potente. Yo sabía que aquella luz la utilizaban para examinar la droga. Sobre la mesa había una caja bastante delgada, oculta con una sábana verdosa. Al lado, un portátil plateado conectado a un pequeño aparato que impedía el rastreo. Pude ver a nuestra izquierda unos paneles con bolsas de cocaína bien ordenadas. Listas para la entrega.