Cumplida la fuerza, Marsa quedó tendida, sudada de pasiones nuevas, vencida de piernas y de pudores.
—Otra vez, Jerónimo, por favor.
—La palabra es la palabra, señora. Mi casa me espera.
—Sólo una vez más, Jerónimo, mi amor.
—Vístase, señora, que así como está me da usted lástima de puta usada. Esto no ha ocurrido. Mañana me acordaré de su cuerpo, de mi fuego y de sus chillidos. Pero hoy me sobra su carne. Ya la he tenido. Vístase, señora, y vaya donde el señor marqués, que la espera. Yo tengo el remordimiento, y mi querencia es mi casa.
—Jerónimo, lo que usted me pida…
—Yo no le pido nada. Sencillamente me la he tirado, señora. Y me temo que volveré a repetir. Pero no me emputezca. Vuelva a casa como lo que es. Una mujer de bandera. Bastante tengo con saber que ha sido mía. Váyase. Se la presto a su marido.
El viernes, al mediodía, aquí mismito. Y me espera usted. Y cuando llegue, la quiero desnuda. Vuelva a casa, señora, que ya es mía.
En un minuto, Jerónimo había desaparecido, trote al levante, hacia El Acebuchal.
Marsa no se vistió. Sentía en su cuerpo todas las caricias acumuladas, los besos fugitivos, los líquidos extraños. Pensando en Jerónimo, volvió a enloquecer. Y notó que su cuerpo volvía a hembrarse de placer venido. Aire de tarde rara. Montó desnuda sobre
Ceniciento
y paseó su libre desnudez por la dehesa atardecida. Volvió al lugar del placer infinito. Y ya vestida, malamente vestida, vestida sin vocación de vestirse, cubierta por obligación, trotó lentamente hacia la casa, pidiendo a quien fuera que pasaran pronto los días hasta el viernes, que la luna no se escondiera tanto, que los movimientos del sol se aceleraran, que llegara el mediodía del viernes para volver a sentirse maravillosamente regalada.
—Jerónimo, Jerónimo…
Y Jerónimo, al paso, hacia su casa.
—Ya me la he tirado, señora marquesa. Y las veces que yo quiera…
Un tercio de noche se adueñó de la lomilla de las adelfas.
* * *
Me lo había anunciado. Marsa ha vuelto de la lomilla de las adelfas. Allí ha cumplido con su fogarada de hembra. Se ha zumbado a Jerónimo, el mayoral de El Acebuchal, como ya me había advertido. El dolor de mi frente y de mi alma no han roto mi empaque. Tengo decidido aparentar que no le he dado importancia a su intolerable sentido de la libertad. Me mira con lejanía, que no interpreto como arrepentimiento. Al entrar en el salón, se ha mantenido a prudente distancia de mi sillón. «Voy a bañarme. No creo que baje a cenar.»
Tomás sospecha su vuelo libre, pero nada me comenta. Otra copa tensará mejor mis músculos y mi desánimo. Mamá sigue empeñada en lo de su monumento, y don Crispín ya se ha reconciliado con el chófer yugoslavo, Miroslav. Acostumbro a ser resistente con el alcohol, pero esta noche me he agarrado una media cogorza de cierta importancia. A Mamá no se le ha pasado inadvertida mi rendición ante el whisky.
«Susú, aquí pasa algo raro. Tu mujer no quiere cenar y el whisky te ha desencuadernado. Ya me dirás.» Pero no pienso decirle nada. Sería el colmo.
La cena, casi un funeral. Las frases me salen a su aire, sin obediencia: «Tomás, por favor, relléname la copa de vino.» Mi madre, seca e imperante: «Tomás, no haga caso al señor marqués. Está ebrio.» Y Tomás, siempre amigo, de mi lado: «Señora, si el señor marqués quiere más vino, será por algo.» Y toda la copita llena. Postre frugal, renuncia al café, beso de refilón a Mamá, y a la cama. «No te rompas la crisma al subir la escalera, Susú. Estás más borracho que Clemente el del Palmar de Troya.»
Una madre amable y complaciente.
Marsa está en la cama. Hace que duerme. Ni una palabra de intercambio. Estoy loco por ella y más loco por lo que ha sucedido esta tarde en la lomilla de las adelfas.
Estos cuernos sí han sido de verdad, con capricho y alevosía. Está desnuda. Huele a jabón y lavanda. Se ha quitado del cuerpo todas las adherencias y los recuerdos machos del mayoral fornicador. Le delata la hinchazón de los labios, que parece que le han metido Bótox con una espumadera. Me da la espalda. Leo y la miro. Su cuerpo desnudo me llama, pero la dignidad me lo impide. Me llama y me produce un rechazo de ocho generaciones. Le doy vueltas a la cabeza. ¿Cómo es posible que haya ocurrido? ¿Qué le falta en mí para que busque tan agresivamente el placer entre el menestralío? ¿Me estoy haciendo viejo?
Inesperadamente, Marsa se ha vuelto hacia mí, y me ha abrazado. No es mujer de mentiras ni ocultamientos. Su cuerpo, entregado a otro, me anima con el roce, pero ni ella quiere ni yo me sometería. Me besa con un amor infinito, que me conmueve la ira. Y no me miente. «Te quiero más que a mi vida, Cristian. Perdóname. Pero ha sido único, salvaje, diferente. Me he sentido reputa enchulada. Lo siento. Intentaré dormir. Perdona, amor. Te quiero.»
Y la sombra nos ha invadido.
No terminan los líos. Mal ha venido la primavera. Demasiadas lluvias y vientos locos. El colmo ha sido la galopada de Marsa con Jerónimo el mayoral. ¿Qué hacer en situaciones como ésta? La sangre me pide que mande a Jerónimo a su pueblo, con una indemnización y adiós muy buenas. Pero ella ha sido la culpable. No hay menestral que se atreva a cumplir fornicio con su marquesa si ésta no ha dado el primer paso. Además, que la familia de Jerónimo no tiene por qué pagar sus impulsos y fogaradas. Tampoco quiero que la sombra se interponga entre Marsa y yo. Bien pensado, en febrero cumplí los 69 años, y a esa edad y con mujer joven, hay que vendarse los ojos de cuando en cuando. No concibo mi vida sin Marsa, aunque rompa en zorra cuando se presenta cada primavera. El pasado año me la pegó con Farolitos, el torero frustrado que ella creía que iba a superar a Antonio Ordóñez.
Claro, que en justa recompensa, yo anduve de golfería cara con unas rusas monísimas por Sevilla. Algo tengo que hacer para demostrar a mi mujer que un marqués de Sotoancho, por consentido que sea, reacciona por el mandato de los siglos.
Y cuando todo parecía arreglado con don Crispín, que ya se viste con limpieza, se afeita todos los días y ha vuelto a usar su colonia Ánfora de Oro, nos hace huelga de misa sin aviso ni reivindicaciones. Un desastre de clérigo. Y el motivo no es otro que una abubilla.
Doy por hecho que no es necesario explicar lo que es una abubilla. Por si acaso, me dispongo a hacerlo. La abubilla,
Upupa Epops
, conocida por los ornitólogos y científicos de la sabia Roma como
upupella,
es un ave insectívora de largo y afilado pico, y cubierta por un chocante plumaje. No constan en los anales de la historia ni del crimen organizado casos de fallecimientos de seres humanos provocados por abubillas, si bien el primero de ellos ha estado a punto de producirse en La Jaralera.
Porque una hermosa y afilada abubilla —creo haber dicho que los científicos de la culta Roma la denominaban
upupella
— le ha tomado manía a don Crispín, el cual nos asegura que ha sido atacado en dos ocasiones por el ave en la mañana de hoy y en las cercanías de la capilla. No me he creído el cuento, pero debo ser respetuoso con quienes imponen duras penitencias a los fieles que reconocen haber caído en la mentira.
De ahí, la muy desagradable situación que se ha creado cuando Mamá le ha recordado que eran las 12 del mediodía y todavía la Santa Misa no había tenido lugar.
—Hoy no digo misa, señora —ha replicado don Crispín con irritación aguda.
—Pues es su principal obligación —ha insistido mi madre, que en este caso, anda sobrada de razón—. Ya me dirá la causa.
—La causa no es otra que el pánico, señora. Un pajarraco me quiere atravesar con su pico, y a punto ha estado de conseguirlo esta mañana.
—Está usted mal de la cabeza, don Crispín. Déjese de pájaros, vaya a la capilla y cumpla con sus deberes sacerdotales. Hoy quiero que la misa se ofrezca por las misiones en Somalia.
—Pues lo siento. No pienso rezar por los misioneros en Somalia, ni por los somalíes, ni por nadie que tenga que ver con aquel desgraciado país hasta que no sea abatida la abubilla asesina. Así que ya lo sabe, señora.
Ni encañonado por De Juana Chaos voy a la capilla.
Espeluznante problema. ¿Será falso? ¿Estará mochales? De cualquier forma, mi madre no tiene tacto para arreglar las situaciones difíciles.
—Usted es un cobarde y lo de la abubilla no me lo creo.
Hemos hecho la prueba. Don Crispín, con un casco de motero en la cabeza, ha intentado cubrir el tramo que separa la puerta principal de casa de la capilla. Para que no se sintiera desamparado le hemos acompañado en el trayecto Tomás y yo.
Todo ha ido bien hasta que hemos alcanzado el seto de boj. En ese preciso instante, un avión supersónico, un Stuka, un agudo artefacto dotado de un pico interminable ha atacado en caída libre al capellán. Se ha dado un buen golpe contra el casco que protegía a don Crispín, pero se ha recuperado y ascendido de nuevo a las alturas para tomar
«…pero se ha recuperado y ascendido de nuevo…»
posición con el fin de no errar en el siguiente ataque. Y en efecto, tal y como nos temíamos, ha vuelto a la carga, pero en esta ocasión con mi persona por objetivo, que ni llevaba casco ni protección alguna, y puedo asegurar que sólo la agilidad muelle que proporciona el terror me ha salvado de morir atravesado por el volátil sable. Dos zancadas, y al resguardo del portalón de la capilla. En vista del cariz que tomaban los acontecimientos, he procedido a planear la estrategia de salvamento.
—Tomás, ajústate el casco de don Crispín, entra en casa y vuelve con una de mis escopetas. Este ataque merece una respuesta contundente.
—Estoy de acuerdo, señor marqués. Pero no voy. No me atrevo. Esa abubilla está endemoniada, o deprimida por algún motivo que sólo ella puede comprender. De aquí no me muevo.
—Tomás, haz el favor, hombre, que se acerca la hora del aperitivo.
—Hoy se queda sin ginebrita, señor. Lo siento.
Más de dos horas hemos permanecido en la capilla a la espera de ser rescatados.
Mamá, Marsa y el servicio observan tras las ventanas. Al fin Miroslav, el bravo soldado serbocroata, ha aparecido en la puerta con una escopeta. La abubilla, que hacía que comía gusanos en una esquina del césped, ha levantado el vuelo lanzándose en ataque paralelo hacia el chófer. Éste, nervioso, ha intentado disparar, pero se le ha olvidado quitar el seguro. Su entrenamiento le ha permitido efectuar un asombroso «cuerpo a tierra», y la abubilla ha pasado rozando su cabeza. Miroslav, en lugar de recuperar el arma, se ha metido en casa a gatas y soltando venablos en yugoslavo. La abubilla, de nuevo, se posa y nos contempla.
Y ahí ha surgido Mamá. De repente le salen los detalles y gestos que su sangre demandan. Sonriente, ha abierto una ventana y se ha asomado con una de mis escopetas. La abubilla, tarda en reaccionar, no contaba con ella y Mamá ha disparado con gran pericia, acertando plenamente en el cuerpo del ave terrorista. Lo que ha quedado de la abubilla, permítanme decirlo, es muy desagradable describirlo.
Pasan de las tres de la tarde. Mi madre nos mira como si fuéramos unos inútiles.
Miroslav se siente humillado. Don Crispín, agradecido.
—Señora, se ha portado usted como una jabata. Pero me reconocerá que lo de la abubilla asesina no era ningún invento por mi parte.
—Se lo reconozco, don Crispín. La misa a las siete de la tarde y por las misiones de Somalia.