—Me gustaría que me hablara de su trabajo en la residencia.
Cavaletti rió brevemente entre dientes y dijo:
—Yo no lo llamaría así,
dottore.
Yo actúo como capellán de los pacientes y de parte del personal. Acercar a la gente a su Creador es un gozo, no es trabajo. —Desvió la mirada hacia el otro lado de la habitación, pero no sin antes notar la falta de reacción de Brunetti a esta manifestación.
—¿Usted los confiesa?
—No estoy seguro de si eso es una pregunta o una afirmación, comisario —dijo Cavaletti con una sonrisa, como si tratara de quitar de sus palabras todo asomo de sarcasmo.
—Es una pregunta.
—Entonces se la contestaré. —Su sonrisa era indulgente—. Sí; oigo las confesiones de los pacientes y también las de una parte del personal. Es una gran responsabilidad. Especialmente, por lo que a las confesiones de los ancianos se refiere.
—¿Y eso, padre?
—Porque ellos están más próximos a su hora, al final de sus días en este mundo.
—Comprendo —dijo Brunetti y, sin solución de continuidad, como si la pregunta fuera consecuencia lógica de la anterior respuesta, dijo—: ¿Tiene usted una cuenta en la sucursal de Lugano de la Union de Banque Suisse?
Los labios seguían curvados en plácida sonrisa, pero Brunetti observaba los ojos, que se entornaron imperceptiblemente, sólo un instante.
—Qué extraña pregunta —dijo Cavaletti juntando las cejas con evidente confusión—. ¿Qué tiene eso que ver con las confesiones de los ancianos?
—Eso precisamente es lo que trato de descubrir, padre.
—Sigue siendo una pregunta extraña.
—¿Tiene usted una cuenta en la sucursal en Lugano de la Union de Banque Suisse?
El padre pasó una cuenta del rosario y dijo:
—Sí, la tengo. Parte de mi familia vive en el Ticino, y yo los visito dos o tres veces al año. Me parece más práctico tener dinero allí que llevarlo encima en mis viajes.
—¿Cuánto dinero tiene en esa cuenta, padre?
Cavaletti miró a lo lejos, sumando, y finalmente contestó:
—Aproximadamente, mil francos. —Y agregó, servicial—: Viene a ser un millón de liras.
—Ya sé convertir francos suizos en liras, padre. Es una de las primeras cosas que un policía tiene que aprender en este país. —Brunetti sonreía para indicar al sacerdote que era broma, pero Cavaletti no le devolvió la sonrisa.
El comisario hizo su siguiente pregunta:
—¿Por qué lo expulsaron del Opus Dei?
Cavaletti soltó el rosario y extendió las manos ante sí con las palmas hacia arriba en un ademán suplicante.
—Oh, comisario, qué preguntas tan extrañas. Me gustaría saber cuál es el nexo que las relaciona en su mente.
—Eso no es una respuesta, padre.
Después de un largo silencio, Cavaletti dijo:
—Me consideraron incapaz de satisfacer sus altas expectativas. —Lo dijo sin ironía y con lo que a Brunetti le pareció sincero pesar.
Brunetti se levantó.
—Eso es todo, padre. Gracias por su tiempo.
Por primera vez, el sacerdote no pudo disimular la sorpresa y perdió unos segundos, mirando fijamente a Brunetti. Luego se puso en pie rápidamente, fue con él hasta la puerta y la abrió. Mientras avanzaba por el pasillo, Brunetti percibía dos cosas: la mirada del sacerdote en la espalda y, a medida que se acercaba a la salida, los efluvios del penetrante aroma de las lilas que llegaban del patio. Ninguna de estas sensaciones le resultaba agradable.
Eran poco más de las tres cuando Brunetti se apartó de Paola, se levantó de la cama y se vistió. Estaba ya abrochándose la camisa cuando se le despejó la cabeza lo suficiente como para oír cómo la lluvia golpeaba las ventanas de la habitación. Juró entre dientes y se acercó a la ventana, abrió el batiente pero al instante volvió a cerrarlo al viento y el agua que se colaban en la habitación. En el recibidor, se puso el impermeable y tomó un paraguas. Entonces, acordándose de Vianello, se llevó otro.
En la habitación de Maria Testa encontró al sargento, con ojos de sueño y muy mal humor, a pesar de que Brunetti llegaba con casi media hora de adelanto. Por acuerdo tácito, ninguno de los dos se acercó a la mujer dormida, como si su completa indefensión fuera una barrera que los mantenía a distancia. Se saludaron en un susurro y salieron al pasillo a hablar.
—¿Ha ocurrido algo? —preguntó Brunetti quitándose el impermeable y apoyando el paraguas en la pared.
—Cada dos horas entra una enfermera —respondió Vianello—. Que yo sepa, no le hace nada, sólo la mira, le toma el pulso y escribe en el gráfico.
—¿Y dice algo?
—¿Quién? ¿La enfermera?
—Sí.
—Ni palabra. Es como si yo fuera el hombre invisible —bostezó Vianello—. Es duro permanecer despierto.
—¿Por qué no hace unas flexiones?
Vianello miró fijamente a Brunetti pero no dijo nada.
—Gracias por venir, Vianello —ofreció Brunetti a modo de desagravio—. Le traigo un paraguas. Está diluviando. —Vianello agradeció el detalle moviendo la cabeza y Brunetti preguntó—: ¿Quién viene por la mañana?
—Gravini. Y, después, Pucetti. Yo relevaré a Pucetti. —Brunetti observó la delicadeza con que Vianello se abstenía de mencionar la hora, las doce de la noche, en que empezaría su turno.
—Gracias, Vianello. Procure dormir.
Vianello asintió y ahogó un largo bostezo. Tomó el paraguas enrollado. Cuando Brunetti abría la puerta para entrar en la habitación, volvió la cabeza para preguntar a Vianello:
—¿Alguna dificultad con el horario de servicios?
—Ninguna todavía —respondió Vianello parándose en medio del pasillo y volviendo la cabeza.
—¿Cuándo calcula que las haya? —preguntó Brunetti, sin saber cómo referirse al falseamiento del horario de servicios.
—Eso nunca se sabe, pero yo diría que tenemos tres o cuatro días antes de que el teniente Scarpa note algo. Una semana como mucho.
—Esperemos que piquen antes.
—Si alguien ha de picar —dijo Vianello, dando voz al fin a su escepticismo, y siguió andando. Brunetti contempló la ancha espalda que se alejaba y desaparecía por la primera escalera de la derecha. Entró en la habitación, colgó el impermeable del respaldo de la silla que había ocupado Vianello y dejó el paraguas en un rincón.
Al lado de la cama había una lamparita que apenas iluminaba el espacio que rodeaba la cabeza de la paciente, dejando en la oscuridad el resto de la habitación. Brunetti no creía que la luz del techo molestara a la mujer —en realidad, ésta hubiera sido buena señal— pero aun así prefirió no encenderla y permaneció a oscuras, sin leer, a pesar de que había traído a su Marco Aurelio, autor que le había reconfortado en momentos difíciles.
Mientras avanzaba la noche» Brunetti pensaba en los hechos acaecidos desde el día en que Maria Testa entró en su despacho. Aisladamente, podían considerarse fortuitos: la muerte de los ancianos, el coche que había derribado a Maria de la bicicleta, la muerte de Da Prè; pero, vistos en conjunto, no podían atribuirse a la casualidad. Y, eliminado este factor, tenía que haber entre ellos una relación, aunque no sabía cuál.
Messini disuadía a los pacientes de su intención de dejarle dinero a él personalmente o a alguna de sus residencias, el padre Pio no era nombrado en ninguno de los testamentos y las hermanas de la orden no podían poseer bienes. La
contessa
tenía fortuna propia y no necesitaba el patrimonio de su marido, Da Prè no deseaba en el mundo sino más cajitas que añadir a su colección y la
signorina
Lerini parecía haber renunciado a toda pompa mundana.
Cui bono? Cui bono?
No había más que descubrir a quién beneficiaban aquellas muertes para que ante él se abriera el camino que, iluminado por serafines portadores de antorchas, lo llevara hasta el asesino.
Brunetti conocía sus muchos defectos: el orgullo, la indolencia y la ira, para mencionar sólo los más evidentes, pero la codicia no era uno de ellos, por lo que, cuando tenía que enfrentarse a alguna de sus muchas manifestaciones, se sentía siempre en tierra extraña. Sabía que era un vicio muy común, quizá el más común de los vicios y, desde un ángulo puramente intelectual, podía concebirlo, pero nunca había afectado sus sentimientos ni sus inclinaciones.
El comisario miraba a la mujer que permanecía muda e inmóvil en la cama. Ninguno de los médicos sabía la gravedad del daño que había sufrido su cerebro. Uno decía que era poco probable que saliera del coma. Otro, que despertaría en cuestión de días. Quizá la que dio prueba de mayor sensatez fue una de las hermanas que trabajaban en el hospital cuando dijo:
—Mantener la esperanza, rezar y confiar en la misericordia divina.
Mientras él miraba a aquella mujer, recordando la profunda caridad cristiana que había en sus ojos cuando hablaba, entró una enfermera en la habitación. Traía en la mano una bandeja que puso en la mesita de noche, tomó la muñeca de la paciente y la sostuvo unos momentos mientras miraba el reloj, luego dejó la mano de Maria sobre las mantas e hizo una anotación en el gráfico colgado al pie de la cama.
La enfermera recogió la bandeja y fue hacia la puerta. Al ver a Brunetti hizo con la cabeza un signo afirmativo pero no sonrió.
No sucedió más durante el resto de la noche. A eso de las seis, volvió a entrar la enfermera, que entonces encontró a Brunetti de pie, apoyado en la pared, intentando permanecer despierto.
A las ocho menos veinte, llegó el agente Gravini, con botas de goma, impermeable y pantalón vaquero. Incluso antes de dar los buenos días, explicó a Brunetti:
—El sargento Vianello nos ha dicho que vengamos de paisano, comisario.
—Sí, Gravini, ya lo sé. Está bien. Está bien. —La única ventana de la habitación daba a un pasaje cubierto, y Brunetti no sabía cómo estaba el tiempo—. ¿Llueve mucho?
—Diluvia, comisario. Y dicen que estará así hasta el viernes.
Brunetti se puso el impermeable. Ahora le pesaba no llevar las botas. En un principio, pensó pasar por su casa a darse una ducha antes de ir a la
questura,
pero, con este tiempo, sería un disparate atravesar toda la ciudad, estando tan cerca del despacho. Además, un par de cafés le harían el mismo efecto.
Pero ésta resultó una esperanza fallida, y Brunetti llegó a su despacho nervioso e irritable. Para colmo de males, al cabo de un par de horas, el
vicequestore
Patta lo llamó a su presencia.
La
signorina
Elettra no estaba en su sitio, de modo que Brunetti entró en el despacho de Patta sin la información preliminar que ella solía darle. Pero esta mañana, trasnochado, con los ojos irritados y demasiado café en el estómago, le tenía sin cuidado lo que fuera a decirle su superior.
—He mantenido una conversación muy alarmante con mi teniente —empezó Patta sin preámbulos. En cualquier otro momento, Brunetti hubiera advertido con íntima y sardónica satisfacción el accidental reconocimiento de Patta de algo que toda la
questura
sabía: el teniente Scarpa era el esbirro de Patta; pero esta mañana, atontado por la falta de sueño, apenas reparó en el pronombre posesivo.
—¿Ha oído, Brunetti? —preguntó Patta.
—Sí, señor. Pero no sé qué puede haber alarmado al teniente.
Patta echó el cuerpo hacia atrás.
—En primer lugar, la conducta de usted —espetó.
—¿Qué aspecto de mi conducta en concreto, señor?
Brunetti observó que Patta estaba perdiendo el bronceado. Y la paciencia.
—Esa cruzada que ha emprendido contra la Santa Madre Iglesia, por ejemplo —dijo Patta, y se interrumpió como si hubiera advertido lo exagerado de la acusación.
—¿Y, más concretamente, señor? —preguntó Brunetti frotándose la mandíbula con la palma de la mano y descubriendo una zona que había pasado por alto la afeitadora eléctrica que guardaba en su mesa.
—Su acoso de los hombres que visten hábitos. Su conducta violenta hacia la madre superiora de la orden de la Santa Cruz. —Patta se interrumpió, como para dejar que su subordinado asimilara la gravedad de las acusaciones.
—¿Y mis preguntas acerca del Opus Dei? ¿También esto está en la lista del teniente Scarpa?
—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó Patta.
—Supongo que, si el teniente ha hecho una lista de todos mis excesos, eso tiene que figurar en ella. Especialmente si, como imagino, él recibe órdenes del Opus Dei.
Patta dio una palmada en la mesa.
—El teniente Scarpa recibe órdenes de mí, comisario.
—¿Puedo suponer entonces que también usted es miembro de la Obra?
Patta acercó el sillón a la mesa y se inclinó sobre ésta, mirando a Brunetti.
—Comisario, me parece que aquí no es usted el que puede hacer preguntas.
Brunetti se encogió de hombros.
—¿Me presta atención, comisario Brunetti? —preguntó Patta.
—Sí, señor —dijo Brunetti con una voz que, según observó con sorpresa, le salió firme y serena sin esfuerzo alguno. Ya nada de aquello le importaba; de pronto, se sentía libre de Patta y de Scarpa.
—Se han recibido quejas de usted, quejas de diversa índole. Me ha llamado el prior de la orden de la Santa Cruz para deplorar su forma de tratar a miembros de la orden. También dice que da cobijo a una persona de la orden.
—¿Cobijo?
—Que la tiene en un hospital donde ya está consciente y, sin duda, propalando calumnias acerca de la orden. ¿Es cierto?
—Sí.
—¿Usted sabe dónde está?
—Acaba usted de decirlo, en el hospital.
—¿Donde usted la visita y no permite que otras personas la vean?
—Donde se encuentra bajo protección policial.
—¿Protección policial? —preguntó Patta con una voz que Brunetti temió que pudieran oír en las plantas inferiores—. ¿Y quién ha autorizado esta protección? ¿Por qué no se menciona en las listas de servicios?
—¿Usted ha visto las listas, señor?
—Si yo las he visto o no, no importa. Sólo dígame por qué no se menciona en ellas su nombre.
—El servicio se anota como «vigilancia».
—¿Unos agentes han estado varios días en el hospital sin hacer nada, y se atreve usted a calificar eso de «vigilancia»?
Brunetti renunció a preguntar a Patta si prefería que lo calificara de «custodia».
—¿Quién está ahora allí? —inquirió Patta.
—Gravini.
—Pues sáquelo. La policía de esta ciudad tiene cosas mejores que hacer que pasar las horas muertas en la puerta de la habitación de una monja fugitiva que ha ido a parar a un hospital.