—¿Pueden haberle golpeado o empujado?
—Es posible, Guido. Pero no conseguirá que diga eso, oficialmente por lo menos.
Brunetti sabía que sería inútil insistir, por lo que dio las gracias al médico y colgó.
Cuando llamó al fotógrafo, éste le pidió que fuera al laboratorio a echar un vistazo. Brunetti, al entrar, vio cuatro grandes ampliaciones, dos en color y dos en blanco y negro, clavadas en el tablero de corcho de la pared del fondo.
Cruzó la sala y se paró delante de las fotos. Las miraba acercando poco a poco la cabeza hasta casi rozarlas con la nariz. En el cuadrante inferior izquierdo de una de las fotos, se apreciaban dos tenues líneas paralelas. Poniendo el dedo sobre ellas, Brunetti se volvió a mirar a Pavese.
—¿Esto?
—Sí —dijo el fotógrafo, situándose a su lado. Suavemente, apartó el dedo de Brunetti con la goma del extremo del lápiz que tenía en la mano y resiguió las dos líneas.
—¿Rozaduras? —preguntó Brunetti.
—Podrían serlo. Pero también podrían ser otras muchas cosas.
—¿Han examinado los zapatos?
—Foscolo se ha encargado de eso. Los tacones están rozados, pero no sólo detrás sino también en otros sitios.
—¿Se podrá relacionar las marcas de los zapatos con las del suelo? —preguntó Brunetti.
Pavese movió la cabeza negativamente.
—No de forma convincente.
—¿Pueden haberlo arrastrado al cuarto de baño?
—Sí —dijo Pavese, pero se apresuró a añadir—: Aunque también pueden haber arrastrado otras cosas. Una maleta. Una silla. Un aspirador.
—¿Usted qué opina, Pavese?
Antes de contestar, Pavese golpeó la foto con el lápiz.
—Lo único que sé es lo que está en la foto, comisario. Dos marcas paralelas en el suelo. Podrían haber sido hechas con cualquier cosa.
Brunetti, al comprender que no iba a sacar nada más del fotógrafo, por lo que le dio las gracias y volvió a su despacho.
Encima de la mesa encontró dos notas de la
signorina
Elettra. La primera decía que una tal Stefania deseaba que la llamara. La segunda, que la
signorina
Elettra tenía información acerca del «asunto del cura». Nada más.
Brunetti marcó el número de Stefania y, una vez más, el tono de la respuesta le confirmó que el mercado inmobiliario estaba en crisis.
—Soy Guido. ¿Ya has vendido el apartamento de Canareggio?
La voz de Stefania se hizo más cordial.
—Mañana por la tarde firman los papeles.
—¿Has puesto algún cirio para que no haya
acqua alta
?
—Guido, iría a Lourdes de rodillas con tal de impedir que suban las aguas antes de que firmen.
—¿Tan mal está el negocio?
—Para qué te voy a contar.
—¿Lo vendes a los alemanes? —preguntó él.
—
Ja.
—
Sehr gut.
¿Has podido averiguar algo de esos apartamentos?
—Sí, pero nada muy interesante. Los tres están en el mercado desde hace meses, pero el hecho de que el dueño esté en Kenia complica cualquier operación.
—¿En Kenia? Creí que estaba en Turín. Es la dirección que figura en el testamento.
—Es posible, pero hace siete años que vive en Kenia, por lo que ya no tiene residencia en Venecia. Hay un montón de impuestos atrasados, nadie quiere encargarse de la venta de esos apartamentos, y menos, estando como está el mercado. No quieras saber.
No, pensó Brunetti, mejor no entrar en detalles; a él le bastaba saber que el heredero llevaba siete años en Kenia.
—Con esto tienes bastante para… —pero la interrumpió la señal de un teléfono que sonaba en el despacho—. Me llaman por la otra línea. Tengo que cortar, Guido. Reza para que sea un cliente.
—Rezaré. Y gracias, Steffi.
Auf Wiedersehen.
Ella se reía al cortar la comunicación.
Brunetti llamó a la policía del Lido, que seguía sin tener información del coche ni del conductor de lo que todavía se consideraba un accidente. Brunetti bajó al despacho de la
signorina
Elettra. Cuando él entró, la joven levantó la cara con una pequeña sonrisa. Brunetti vio que hoy llevaba un sobrio vestido negro de cuello cerrado por el que asomaba una estrecha franja de algodón de un blanco deslumbrante, que recordaba un alzacuello clerical.
—¿Es eso lo que usted entiende por simplicidad monacal? —preguntó Brunetti al observar que el vestido era de seda cruda.
—Bah, esto —dijo ella, como si sólo estuviera esperando la próxima campaña del ropero parroquial para deshacerse de la prenda—. Cualquier parecido con la clerecía es completamente accidental, se lo aseguro, comisario. —Tomó unos papeles de encima de la mesa y se los dio—. Estoy segura de que, cuando haya leído esto, comprenderá mi deseo de que el parecido sea accidental.
Él leyó las dos primeras líneas.
—¿El padre Luciano? —preguntó.
—El mismo. Un hombre muy viajado, como podrá comprobar. —Volvió a concentrarse en su ordenador, mientras Brunetti leía de pie.
La primera página contenía una breve biografía de Luciano Benevento, nacido en Pordenone hacía cuarenta y siete años. En ella se indicaban sus estudios y la circunstancia de que a los diecisiete años había entrado en el seminario. Entonces se abría el lapso de sus años de estudio para sacerdote, en el que por cierto, a juzgar por el informe académico que se incluía, no parecía haber destacado.
Siendo seminarista, Luciano Benevento había sido objeto de la atención de las autoridades por haber estado implicado en cierto incidente en un tren, relacionado con una niña cuya madre la había dejado en su compañía mientras iba a comprar unos bocadillos a otro coche. Lo ocurrido en ausencia de la madre no llegó a aclararse, y finalmente el incidente fue atribuido a la imaginación de la niña.
Después de su ordenación, veintitrés años atrás, el padre Luciano fue destinado a un pequeño pueblo del Tirol, donde estuvo cuatro años, hasta que fue trasladado, cuando el padre de una estudiante de catequesis, una niña de doce años, empezó a comentar con los vecinos del pueblo cosas extrañas acerca del padre Luciano y de las preguntas que hacía a su hija en el confesionario.
Su siguiente destino se hallaba en el Sur, y en él estuvo siete años, al cabo de los cuales fue enviado a un centro de la Iglesia para sacerdotes con problemas. La índole de los problemas del padre Luciano no se especificaba.
Allí estuvo un año y después fue destinado a una pequeña parroquia de los Dolomitas, donde permaneció cinco años sin destacarse en ningún sentido, a las órdenes de un rector cuya severidad no tenía igual en todo el norte de Italia. A la muerte del rector, el padre Luciano fue nombrado su sucesor en la parroquia, pero a los dos años era trasladado de nuevo, y aquí se aludía a «un alcalde comunista conflictivo».
De allí el padre Luciano fue destinado a una pequeña iglesia de las afueras de Treviso, donde estuvo un año y tres meses, hasta su traslado, hacía tres años, a San Polo, desde cuyo pulpito predicaba ahora y desde cuya iglesia era enviado a contribuir a la instrucción religiosa de los jóvenes de la ciudad.
—¿Cómo ha conseguido esto? —preguntó Brunetti cuando acabó la lectura.
—Los caminos del Señor son inescrutables, comisario —fue la plácida respuesta de la
signorina
Elettra.
—Esta vez se lo pregunto en serio,
signorina.
Me gustaría saber cómo ha conseguido esta información —dijo él sin responder a la sonrisa de ella.
La joven lo miró fijamente un momento.
—Tengo un amigo que trabaja en la oficina del Patriarca.
—¿Un amigo cura?
Ella asintió.
—¿Que no ha tenido inconveniente en facilitarle esta información?
Ella volvió a mover la cabeza afirmativamente.
—¿Cómo lo ha conseguido,
signorina
? Imagino que ellos querrán mantener esta información fuera del alcance del laicado.
—Eso diría yo también, comisario. —Sonó el teléfono, pero ella no hizo ademán de contestar. Después de siete señales, el aparato enmudeció—. Tiene relaciones con una amiga mía.
—Comprendo —dijo él. Y agregó, en voz neutra—: ¿Y usted se ha servido de eso para coaccionarlo?
—No, en absoluto. Hace meses que él quiere salirse. Colgar la sotana y empezar una vida decente. Pero mi amiga le ha convencido para que siga.
—¿En el despacho del Patriarca?
Ella asintió.
—¿Como sacerdote?
Ella volvió a asentir.
—¿Manejando informes y documentos tan delicados?
—Sí.
—¿Con qué objeto desea su amiga que él siga allí?
—Preferiría no decírselo, comisario.
Brunetti no repitió la pregunta, pero tampoco se apartó de la mesa.
—Lo que él hace no es en modo alguno delictivo. —Reflexionó sobre lo que acababa de decir y agregó—: Todo lo contrario.
—Creo que debo asegurarme de que eso es verdad,
signorina.
Por primera vez en los años que llevaban trabajando juntos, la
signorina
Elettra miró a Brunetti con franca reprobación.
—¿Bastaría que le diera mi palabra?
Antes de contestar, Brunetti miró los papeles que tenía en la mano, malas fotocopias de los documentos originales. Muy borroso pero visible todavía en la parte superior, estaba el sello del Patriarca de Venecia.
Brunetti levantó la mirada.
—No creo que sea necesario,
signorina.
Antes dudaría de mí mismo.
Ella no sonrió, pero de su actitud y de su voz desapareció la tensión.
—Gracias, comisario.
—¿Cree que su amigo podría conseguir información de un religioso que pertenece a una orden y no a una parroquia?
—Si me da el nombre, podría intentarlo.
—Pio Cavaletti, de la orden de la Santa Cruz.
Ella tomó nota y levantó la cabeza.
—¿Algo más, comisario?
—No, gracias.
—No se lo daré hasta esta noche —dijo la
signorina
Elettra—. Hoy ceno con ellos.
—¿En casa de su amiga? —preguntó Brunetti.
—Sí. Nunca hablamos de esto por teléfono.
—¿Por miedo a lo que pudiera ocurrirle? —preguntó Brunetti, sin saber si hablaba completamente en serio.
—En parte —dijo ella.
—¿Y también?
—Por lo que pudiera ocurrimos a nosotras.
La miró para ver si bromeaba, y la vio muy seria.
—¿Usted cree,
signorina
?
—Es una organización que nunca ha sido benévola con sus enemigos.
—¿Y usted es una enemiga?
—Acérrima.
Brunetti iba a preguntarle por qué, pero se contuvo. No era que no quisiera saberlo —al contrario—, pero no deseaba entrar en una discusión de este tópico ahora, en el despacho, junto a una puerta por la que en cualquier momento podía aparecer el
vicequestore
Patta. Sólo dijo:
—Estaré muy agradecido a su amigo por toda la información que pueda darme.
Volvió a sonar el teléfono y esta vez ella descolgó. Preguntó quién llamaba y luego pidió que aguardara un momento mientras ella abría carpetas en su ordenador.
Brunetti con una inclinación de cabeza, dio media vuelta y subió a su despacho con los papeles en la mano.
Y éste, pensaba Brunetti camino de su despacho, era el hombre al que, inconscientemente y hasta hacía sólo unos días, había confiado la educación religiosa de Chiara. No podía decir que hubiera sido una decisión tomada de común acuerdo con su mujer, porque Paola había dejado bien claro desde el principio que ella no quería intervenir en esta cuestión. Él sabía, desde que los niños habían empezado la escuela elemental, que su mujer se oponía a la idea, pero las consecuencias sociales de un franco rechazo de la educación religiosa recaerían en los niños y no en los padres que tomaban la decisión. ¿Qué podía hacer el niño mientras sus compañeros estudiaban el catecismo y las vidas de los santos? ¿Cómo se miraría al niño que no se sumara a los ritos de la primera comunión y la confirmación?
Brunetti recordaba un proceso judicial que el año anterior había generado titulares, sobre una pareja sin hijos, perfectamente respetable: él, médico; y ella, abogada. La Audiencia de Turín había denegado su solicitud de adopción de un niño porque los dos eran ateos y, por consiguiente, se dictaminaba que no podrían ser buenos padres.
Él se había reído con la noticia de los sacerdotes irlandeses de la sauna, como si Irlanda fuera un país tercer-mundista, oprimido por una religión primitiva, cuando en su propio país existían señales, por lo menos, para quien tuviera una mirada crítica, de una opresión similar.
No sabía qué hacer respecto a este cura; no tenía motivos para denunciarlo. Nunca había sido acusado de delito alguno, y Brunetti suponía que sería imposible encontrar, en sus antiguas parroquias, a alguien que estuviera dispuesto a testificar contra él. Se había pasado el problema a otras instancias, un recurso bastante natural, y los que se habían librado de él seguramente callarían para no promover un escándalo.
Brunetti sabía que su sociedad tenía del acoso sexual una visión un tanto frívola, considerándolo poco más que un exceso de ardor viril. Él no compartía esta opinión. ¿Qué clase de terapia —se preguntaba— se aplicaba a sacerdotes como el padre Luciano en aquel centro al que había sido enviado? A juzgar por la trayectoria que había seguido el problemático cura después de salir de allí, la eficacia del tratamiento dejaba mucho que desear.
De nuevo en su mesa, Brunetti dejó caer los papeles frente a sí. Se quedó un rato pensativo, se levantó y fue a mirar por la ventana. Al no ver allí nada que lo interesara, volvió a la mesa y reunió todos los informes y documentos que hacían referencia a Maria Testa y a cuantos hechos pudieran tener alguna relación con lo que ella le había contado aquel día de calma, hacía semanas. Los leyó todos, tomando notas de vez en cuando. Cuando terminó la lectura, se quedó mirando fijamente la pared unos minutos, luego descolgó el teléfono y pidió que le pusieran con el Ospedale Civile.
Para su sorpresa, Brunetti consiguió sin dificultad que lo pusieran con la enfermera encargada de Cuidados Intensivos, quien, cuando él se identificó, le informó de que «la paciente de la policía» había sido trasladada a una habitación particular. No; no se habían producido cambios en su estado, seguía inconsciente. Sí, si tenía la bondad de aguardar un momento, avisaría al agente que estaba en su puerta.