Calanda contaba menos de cinco mil habitantes. Este pueblo grande de la provincia de Teruel que no ofrece nada de particular a los turistas apresurados, está situado a dieciocho kilómetros de Alcañiz. En Alcañiz paraba el tren que nos traía de Zaragoza. En la estación nos esperaban tres coches de caballos. El más grande se llamaba «jardinera». Luego estaban la «galera», que era un coche cerrado y una carreta pequeña de dos ruedas. Como éramos familia numerosa y llegábamos cargados de maletas y acompañados por los criados, viajábamos amontonados en los tres coches. Tardábamos casi tres horas en recorrer los dieciocho kilómetros que había hasta Calanda, bajo un sol de justicia; pero no recuerdo haberme aburrido ni un minuto.
Salvo en las fiestas del Pilar y la feria de setiembre, en Calanda había pocos forasteros. Todos los días, a eso de las doce y media, seguida por un remolino de polvo, aparecía la diligencia de Macán, tirada por un tronco de mulas.
Traía el correo y, de vez en cuando, algún viajante de comercio errabundo. En el pueblo no se vio un automóvil hasta 1919.
Lo compró un tal don Luis González, hombre liberal, moderno e, incluso, anticlerical. Doña Trinidad, su madre, era viuda de un general y pertenecía a una aristocrática familia sevillana. Aquella distinguida dama fue víctima de las indiscreciones de sus criadas. Y es que, para sus abluciones íntimas, utilizaba un aparato escandaloso, cuya forma de guitarra esbozaban con amplio ademán las señoras de la buena sociedad de Calanda que, por culpa de aquel bidet, estuvieron mucho tiempo sin dirigir la palabra a doña Trinidad.
Aquel mismo don Luis tuvo una actuación decisiva cuando los viñedos de Calanda fueron atacados por la filoxera. Las viñas se morían sin remedio, pero los campesinos se negaban obstinadamente a arrancarlas y sustituirlas por cepas americanas, como se hacía en toda Europa. Un ingeniero agrónomo llegado especialmente de Teruel instaló en el salón del Ayuntamiento un microscopio que permitía examinar el parásito. Como si nada. Los campesinos seguían negándose a cambiar las cepas. Entonces don Luis, para dar ejemplo, mandó arrancar todas las suyas. Como había recibido amenazas de muerte, se paseaba por sus viñedos con una escopeta en la mano. Obstinación colectiva típicamente aragonesa y tardíamente vencida.
El Bajo Aragón produce el mejor aceite de oliva de España y quizá del mundo. La cosecha, espléndida algunos años, estaba siempre amenazada por la sequía que podía dejar los árboles sin hojas. Algunos campesinos de Calanda iban todos los años a Andalucía para la poda de los árboles en las provincias de Córdoba y Jaén, ya que eran tenidos por grandes especialistas. A principios de invierno empezaban a cosecharse las aceitunas. Durante el trabajo, los campesinos cantaban la
Jota Olivarera
. Los hombres, subidos a las escaleras, golpeaban las ramas con la vara y las mujeres recogían el fruto que caía al suelo. La
Jota Olivarera
es dulce, melodiosa y delicada. Por lo menos, en mi recuerdo. Contrasta fuertemente con las notas vibrantes y recias del canto regional aragonés.
Conservo en la memoria, a mitad del camino entre la vigilia y el sueño, otro canto de aquel tiempo, que tal vez se haya perdido ya, pues la melodía se transmitía de viva voz de generación en generación, sin que nadie la escribiera.
Era el
Canto de la Aurora
. Antes del amanecer, un grupo de muchachos recorría las calles para despertar a los vendimiadores que debían ir al trabajo a primera hora. Quizás algunos de aquellos «despertadores» vivan todavía y recuerden la letra y la música. Canto magnífico, mitad religioso y mitad profano, venido de una época ya lejana. Aquel canto me despertaba en plena noche en la época de la vendimia. Después, volvía a dormirme.
Una pareja de serenos, armados de chuzo y farol, nos arrullaban durante el resto del año: «Alabado sea Dios», gritaba uno: «Sea por siempre alabado», respondía el otro. Y el primero seguía: «Las once. Sereno.» O, de vez en cuando (¡qué alegría!): «Nublado.» Y, a veces (¡milagro!): «¡Lloviendo!» Calanda poseía ocho almazaras. Uno de aquellos molinos de aceite era ya hidráulico, pero los demás funcionaban como en tiempos de los romanos: una piedra cónica, arrastrada por caballos o muías, molía las aceitunas sobre otra piedra. Parecía que nada iba a cambiar. Los mismos gestos y los mismos deseos se transmitían de padre a hijo y de madre a hija. Apenas se oía hablar del progreso, que pasaba de largo, como las nubes.
Los viernes por la mañana, una docena de hombres y mujeres de edad se sentaban frente a nuestra casa, apoyados en la pared de la iglesia. Eran los pobres de solemnidad. Uno de los criados salía y daba a cada uno un pedazo de pan, que ellos besaban respetuosamente, y una moneda de diez céntimos, limosna generosa comparada con el «céntimo por barba» que solían dar los otros ricos del pueblo.
En Calanda tuve yo mi primer contacto con la muerte que, junto con una fe profunda y el despertar del instinto sexual, constituyen las fuerzas vivas de mi adolescencia. Un día, mientras paseaba con mi padre por un olivar, la brisa trajo hasta mí un olor dulzón y repugnante. A unos cien metros, un burro muerto, horriblemente hinchado y picoteado, servía de banquete a una docena de buitres y varios perros. El espectáculo me atraía y me repelía a la vez. Las aves, de tan ahítas, apenas podían levantar el vuelo. Los campesinos, convencidos de que la carroña enriquecía la tierra, no enterraban a los animales. Yo me quedé fascinado por el espectáculo, adivinando no sé qué significado metafísico más allá de la podredumbre. Mi padre me agarró del brazo y se me llevó de allí.
Otra vez, uno de los pastores de nuestro rebaño recibió una puñalada en la espalda durante una discusión estúpida, y murió. Todos los hombres llevaban una navaja metida en la faja.
Le hicieron la autopsia en la capilla del cementerio el médico del pueblo y su ayudante que ejercía, además, el oficio de barbero. Estaban presentes cuatro o cinco personas más, amigas del médico. Yo conseguí colarme.
La botella de aguardiente pasaba de mano en mano y yo bebía ávidamente, para darme valor, pues mi presencia de ánimo empezó a flaquear cuando oí el chirrido de la sierra que abría el cráneo del difunto y el chasquido de las costillas que le partían una a una. Tuvieron que llevarme a casa, completamente borracho. Mi padre me castigó severamente por embriaguez y «sadismo».
En los entierros de la gente del pueblo, el féretro se colocaba frente a la puerta de la iglesia, abierta de par en par. Los curas cantaban y un vicario daba la vuelta al escuálido catafalco rociándolo de agua bendita y echaba una pala de ceniza en el pecho del muerto, después de levantar un instante el velo que lo cubría (en la escena final de
Cumbres borrascosas
se advierte una reminiscencia de esta ceremonia). La campana grande tocaba a muerto. En cuanto los hombres cogían el féretro para llevarlo en andas al cementerio, situado a unos centenares de metros del pueblo, empezaban a oírse los gritos de la madre: «¡Ay, hijo mío! ¡Qué sola me dejas! ¡Ya no volveré a verte!» Las hermanas del difunto y demás mujeres de la familia, a veces incluso las vecinas o amigas, unían sus lamentos a los de la madre, formando un coro de plañideras.
La muerte hacía sentir constantemente su presencia y formaba parte de la vida, al igual que en la Edad Media, Lo mismo que la fe, Nosotros, profundamente anclados en el catolicismo romano, no podíamos poner en duda ni un instante ninguno de sus dogmas.
Yo tenía un tío sacerdote que era una bellísima persona. Lo llamábamos tío Santos. En verano, me enseñaba latín y francés, y yo le ayudaba a decir misa.
También formé parte del coro musical de la Virgen del Carmen. Éramos siete u ocho. Yo tocaba el violín, un amigo, el contrabajo y el rector de los escolapios de Alcañiz, el violoncelo. Todos juntos, con unos cantores de nuestra edad, actuamos una veintena de veces. Solían invitarnos al convento de las carmelitas —después, de los dominicos— que estaba a la salida del pueblo y había sido fundado a fines del siglo XIX por un tal Forton, vecino de Calanda, esposo de una aristocrática dama de la familia Cascajares. Era un matrimonio muy devoto que no faltaba a misa ni un solo día. Después, a principios de la Guerra Civil, todos los dominicos de aquel convento fueron fusilados.
Calanda tenía dos iglesias y siete curas, más el tío Santos que, después de un accidente —se cayó por un barranco yendo de cacería—, hizo que mi padre lo tomara de administrador.
La religión era omnipresente, se manifestaba en todos los detalles de la vida.
Por ejemplo, yo jugaba a decir misa en el granero, con mis hermanas de feligresas. Tenía varios ornamentos litúrgicos de plomo, un alba y una casulla…
Nuestra fe era realmente ciega —por lo menos, hasta los catorce años— y todos creíamos en la autenticidad del célebre milagro de Calanda, obrado en el año de gracia de 1640. El milagro se atribuye a la Virgen del Pilar, llamada así porque se apareció al apóstol Santiago en Zaragoza, encima de una columna, allá por los tiempos de la dominación romana. La Virgen del Pilar, patrona de España, es una de las dos grandes vírgenes españolas. La otra, por supuesto, es la de Guadalupe, que por cierto me parece de una categoría muy inferior (es la patrona de México).
Ocurrió que, en 1640, la rueda de una carreta le aplastó una pierna a un tal Miguel Juan Pellicer, vecino de Calanda, y hubo que amputársela. Ahora bien, era éste un hombre muy piadoso que todos los días iba a la iglesia, metía el dedo en el aceite de la lamparilla de la Virgen y se frotaba el muñón. Una noche, bajó del cielo la Virgen con sus ángeles y éstos le pusieron una pierna nueva.
Al igual que todos los milagros —que, de lo contrario, no serían milagros— éste fue certificado por numerosas autoridades eclesiásticas y médicas de la época y dio origen a una abundante iconografía y a numerosos libros. Es un milagro magnífico, al lado del cual los de la Virgen de Lourdes me parecen casi mediocres. ¡Un hombre, «con la pierna muerta y enterrada» que recupera la pierna intacta! Mi padre regaló a la parroquia de Calanda un soberbio paso, uno de esos grupos escultóricos que se sacan en procesión en Semana Santa, que los anarquistas quemaron durante la guerra civil.
En el pueblo —en el que nadie ponía en duda la historiase decía que el mismo Felipe IV había ido a besar la pierna restituida por los ángeles.
Que nadie crea que exagero al hablar de las rivalidades entre las distintas vírgenes. En la misma época, en Zaragoza, un sacerdote, durante el sermón, habló de la Virgen de Lourdes reconociendo sus méritos, pero señalando que eran inferiores a los de la Virgen del Pilar. Entre el auditorio había una docena de francesas que vivían en calidad de institutrices con varias familias distinguidas de Zaragoza. Indignadas por las palabras del sacerdote, fueron a quejarse al arzobispo, Soldevilla Romero (asesinado años después por los anarquistas).
No podían consentir que se menospreciara a la célebre Virgen francesa.
Hacia 1960, en México, referí el milagro de Calanda a un dominico francés.
Él sonrió y me dijo:
—Amigo mío, me parece que se extralimita usted un poco.
La muerte y la fe. Presencia y potencia.
En contraste, la alegría de vivir era por ello más intensa. Los placeres, siempre deseados, se saboreaban mejor cuando podía uno satisfacerlos. Los obstáculos aumentaban el gozo.
Pese a nuestra fe sincera, nada podía calmar una curiosidad sexual impaciente y un deseo permanente, obsesivo. A los doce años, yo aún creía que los niños venían de París (aunque sin la cigüeña; que llegaban, sencillamente, en tren o automóvil), hasta que un compañero que tenía dos años más que yo —y que sería fusilado por los republicanos— me inició en el gran misterio; Comenzaron entonces las discusiones, las suposiciones, las explicaciones vagas, el aprendizaje del onanismo, en otras palabras, la función tiránica del sexo, un proceso, en suma, que han conocido todos los chavales del mundo. La más excelsa virtud, nos decían, es la castidad. Ella es indispensable para una vida digna. Las durísimas batallas del instinto contra la castidad, aunque no pasaran de simples pensamientos, nos daban una abrumadora sensación de culpabilidad.
Los jesuitas nos decían, por ejemplo:
—¿Sabéis por qué Cristo no respondió a Herodes cuando éste le interrogó? Porque Herodes era un hombre lascivo, vicio por el que nuestro Salvador sentía una profunda aversión.
¿Por qué hay en la religión católica ese horror al sexo? A menudo me lo he preguntado. Sin duda, por razones de todo tipo, teológicas, históricas, morales y también sociales.
En una sociedad organizada y jerarquizada, el sexo, que no respeta barreras ni leyes, en cualquier momento puede convertirse en factor de desorden y en un verdadero peligro. Sin duda por este motivo, algunos padres de la Iglesia y santo Tomás de Aquino muestran una acusada severidad al tratar el vidrioso tema de la carne. Santo Tomás pensaba, incluso, que el acto del amor entre marido y mujer constituye casi siempre pecado venial, ya que es imposible ahogar toda concupiscencia. Y la concupiscencia es mala por naturaleza.
El deseo y el placer son necesarios, ya que así lo quiere Dios; pero habría que desterrar del acto carnal toda imagen de concupiscencia (que es el simple deseo de amor), todo pensamiento impuro, en favor de una sola idea: traer al mundo a un nuevo servidor de Dios.
Es claro, y así lo he dicho a menudo, que esta prohibición implacable crea un sentimiento de pecado que puede ser delicioso. Es lo que a mí me ocurrió durante años. Asimismo, y por razones que no se me alcanzan, he encontrado siempre en el acto sexual una cierta similitud con la muerte, una relación secreta pero constante. Incluso he intentado traducir este sentimiento inexplicable a imágenes, en
Un chien andalou,
cuando el hombre acaricia los senos desnudos de la mujer y, de pronto, se le pone cara de muerto. ¿Será porque durante mi infancia y mi juventud fui víctima de la opresión sexual más feroz que haya conocido la Historia? En Calanda, los jóvenes que podían permitírselo, iban dos veces al año al burdel de Zaragoza. Un año —era ya en 1917—, en las fiestas del Pilar, un café de Calanda contrató camareras. Durante dos días, aquellas muchachas, consideradas de costumbres ligeras, tuvieron que soportar los rudos pellizcos (
pizcos
, en aragonés) de la clientela, hasta que se hartaron y se despidieron.