Mi último suspiro (12 page)

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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

BOOK: Mi último suspiro
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Mistral, Alphonse Daudet, Heredia, Banville, Mallarmé, Zola, Octave Mirbeau, Pierre Loti, Huysmans y otros, como el escultor Rodin, se hallan reunidos en este abanico objeto trivial, compendio de un mundo. Lo miro con frecuencia y en él se lee, por ejemplo, una frase de Alphonse Daudet: «Al subir hacia el Norte, los ojos se afinan y se extinguen.» Muy cerca, unas líneas decisivas de Edmond de Goncourt: «Todo ser que no tenga en sí un fondo de amor apasionado por las mujeres, las flores, los objetos de arte, el vino o lo que sea, todo aquel que no tenga una veta un poco desquiciada, todo ser perfectamente equilibrado, nunca, nunca, nunca poseerá talento literario. Fuerte pensamiento inédito.»

Citaré por último unos versos de Zola (muy raros) copiados del abanico:

Ce que je veux pour mon royaume

C’est à ma porte un vert sentier,

Berceau formé d’un églantier

Et long comme trois brins de chaume.
[1]

En el estudio del pintor Manolo Ángeles Ortiz de la rue Vercingétorix conocí, poco después de mi llegada, a Picasso que ya era célebre y discutido. A pesar de su llaneza y su jovialidad, me pareció frío y egocéntrico —no se humanizó hasta la época de la guerra civil, cuando tomó partido— no obstante lo cual, nos veíamos a menudo. Me regaló un cuadrito —una mujer en la playa— que se perdió durante la guerra.

De él se dice que, con motivo del famoso episodio del robo de la
Gioconda
, ocurrido antes de la Primera Guerra Mundial, cuando su amigo Apollinaire fue interrogado por un policía, Picasso, al ser citado a su vez a declarar, renegó del poeta como san Pedro negara a Cristo.

Posteriormente, hacia 1934, el ceramista catalán Artigas, amigo íntimo de Picasso, y un marchante hicieron una visita en Barcelona a la madre del pintor, quien los invitó a almorzar. Durante el almuerzo, la señora reveló a los dos hombres la existencia en la buhardilla de una caja llena de dibujos hechos por Picasso durante su infancia y adolescencia. Ellos le piden que se los enseñe, suben a la buhardilla, abren la caja, el marchante hace una oferta y se zanja la operación. El hombre se lleva una treintena de dibujos.

Algún tiempo después, en París, el marchante organiza una exposición en una galería de Saint-Germain-des-Prés. Picasso es invitado al
vernissage
, acude, mira los dibujos, los reconoce y se muestra emocionado. Lo cual no le impide, a la salida del vernissage, ir a denunciar a la Policía al marchante y al ceramista. La fotografía de este último fue publicada en un periódico, como si se tratara de un estafador internacional.

Que nadie me pida opinión en materia de pintura: no la tengo. La estética nunca me ha preocupado y cuando algún crítico habla, por ejemplo, de mi «paleta» no puedo menos que sonreír. No soy de los que pueden pasar horas en una sala de exposiciones gesticulando e improvisando sobre la marcha.

Había momentos en los que su legendaria facilidad me hartaba. Lo único que puedo decir es que el
Guernica
no me gusta nada, a pesar de que ayudé a colgarlo.

De él me desagrada todo, tanto la factura grandilocuente de la obra como la politización a toda costa de la pintura. Comparto esta aversión con Alberti y José Bergamín, cosa que he descubierto hace poco. A los tres nos gustaría volar el
Guernica
, pero ya estamos muy viejos para andar poniendo bombas.

Yo me había creado ya unos hábitos en Montparnasse, donde aún no existía «La Coupole». Íbamos al «Dôme», a «La Rotonde», al «Sélect» y a los cabarets más célebres de la época.

Todos los años, los diecinueve estudios de Bellas Artes organizaban un baile que yo suponía había de ser fabuloso. Unos amigos pintores me habían dicho que era la mejor orgía del mundo, única en su género. Decidí asistir. Se llamaba
le Bal des Quart’zarts
.

Me presentaron a uno de los que se hacían llamar organizadores, que me vendió unas entradas soberbias, enormes y bastante caras. Decidimos ir en grupo: un amigo de Zaragoza llamado Juan Vicens, el gran escultor español José de Creeft con su esposa, un chileno cuyo nombre no recuerdo — acompañado por una amiga— y yo. El que me había vendido las entradas me advirtió que dijéramos que pertenecíamos al estudio de Saint-Julien.

Llega el día del baile. La fiesta empieza con una cena organizada por el estudio de Saint-Julien, en un restaurante. Durante la cena, un estudiante se levanta, coloca delicadamente los testículos en un plato y da la vuelta al comedor.

Yo no he visto cosa parecida en España. Estoy horrorizado.

Después nos vamos a la «Sala Wagram», donde se celebra el baile. Un cordón de policías trata de contener a los curiosos. Allí veo otra escena increíble para mí: una mujer completamente desnuda llega sobre los hombros de un estudiante vestido de asirio. La cabeza del estudiante le tapaba el sexo. Así entraron en la sala, entre los gritos de la multitud.

Yo no salgo de mi asombro. ¿A qué mundo he ido a parar?, me pregunto.

La entrada a la «Sala Wagram» está guardada por los estudiantes más forzudos de cada estudio. Nos acercamos y exhibimos nuestras soberbias entradas.

Nada que hacer. No nos dejan entrar. Alguien nos dice:

—¡Os han timado! Y nos ponen de patitas en la calle. Aquellas entradas no valen.

De Creeft, indignado, se da a conocer y grita de tal modo que le dejan entrar con su esposa. Vicens, el chileno y yo, nada. Los estudiantes habrían admitido de buen grado a la acompañante del chileno que llevaba un espléndido abrigo de piel; pero como la mujer se negara a entrar sola, ellos le trazaron una gran cruz de alquitrán en la espalda del abrigo.

Por ello no pude participar en la orgía más espectacular del mundo, costumbre ya desaparecida. Acerca de lo que ocurría en el interior, corrían rumores de escándalo. Los profesores, todos los cuales estaban invitados, se quedaban sólo hasta las doce. Entonces, según se decía, empezaba lo más fuerte.

Los supervivientes, completamente borrachos, iban a zambullirse en las fuentes de la place de la Concorde hacia las cuatro o las cinco de la madrugada.

Dos o tres semanas después, encontré al vendedor de entradas falsas que me había timado. Acababa de pillar una fuerte blenorragia y andaba con tanta dificultad, apoyándose en un bastón, que al verlo renuncié a toda idea de venganza.

Por aquel entonces, «La Closerie des Lilas» no era más que un café al que yo iba todos los días. Al lado estaba el «Bal Bullier» que frecuentábamos con bastante asiduidad, siempre disfrazados. Una noche yo iba de monja. Era un disfraz excelente, no le faltaba un detalle, hasta me puse un poco de carmín en los labios y pestañas postizas. Íbamos por el boulevard Montparnasse con unos amigos, entre ellos, Juan Vicens, vestido de fraile, cuando vemos venir hacia nosotros a dos policías. Yo me pongo a temblar bajo mi blanca toca, ya que en España estas bromas se castigan con cinco años de prisión. Pero los dos policías se paran sonrientes y uno me pregunta muy amablemente:

—Buenas noches, hermana, ¿puedo hacer algo por usted? Orbea, el vicecónsul de España, nos acompañaba algunas veces al «Bal Bullier». Una noche nos pidió un disfraz y yo me quité el hábito y se lo di.

Debajo llevaba, en previsión, un equipo de futbolista.

A Juan Vicens y a mí nos seducía la idea de abrir un cabaret en el boulevard Raspail. Yo hice un viaje a Zaragoza para pedir a mi madre el dinero necesario, pero ella no quiso dármelo. Poco después, Vicens se puso al frente de la librería española de la rue Gay-Lussac. Murió en Pekín, después de la guerra, de enfermedad.

En París aprendí a bailar como es debido. Iba a una academia. Lo bailaba todo, incluso la java, a pesar de mi aversión por el acordeón. Todavía me acuerdo:
On fait un’petite belote, et puis voilà…
París estaba lleno de acordeones.

Seguía gustándome el jazz y aún tocaba el banjo. Tenía por lo menos sesenta discos, cantidad considerable en aquel tiempo. Íbamos a oír jazz al hotel «Mac-Mahon» y a bailar al «Château de Madrid» en el Bois de Boulogne. Finalmente, por la tarde, como buen meteco, yo tomaba clases de francés.

Ya he dicho que, cuando llegué a Francia, ni siquiera conocía la existencia del antisemitismo. Lo descubrí en París y con gran sorpresa. Un día, un hombre contó a varios amigos que la víspera su hermano había entrado en un restaurante próximo a la Etoile y, al ver a un judío que estaba comiendo, lo tiró al suelo de un bofetón. Yo hice varias preguntas inocentes a las que me contestaron con vaguedades. Así descubrí la existencia de un problema judío, inexplicable para un español.

En aquella época, ciertas agrupaciones de derecha, Camelots du Roi y Jeunesses Patriotiques, organizaban incursiones en Montparnasse. Saltaban de sus camiones, blandiendo bastones amarillos y se ponían a sacudir a los «metecos » que estaban sentados en las terrazas de los mejores cafés. Dos o tres veces, repartí entre ellos algunos puñetazos.

Yo acababa de mudarme a una habitación amueblada del número 3 bis, place de la Sorbonne, una plazoleta provinciana, tranquila y arbolada. En las calles aún se veían coches de punto y escaseaban los automóviles. Yo vestía con cierta elegancia, usaba botines y bombín. Todos los hombres llevaban sombrero o boina. En San Sebastián, el que salía con la cabeza descubierta se exponía a que lo agredieran o le llamaran maricón. Un día, puse el bombín en el bordillo de la acera del boulevard Saint-Michel y salté sobre él con los pies juntos. Un adiós definitivo.

También por aquel entonces conocí a una muchacha menuda y morena, una francesa llamada Rita. La encontré en el «Sélect». Tenía un amante argentino al que no llegué a ver y vivía en un hotel de la rue Delambre. Salíamos a menudo, para ir al cabaret o al cine. Nada más. Yo notaba que ella se interesaba por mí y, a su vez, tampoco me dejaba indiferente.

De manera que me voy a Zaragoza para pedir dinero a mi madre. A poco de llegar, recibo un telegrama de Vicens en el que mi amigo me comunica que Rita se ha suicidado. Después de la información judicial, se supo que las cosas andaban muy mal entre ella y su amigo argentino (quizás en parte por culpa mía). El día en que yo me fui, él la vio entrar en su hotel y la siguió hasta su habitación. No se sabe lo que ocurriría allí, pero al fin Rita sacó una pequeña pistola que poseía, disparó contra su amante y volvió el arma contra sí misma.

Joaquín Peinado y Hernando Viñes compartían un estudio. Apenas una semana después de mi llegada a París, estando en aquel estudio, vi llegar a tres simpáticas muchachas que estudiaban Anatomía en el barrio.

Una se llamaba Jeanne Rucar. A mí me pareció muy guapa. Era natural del norte de Francia, conocía ya los medios españoles de París gracias a su costurera y practicaba la gimnasia rítmica. Incluso había ganado una medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de París de 1924, bajo la dirección de Irène Poppart.

Inmediatamente, se me ocurrió una idea maquiavélica —pero, en el fondo, muy ingenua— para ganarnos a las tres muchachas. En Zaragoza, un teniente de Caballería me había hablado hacía poco de un afrodisíaco potentísimo,
el clorhidrato de yohimbina
, capaz de vencer la más terca resistencia. Yo expuse la idea a Peinado y a Viñes: invitábamos a las tres chicas, les ofrecíamos champaña y les echábamos en la copa unas gotas de clorhidrato de yohimbina.

Yo creía sincera mente en la viabilidad del plan. Pero Hernando Viñes me respondió que él era católico y que nunca tomaría parte en una canallada semejante.

En otras palabras, no ocurrió nada —excepto que yo vería en lo sucesivo con bastante frecuencia a Jeanne Rucar porque con el tiempo sería mi mujer; y sigue siéndolo—.

PRIMERA PUESTA EN ESCENA

Durante aquellos primeros años de mi estancia en París, en los que prácticamente sólo frecuentaba a españoles, apenas oí hablar de los surrealistas.

Una noche, al pasar por delante de la «Closerie des Lilas», vi vidrios rotos en el suelo. Durante una cena de homenaje a Madame Rachilde, dos surrealistas —no me acuerdo quiénes fueron— la insultaron y abofetearon, desencadenando una trifulca general.

A decir verdad, en un primer momento, el surrealismo me interesaba poco.

Yo había escrito una obra de una decena de páginas que se llamaba, sencillamente,
Hamlet
y que representamos nosotros mismos en el sótano de «Sélect».

Aquéllos fueron mis primeros pasos de director.

A finales del año 1926, se presentó una gran oportunidad. Hernando Viñes era sobrino del ilustre pianista Ricardo Viñes, el que dio a conocer a Erik Satie.

En aquellos momentos, la ciudad de Amsterdam contaba con dos grandes formaciones orquestales, de las mejores de Europa. La primera acababa de interpretar con gran éxito la
Historia de un soldado
, de Stravinski. La segunda de aquellas formaciones estaba dirigida por el gran Mengelberg. A fin de dar réplica al otro conjunto sinfónico, querían ofrecer el
Retablo de Maese Pedro
, de Manuel de Falla, obra corta, inspirada en un episodio de
Don Quijote
, con la que cerrarían un concierto. Y estaban buscando un director de escena.

Ricardo Viñes conocía a Mengelberg. Gracias a
Hamlet
yo tenía una referencia, aunque, a decir verdad, bastante exigua. En fin, me ofrecieron la dirección escénica y yo acepté.

Tenía que trabajar con un director de orquesta de fama mundial y unos cantantes muy notables. Ensayamos quince días en París, en casa de Hernando.

El
retablo
es en realidad el teatrito de un titiritero. Teóricamente, todos sus personajes son títeres doblados por las voces de los cantantes. Yo lo innové traduciendo a cuatro personajes de carne y hueso que asistían, enmascarados, al espectáculo de Maese Pedro y de vez en cuando intervenían en la acción, doblados también por los cantantes que se encontraban en el foso de la orquesta.

Por supuesto, di los papeles —mudos— de los cuatro personajes a amigos míos. Peinado hacía de posadero y mi primo, Rafael Saura, de «don Quijote». También figuraba en el reparto Cossío, otro pintor.

Dimos tres o cuatro representaciones en Amsterdam, a teatro lleno. La primera noche, olvidé preparar las luces. No se veía ni torta. Ayudado por un electricista, tras largas horas de trabajo, pude disponerlo todo para la segunda representación, que se desarrolló con normalidad.

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