Mi familia al derecho y al revés (34 page)

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Authors: Ephraím Kishon

Tags: #humor

BOOK: Mi familia al derecho y al revés
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Ayer la Prensa diaria anunció que Frankie sólo cantaría durante media hora. El coro de niños de Ramat-Gan, el grupo de danza del kibbutz Chefzibah y recitales de un primo del organizador completarían el programa.

—Está bien —declaró sobriamente la mejor de todas las esposas—. Más de media hora con Frankie no podría resistirla. Sería demasiado emocionante…

En estas circunstancias, renuncié a ir al concierto. Mi mujer subastó la segunda entrada entre sus amigas. Con el producto de la venta se compró un par de zapatos último modelo, varios frascos de perfume y un nuevo peinado.

Para finalizar este triste capitulo, voy a explicar también el verdadero motivo por el cual me decidí a quedarme en casa. Fue una pesadilla que tuve la noche de la víspera del concierto:

Vi a Frankie subir al escenario, en medio de los atronadores aplausos de la sala abarrotada de público… Se acerca al proscenio… Se inclina… El público salta de sus asientos… Resuenan gritos, la ovación parece que no va a tener fin… Frankie hace un guiño y pone en su cara la sonrisa número 18… Ahora se desmayan las primeras damas… Frankie hace otro guiño… Y ahora, ¿qué es esto?, se encienden las luces, él baja del escenario y avanza directamente hacia la fila diecinueve… no hacia mí, sino hacia mi mujer… ya está de pie delante de ella y sólo le dice una palabra… «¡Ven!», le dice, y refulgen sus dientes de primera clase… La mejor de todas las esposas se levanta del asiento y se tambalea… «Tienes que comprender, Ephraím», dice… y abandona la sala del brazo de Frankie.

Veo cómo los dos se alejan. Hacen buena pareja, no puede negarse.

Si mi mujer no se hubiese comprado esos nuevos zapatos, los dos serían incluso igualmente altos.

HACER CARRERA EN TELEVISIÓN

M
I vida, antes de producirse en mí el gran cambio, estuvo envuelta en un anonimato incoloro. Sólo en rarísimas ocasiones tenía la suerte de alcanzar una especie de reconocimiento público, por ejemplo, cuando la
Enciclopedia Hebraica
(dos tomos) por mí redactada fue citada en una revista femenina muy leída: «E. Kishon, Enc. Hebr., tomo 24». Además, recuerdo que en una de mis vacaciones de verano escalé el Kilimanjaro, y si a la sazón no hubiese estado con gripe el corresponsal de la «Reuter», yo seguramente habría sido citado en las noticias de la Radio. Unos años más tarde, compuse la «X Sinfonía» de Beethoven y obtuve una crítica nada desfavorable en
El rincón del bricolaje
, un semanario yiddisch. Otro punto culminante en mi vida fue cuando descubrí un remedio contra el cáncer y luego fui recibido por el ministro de Sanidad. Estuvo conversando conmigo siete minutos enteros hasta que llegó la delegación del Uruguay. Fuera de esto, ¿qué? Bueno, tras la publicación de mi
Breve historia del pueblo judío desde Abraham hasta Golda
, fui entrevistado por el estudio nocturno de la Radio Nacional. Pero para el hombre de la calle continuaba siendo un Don Nadie.

Y después, como he dicho, vino el gran cambio.

Se produjo con cielo despejado y en plena calle. Se me acercó un niño, colocó un micrófono delante de la boca y me preguntó qué opinaba de la situación. Yo respondí:

—No hay motivo para preocuparse.

Luego me fui a casa y no pensé más en ello. Mientras estaba cenando con la mejor de todas las esposas, sonó de pronto un grito escalofriante, procedente de la habitación contigua, donde nuestros hijos estaban sentados en cuclillas delante del televisor y comiendo en el suelo. Inmediatamente después apareció junto a la puerta el muchachito Amir, temblando de emoción.

—¡Papá! —gritaba—. ¡En la tele! ¡Papá, estabas en la tele…!

Comenzó a proferir gritos inarticulados, le sobrevino un acceso de tos y no pudo decir ninguna palabra más. El médico, al que llamamos enseguida, no esperó siquiera a entrar en la habitación. Ya desde la escalera gritaba:

—¡Le he visto a usted! ¡He oído lo que usted dijo en la televisión, que no hay motivo para preocuparse!

Ahora me acuerdo de que al lado del niño del micrófono había también otro con un objeto en la mano y que algo había emitido una especie de zumbido mientras yo me expresaba acerca de la situación.

En aquel momento sonó el teléfono.

—Le estoy muy agradecida —dijo una trémula voz femenina—. Vivo en Jerusalén desde hace sesenta años y le doy a usted las gracias en nombre de la Humanidad.

Llegaron las primeras flores. El presidente del Parlamento había adjuntado una tarjeta: «Su optimismo inquebrantable me ha emocionado profundamente. Le deseo mucho éxito en sus empresas y le ruego me envíe dos fotografías junto con su nombre completo».

Cada vez iban llegando más vecinos, los cuales se colocaban de pie a lo largo de las paredes y me contemplaban llenos de respeto. Unos cuantos osados se acercaron más a mí, tocaron el borde de mis vestiduras y se volvieron rápidamente, para poder dominar su emoción.

Fueron unos días gloriosos, fue una época maravillosa, fue el cumplimiento de unos sueños juveniles tiempo ha olvidados. En la calle, la gente se paraba y me señalaban con el dedo:

—Es él… sí, lo es… No hay motivo para preocuparse… Lo dijo por la tele…

La vendedora de una tienda de cigarrillos, al verme entrar, abrió la boca como si le faltase el aire y se desmayó.

Señoras conocidas mías que hasta entonces nunca me habían hecho caso, me lanzaban miradas traicioneramente centelleantes. Y flores, flores, muchas flores…

También en el comportamiento de la mejor de todas las esposas hubo un cambio, y por cierto a mi favor. Una noche me desperté con la vaga sensación de que alguien me estaba mirando. Era mi esposa. La luz de la luna inundaba la habitación, ella tenía la cabeza apoyada en sus codos y miraba como si me estuviera viendo por primera vez en la vida.

—Ephraím —musitó—. De perfil me recuerdas a Ringo Starr.

Incluso en mí mismo se operaron cambios. Mi paso se volvió más elástico, mi cuerpo estaba tenso y mi madre aseguraba que había crecido por lo menos tres centímetros. Cuando tomaba parte en una conversación, casi siempre empezaba con estas palabras:

—Permítanle expresar su opinión a una persona que ya se ha manifestado en la televisión…

Después de todos los errores de los pasados años, después de los esfuerzos infructuosos por conseguir algo con enciclopedias y sinfonías y cosas tan tontas como ésas, al fin podía saborear el dulce consuelo de la fama. Conforme a estimaciones conservadoras, el martes me habían visto en la pantalla del televisor todos los habitantes del país, con excepción de un tal Jehudá Grünspan, el cual se disculpó diciendo que precisamente en el instante de mi aparición, se le había roto un tubo de su aparato. Por pura atención a él, he reconstruido brevemente la entrevista.

Es muy probable que nuestra calle cambie de nombre y se llame «Calle de la entrevista» o quizá «Bulevar de «No hay motivo»». En todo caso, ya he encargado nuevas tarjetas de visita:

EPHRAÍM KISHON

Creador del comentario televisivo

«No hay motivo para preocuparse»

A veces, durante las largas veladas, extiendo estas tarjetas como un abanico delante de mí y me las quedo contemplando. Algo consolador se desprende de ellas y yo puedo hacer uso de este consuelo. La muchedumbre ingrata ya empieza a olvidarme. Cada vez sucede con mayor frecuencia que por la calle pasen algunas personas junto a mí y me miren con indiferencia, como si yo fuese una persona totalmente corriente que aún no hubiese aparecido nunca en la tele. Pregunté en Jerusalén si se proyectaba una repetición de la emisión para refrescar un poco la memoria del público. La respuesta fue negativa.

Voy paseando arriba y abajo por la calle, mirando si aparecen niños con micrófonos o con objetos zumbadores en la mano. O no hay ninguno, o no me preguntan nada. No hace mucho tiempo estuve en la Opera. Poco antes de levantarse el telón, un operador enfocó su cámara directamente hacia mí… para, en el último momento, enfocarla hacia el que estaba sentado a mi lado, un individuo que se estaba hurgando la nariz. También yo me puse a hurgar la mía, pero no me sirvió de nada.

Hace unos días me informaron de que había ganado el premio Bialik por mi última novela. Corrí a la central emisora y pregunté si estaría presente la televisión en el acto del reparto de los premios. Como que no pudieron darme ninguna garantía, rehusé mi participación. Al abandonar el edificio, una encargada de la sala de grabación B me prometió incluirme de contrabando entre los comparsas de la serie «¡No te enfades, hombre!» Y ya me siento más animado.

SOBRE LA LONGITUD DE LOS CABELLOS

L
A Guerra de Yom Kippur había dejado profundas huellas en el alma de mi segundo hijo Amir. Bajo la impresión del histórico acontecimiento, el muchacho dejó de limpiarse los dientes y aún hoy rehúsa firmemente dejarse cortar el cabello. Le parece que uno no puede perder el tiempo con tales fruslerías mientras nuestros soldados se encuentran en el frente.

Por lo que respecta a la abolición de la limpieza de los dientes, no nos inquietamos en exceso. También el amarillo es un color bonito. Pero el cabello rizado de Amir, que además, como se sabe, es rojo, le llega ya hasta los hombros, y por delante le cae de tal modo sobre los ojos, que ni aproximadamente le da la apariencia de un niño bien educado de buena familia, sino el de un perro
chow-chow
tibetano en invierno. La dolorosa diferencia estriba en que los perros están dotados de un agudo sentido del olfato que es causa de que se vean menoscabados por la pérdida de su fuerza visual. Amir, en cambio, sólo puede avanzar a tientas.

—Ephraím —me dijo su madre—, tu hijo se parece cada vez más a aquel muchacho de la selva, Mowgli, al que criaron los lobos.

No sé por qué me lo ha dicho a mí y no a él. En todo caso, el lobezno persiste en su punto de vista, basado en razones ideológicas, de que no se cortará el pelo hasta que tengamos paz oficialmente. No quiso saber nada de mi proposición alternativa, de que sería mejor que hiciese al revés, o sea, que se sometiera a un corte periódico de pelo y sólo dejara de hacerlo en el momento en que se concertase un tratado de paz. Con esto puso a sus padres en una situación difícil, porque nosotros tenemos horror a imponerle nuestra autoridad, en parte por razones pedagógicas, en parte porque muerde. Por otro lado, yo soy alérgico a los hippies en miniatura, sobre todo en mi propia casa.

No es que antes de la Guerra de Octubre hubiésemos tenido una vida fácil. Ya a la edad de dos años, Amir desarrolló una fuerte resistencia contra cualquier cuidado capilar, con lo cual se encontraba totalmente en armonía con las tendencias anti establishment de la generación ye-ye. La cosa siguió así durante los años siguientes. La última vez, en el mes de febrero, logramos arrastrarlo hasta la peluquería y también esto únicamente empleando el sistema del doctor Kissinger: le prometimos que sólo se procedería a unas pequeñísimas correcciones de frontera a ambos lados de su cabeza y a cambio de ello recibiría una buena recompensa consistente en juguetes…

—El hijo de un prestigioso escritor —le dijo su madre— no puede andar por ahí como un perro de lanas, tienes que hacerte cargo.

El hijo asintió desesperado, y con el semblante de un condenado a muerte, se dejó caer en la butaca de la peluquería. Incluso pidió que llamásemos a un rabino, pero no le hicimos caso. El proceso se desarrolló luego relativamente bien. Amir sólo dio dos veces sendos puntapiés en la espinilla del peluquero, luego le cubrió de maldiciones y finalmente presentaba un aspecto verdaderamente humano. Esta ilusión se mantuvo aún unas semanas.

Y luego vino la Guerra de Octubre, con una inesperada justificación moral para Amir. Cuando en la televisión aparecieron las escenas de la travesía del Canal de Suez, Amir señaló triunfante hacia la pantalla:

—¿Lo veis? ¡Tampoco nuestros soldados se cortan el pelo!

Era verdad, probablemente debido a la precipitación con que habían sido llamados a filas, cinco minutos antes de las doce. Casi de todos los cascos asomaban los largos cabellos de nuestros valientes hijos de Sansón, sin la más ligera consideración a los padres de Amir. Las imágenes televisivas permitían llegar a la conclusión de que el Ejército israelí tampoco tiene tiempo para afeitarse. Naturalmente, esto impresiona a un pequeño pelirrojo como Amir.

Mi suegro lo intentó con un soborno económico.

—Si te dejas cortar el cabello, te daré un abono para el Parque Zoológico. El abono de un año.

Amir decidió contra los animales salvajes y a favor de los cabellos salvajes.

Yo le ofrecí una bicicleta. Al ver que también la rechazaba, supe que se lo tomaba en serio.

—Esta vez luchará —profetizó la mejor de todas las esposas, y tuvo razón.

Nuestro intento de violentarle en el cuarto de baño tropezó por parte de él con un aullido de tan siniestra intensidad de sonido estereofónico, que emprendimos la retirada.

Quizás alguien se preguntará por qué no le despojamos de su cabellera mientras dormía, al grito de «¡los padres sobre ti, Amir!». Bueno, en primer lugar, nosotros no somos filisteos, y en segundo lugar, Amir duerme con una regla de acero debajo de su almohada. Son tiempos inseguros.

Desde el incidente del cuarto de baño manifiesta una franca seguridad en la victoria, deja caer adrede la melena encima de los ojos y tropieza varias veces al día con diversos muebles.

A un padre acongojado, en tales circunstancias sólo le queda como última esperanza una conversación a solas, de hombre a hombre:

—¿Qué tienes, en realidad, en contra de cortarte el cabello, hijo mío?

—Prefiero llevarlo largo.

—¿Y por qué?

—Al fin y al cabo, para esto crecen. Dios lo ha querido así.

—¿De modo que tampoco deberíamos cortarnos las uñas?

—Exacto.

No era muy convincente el argumento, que digamos, que yo había empleado. Tengo que actuar de un modo más inteligente:

—Si llevas el pelo tan largo, la gente te tomará por una chica.

—¿Acaso es una vergüenza ser chica?

—No. Pero tú no lo eres.

—¿Y por ello quieres castigarme?

De la conversación de hombre a hombre, nada de nada.

Pedí a la mejor de todas las esposas que se reuniera conmigo para tener una conferencia confidencial en la cocina, donde elaboramos un plan de batalla que prometía tener éxito. Decidimos cortarle el pelo bajo los efectos de un narcótico. Yo agarraré a Amir por detrás y le mantendré férreamente sujeto, mientras mamá coloca debajo de su nariz un pañuelo de bolsillo impregnado en cloroformo. Luego dispondremos de diez minutos para la operación. Quizás en tal ocasión podamos incluso limpiarle los dientes. Y hasta cambiarle los calcetines.

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