Por la tarde, la casa entera nadaba en lágrimas. Los niños miraban con ojos tristes, que partían el alma, a Franzi, a la solitaria, hambrienta y atada Franzi. Renana no pudo aguantar más y fue a acostarse junto a ella, sollozando. Amir, con sus manecitas levantadas en actitud suplicante, me rogó que desatase al pobre animal. Mi mujer se adhirió a este ruego.
—Por lo menos durante un cuarto de hora —me pidió—. Durante diez minutos. Durante cinco…
—Está bien. Cinco minutos…
Ladrando fuertemente entró Franzi como un rayo en la casa, saltó sobre todos nosotros, nos dio muestras sin fin de cariño, pasó la noche en la habitación de los niños, y después de atiborrarse de chocolate, pasteles y zapatillas, se durmió plácidamente en la cama de Amir.
Por la mañana sonó el teléfono. Era Dragomir.
—¿Cómo ha pasado perro noche?
—Perfectamente —respondí.
—¿Ladrado mucho?
—Sí, pero hay que hacerse cargo.
Y yo, con Franzi sentada en mis rodillas trataba de impedir que hiciese de las suyas con la montura de mis gafas.
Dragomir insistió en que, especialmente durante el primer periodo de adiestramiento, era preciso que nos atuviéramos estrictamente a sus instrucciones. Dijo que precisamente ahora era cuando se requería la más férrea disciplina.
—Opino exactamente como usted —corroboré—. Puede confiar en mí. Si gasto tanto dinero para el amaestramiento de nuestra perrita, quiero también ver los resultados. Después de todo, no soy idiota.
Dicho esto, colgué el auricular y aparté con cuidado el cable del hocico de Franziska.
Al mediodía, Amir entró corriendo en la habitación, pálido, aterrado.
—¡Que viene Dragomir! —gritó—. ¡Rápido!
Sacamos a Franzi de encima del piano, corrimos con ella al jardín y la atamos a la cadena de barco. Cuando llegó Dragomir, estábamos todos sentados muy modositos a la mesa, almorzando.
—¿Dónde está perro? —preguntó ásperamente el adiestrador diplomado.
—¿Dónde quiere que esté? Naturalmente, donde tiene que estar. En el jardín, atado a la cadena.
—Perfectamente —dijo Dragomir con un tono desabrido—. No soltar.
Efectivamente, Franzi permaneció en el jardín hasta que nosotros acabamos de comer. Hasta el momento de los postres no fue Amir a buscarla y a hacerla partícipe de pasteles y fruta. Franzi se sentía feliz, aunque un poco aturdida. Incluso durante las semanas siguientes sólo con dificultad podía comprender por qué siempre se la ataba con tanta prisa a la cadena cuando aparecía aquel hombre desconocido cuya lengua nadie entendía y por qué, cuando él había desaparecido, la volvían a llevar a su retrete. Pero, en conjunto, la cosa no iba del todo mal.
De vez en cuando, dábamos a Dragomir un informe detallado de los progresos que estábamos haciendo con su programa de adiestramiento, le pedíamos toda clase de consejos: le preguntamos si quizá no deberíamos construir para Franzi una perrera («no hace falta, fuera hace suficiente calor») y el martes en que Franzi había roto nuestro mantel más hermoso, le dimos voluntariamente un suplemento de sus honorarios consistente en cincuenta libras.
El fin de semana siguiente, Dragomir cometió un grave error. Se presentó de improviso sin anunciar su visita.
Era que Zulú había mordido al cartero en una pierna y Dragomir había acudido a regañar al perro pastor. Dragomir aprovechó la situación geográfica y el hecho de que la puerta de nuestra casa estaba abierta y entró de repente en el cuarto de los niños, que estaba sin vigilancia y en el que Amir y Franzi se hallaban estrechamente abrazados delante de la pantalla del televisor, comiendo palomitas de maíz.
—¿Esto es jardín? —gritó—. ¿Esto es perro atado?
—No se enfade, señor —se disculpó Amir—. No sabíamos que usted hubiera de venir.
Renana se puso a llorar, Franzi se puso a ladrar, Dragomir continuó gritando, yo entré corriendo y comencé también a gritar. Mi mujer estaba allí de pie, con los labios siniestramente apretados y esperaba que se restableciese la calma.
—¿Qué desea usted? —preguntó como si viese a Dragomir por primera vez.
—¿Yo desear? ¡Ustedes desear! Ustedes quieren tener perro limpio. Así no. Así hará siempre en casa por todas partes.
—Está bien. Ya lo limpiaré. Yo, no usted.
—Pero… —dijo Dragomir.
—¡Fuera! —dijo la mejor de todas las esposas.
Desde entonces reina la paz en nuestra casa. Franzi devora zapatillas y alfombras, engorda cada vez más y mea donde quiere. Mi mujer corre en pos de ella con una bayeta, los niños aplauden contentos y todos estamos de acuerdo en que no hay nada como un perro de primera clase importado ex profeso de Europa.
F
RANZI empezó pronto a mostrar interés por los perros, saltaba hasta la altura de la ventana cuando uno de ellos pasaba por delante de nuestra casa, meneaba cariñosamente la cola e incluso dejaba oír un ladrido equívoco. Y he aquí que fuera, delante de la ventana, fueron reuniéndose poco a poco todos los perros de los alrededores, moviendo el rabo lloriqueando, olfateando, como si buscasen algo. Zulú, el enorme pastor alemán, que vive en el otro extremo de la calle, penetró un día en nuestra casa por la terraza situada en la parte posterior, y sólo se marchó cuando le obligamos por la fuerza.
Nos dirigimos a Dragomir, el amaestrador de perros yugoslavo de fama internacional, el cual se había ocupado también de nuestra perra durante un tiempo. Nos ilustró así:
—¿Por qué ustedes excitados? Perra en celo.
—¿Qué dice de la perra? —preguntó inocentemente la mejor de todas las esposas, la cual ignora la terminología en cuestión—. ¿De quién dice que tiene celos?
Dragomir recurrió al lenguaje infantil de los gestos:
—
Kuchi-muchi
. Hembra necesita macho.
Kopulaziya hopphopp
.
Una vez que hubimos descifrado esta mezcla de croata y de cretino, supimos a qué atenernos.
También a nuestros niños les había llamado la atención.
—Papá —preguntó mi hijo Amir—, ¿por qué quiere ir Franzi a donde están los perros?
—Es que quiere jugar con ellos, hijo mío —respondió papá.
—¿De veras? Pues yo que creía que querían practicar entre ellos relaciones sexuales.
Reproduzco la expresión de Amir en forma adecuada. En realidad, él empleó una palabra mucho más corta que a ser posible debería evitarse en una comunidad familiar cultivada.
El número de los admiradores de Franzi delante de nuestra casa llegó a ser tan elevado, que para salir a la calle teníamos que abrirnos paso utilizando una escoba. Combatíamos con cubos de agua las hordas ebrias de amor que se formaban debajo de la ventana de Franzi, las pisábamos, tendimos a través de nuestro jardín un seto de alambre herrumbroso (que en cuestión de minutos fue destrozado por los apasionados amantes) y una vez incluso lancé un adoquín contra Zulú. Pero él lo rechazó enseguida.
Entretanto, Franzi estaba junto a la ventana, henchida de erotismo.
—Papá —me dijo mi hijo Amir—, ¿por qué no la dejas salir?
—Todavía no.
—Pero te das cuenta de que quiere salir, ¿no? A ella le gustaría…
De nuevo aquella expresión abominable. Pero yo no me dejé persuadir.
—No. Sólo cuando esté casada. En mi casa se respetan las buenas costumbres, si no te molesta.
Sin embargo, la madre Naturaleza parece tener sus propias leyes. Fuera, los perros aullaban a coro y comenzaron a disputarse la presa de la que aún no disponían. Franzi estaba junto a la ventana meneando el rabo. Ya no comía, ni bebía, ni dormía. Y si llegaba a dormir, su sueño estaba entonces poblado de sueños eróticos. Y en estado de vigilia, no dejaba lugar a dudas acerca de adónde quería ir.
—¡Puta! —murmuró la mejor de todas las esposas, y se alejó.
Con ello se mostraba, naturalmente, injusta (y quién sabe qué instintos femeninos primigenios intervenían en todo ello). Es que Franzi era demasiado bonita. Ningún perro que fuese verdaderamente macho podía resistir su irradiación erótica, el brillo de sus ojos y la gracia de sus movimientos.
¿Y qué diremos de aquel pelo largo, de color gris plateado? ¿Residiría en él todo el encanto? Decidimos hacer trasquilar a Franzi para salvarla de las consecuencias de su sex appeal, y nos pusimos en contacto con un acreditado establecimiento canino. El día siguiente, hicieron su aparición dos expertos, que se abrieron paso luchando entre las hordas de perros que tenían sitiado nuestro jardín y se llevaron a Franzi. Franzi se defendía como una leona, sus admiradores ladraban y alborotaban y corrieron más de un kilómetro detrás del coche.
Nosotros nos quedamos en casa con remordimientos de conciencia.
—¿Qué otra cosa podía hacer yo? —suspiré—. Todavía es demasiado joven para estas cosas…
Franzi ya no volvió. Lo que nos trajeron el día siguiente era un ratón deforme y de color rosa. Yo nunca habría creído que Franzi fuese tan pequeña por dentro. Y la propia Franzi parecía darse cuenta de la oprobiosa metamorfosis a la que le habían sometido. No hablaba ni una palabra con nosotros, no movía la cola, permanecía inmóvil, con la mirada fija en la ventana.
¿Y qué sucedió?
Nuestro jardín ya no podía contener la multitud de perros que habían acudido de todas partes. Derribaron la verja, corrían de un lado para el otro y con la boca babeante daban saltos junto a la pared de la casa para poder llegar cerca de Franzi. Si antes eran solamente los perros de nuestro barrio, ahora venían todos los perros de la ciudad, del país, del Próximo Oriente. Incluso había dos perros esquimales. Debieron de soltarse de su trineo y llegaron corriendo directamente del Polo Norte.
No cabía la menor duda. En su estado actual, Franzi era más sexy que antes. Porque estaba desnuda. Se tendía en la ventana y se ofrecía desnuda a las miradas de sus ansiosos adoradores. Nuestra casa se había convertido en un
Eros Center
.
Cuando uno de los pretendientes más salvajes, un verdadero perro golfo, arrancó el pestillo de nuestra puerta con sus poderosas patas, llamamos a la Policía, antes de que los otros perros pudiesen romper con sus dientes los hilos del teléfono. La Policía estaba ocupada. Y no teníamos cohetes para emitir señales de petición de auxilio.
Cada vez se estrechaba más el cerco de los que sitiaban nuestra casa. Rafi, mi hijo mayor, propuso encender los arbustos del jardín y, protegidos por el fuego, emprender la retirada hacia la cercana oficina de Correos, donde quizá podríamos comunicarnos con la Policía. Pero para esto tendríamos que abandonar la casa y no nos atrevimos a hacerlo.
De pronto, Zulú, que debió de entrar por el tejado, apareció en medio de la cocina y me arrastró a un duelo brutal. En sus ojos brillaba la salvaje decisión de forzar primeramente a Franzi y luego ajustarme las cuentas a mí. Franzi corría alrededor de nosotros, meneando el rabo y ladrando de alegría al ver a Zulú. Los miembros de nuestra pequeña familia buscaron refugio detrás de los derribados muebles.
Desde fuera, los perros iban acercándose cada vez más.
—Pon punto final a esta situación —llegó a mis oídos la voz jadeante de mi esposa, pálida como la muerte—. Entrégales a Franzi.
—¡Jamás! —grité a mi vez—. Yo no me dejo coaccionar.
Y luego (todavía ahora, porque al escribir esto, mi mano tiembla de emoción), precisamente cuando habíamos disparado nuestro último cartucho y nos amenazaba el fin insoslayable, de pronto cesaron los ladridos y las hordas de canes desaparecieron.
Con precaución saqué la cabeza por la puerta y me puse la mano junto al oído por si oía la señal de trompeta que anunciase la llegada galopante de la caballería, que, como es sabido, siempre llega en el último instante para salvar a los habitantes del poblado del cuchillo de los cazadores de cabelleras… Pero no pude descubrir el menor indicio de una acción de salvamento organizada.
Según todas las apariencias, se trataba de un milagro de lo más corriente.
El día siguiente Dragomir nos explicó lo que había sucedido:
—¿Saben ustedes? No, ustedes no saben. En toda la ciudad se han puesto de pronto todas las perras en celo. Cosas que pasan. Y enseguida todo arreglado.
Desde entonces reina en nuestra vida cotidiana una monotonía completamente normal. Franzi, el ratón rosado, se ha convertido de nuevo en una perra de blanca piel que sólo se interesa por los seres humanos. Ya no tiene ojos para los perros de la vecindad y viceversa. Al pasar Zulú por delante de nuestra casa, ni siquiera se volvió para mirar.
En tales circunstancias, no sabemos de dónde proceden los perritos de importación que Franzi está esperando.
P
OR lo que respecta a mi feliz familia, la mejor de todas las esposas solía seguir siempre los dictados de la moda. Para ello contaba con mi pleno apoyo moral, aun cuando la falda se acortase hasta convertirse en faldita y la faldita en faldillita.
—¡Adelante! —la animaba yo—. ¡Sigue acortándola! Piernas cortas, falda corta. Al menos lograrás así que la gente hable de ti.
Y la mejor de todas las esposas acortaba, cortaba, recortaba y volvía a acortar. Eran unos tiempos felices.
La crisis comenzó por razones de índole industrial-monetaria.
Como es sabido, en la Tierra viven ahora unos tres mil millones de personas. La mitad son mujeres. Incluso después de restar a las niñas y a los primeros ministros de sexo femenino, quedan aproximadamente mil millones de consumidoras, cada una de las cuales posee, como término medio, dos minifaldas y media. No obstante, en los países socialistas, el promedio es sólo de una minifalda por cada persona femenina, pero debido a los esfuerzos incesantes de mi mujer, la diferencia global quedará pronto compensada de nuevo. Como resultado de este cálculo que no tiene nada de complicado, se deduce que, como consecuencia de la invención de la minifalda, la industria textil sufre una pérdida anual de más de dos mil millones de metros de tela.
Los que confeccionan prendas de vestir no se preocupan por la estética ni por la moral. Lo que les interesa ante todo es el dinero, y luego otra vez el dinero. En una secreta conferencia en la cumbre, celebrada en París, decidieron alargar las faldas femeninas hasta el suelo, para que en la Humanidad hubiese un poco más de tela.
—Esto nos resarcirá de las pérdidas de los últimos años —declaró uno de los jefes de la mafia.