—Eres un lobo —digo cuando pasamos delante de St. Mark.
Apesta a lobo.
Pero ¿cómo es posible?
Según los Mayores, los de nuestra especie evitan las ciudades. Salvo los machos que no desean transformarse. ¿Será ese su caso? Entonces, ¿por qué me sigue?
Se detiene en seco. Yo también lo hago. Aunque demasiado tarde. Cuando me doy la vuelta, le veo en la mitad de la manzana, corriendo en dirección contraria. Esprinto para alcanzarlo mientras observo su desgarbada silueta abriéndose paso entre la multitud, los codos separados del cuerpo. Aunque no debería tener problemas para alcanzarlo, la media manzana se está convirtiendo rápidamente en una entera. Estoy tentada de deshacerme del vestido de mamá, pero sé que me mataría. Aumento el ritmo a lo largo de la calle Once, evito por los pelos que me atropelle un taxi, y el taxista hace sonar el claxon y me suelta un improperio.
El chico está aún más lejos, moviéndose entre el tráfico de la calle Catorce.
Me rindo al llegar a Union Square. Esta noche no tengo energías suficientes para alcanzarlo. Las he agotado todas en el funeral, con Sarah y Tayshawn, con Zach. Estoy vacía.
Me siento incómoda. Pongo rumbo a casa. Es una necesidad. A medida que recupero el aliento, me descubro deseando que los Mayores no vivan tan lejos. Tengo cientos de preguntas. Si el chico blanco es lo que creo que es, si hizo lo que creo que hizo, entonces necesito sus respuestas, necesito que me digan qué debo hacer.
Ahora mismo estoy pensando cómo sería abrirle el abdomen, observar cómo se desparraman por el suelo sus vísceras.
No sé qué puedo decirles a mis padres.
Saco las llaves y abro la puerta de la calle del edificio de apartamentos. Me doy la vuelta. Desde la otra acera, frente al supermercado, el chico blanco me observa.
Fui yo quien besó a Sarah.
En la cueva, después del funeral, cuando yo, Sarah y Tayshawn estábamos entrelazados, fui yo la que dio el primer paso, no ellos.
No sé por qué he mentido. ¿Es tan importante quién besó primero a quién? Los tres nos besamos. Nadie apartó la cara. Nadie vaciló.
Supongo que es lo que me habría gustado que sucediera. Que lo empezaran ellos, no yo. Mientras estábamos allí sentados, hablando, sentí que mis labios se calentaban, y mi piel, y también la cueva, el aire que nos rodeaba. Sabía que no solo me pasaba a mí. Sus bocas brillaban, más rojas de lo normal. Tenían los ojos húmedos. Estaban tan excitados como yo.
Sarah
deseaba
besarme. Estoy segura de eso. Y también Tayshawn. ¿Por qué si no me lo devolvieron? Ambos necesitaban que canalizara su excitación.
Pero sí que es importante. Al tomar la iniciativa pensaron que soy una chica fácil.
Al besarlos yo primera confirmé los miles de
zorras
susurrados al pasar.
Cuando me incliné hacia Sarah, ella también se estaba inclinando hacia mí.
Tendría que haber esperado.
Papá me está esperando, sentado a la mesa de la cocina con su portátil.
—Hola, Micah —dice levantando la cabeza, sonriendo. Quiere mostrarme su preocupación, demostrarme que sabe qué día es hoy, que se preocupa por mí. No hace falta que me enfade. Ya lo estoy.
—Hola, papá —digo con la esperanza de poder acabar con aquello rápidamente y encerrarme en mi cuarto.
—¿Cómo ha ido?
Me encojo de hombros. ¿Cómo imagina él que ha ido? Bueno, es probable que no exactamente como ha acabado. No pienso contarle que nos marchamos, que besé a Sarah y Tayshawn. Ni tampoco lo del chico blanco. No pienso contarle nada importante.
—Extraño —digo, pues necesita oír algo—. Quiero decir que el funeral fue extraño. Había mucha gente que no conocía y el sacerdote ha dicho cosas que no eran ciertas, que no tenían nada que ver con Zach. Era como si nadie le hubiese conocido, no digamos ya conocerlo a fondo. Todos hablaban de un Zach imaginario.
—Los funerales son siempre así —dice papá. Cierra el portátil para demostrar que tengo toda su atención—. Todo el mundo habla de una versión idealizada de la persona desaparecida. Se dejan de lado todos sus defectos y se convierte en alguien que no fue…
Me apoyo en la nevera y tiro al suelo un imán y uno de los vómitos en papel de Jordan. Lo ignoro.
—La fiesta que hubo después fue aún peor. Solo conocía a sus amigos de la escuela y a ninguno de ellos les caigo bien. Y, además, todos bebían…
—Tú no… —empieza papá.
—No, papá. Por supuesto que no. —Aunque los Mayores dicen que no son más que chorradas, mis padres no me dejan beber porque temen que me convierta en lobo si lo hago. Bueno, según la tía abuela Dorothy, a su abuelo le ocurrió una vez, pero solo una, y no recuerda que le sucediera a ningún otro lobo—. Nunca he bebido ni una gota de alcohol. Incluso si quisiera probarlo, no sería con esos asquerosos. Creen que soy un monstruo. Lo que es verdad, aunque no del modo que ellos creen. Esperaré a terminar el instituto —termino, con la esperanza de haber dicho lo suficiente para que papá piense que hemos mantenido una conversación y que ha cumplido con sus deberes paternales. Estoy convencida de que es lo que habría ocurrido si hubiera ido a casa de Will.
—Lo siento —dice papá—. ¿Estás bien?
Aunque no lo estoy, asiento. Me pregunto cómo reaccionaría si le contara lo del chico blanco. Si le hablara de mis sospechas.
—Tu madre quiere hablar contigo.
—¿Está en la cama? —pregunto, aunque es más que obvio. No podría estar en ningún otro sitio.
—Ajá —dice papá, y alarga una mano para darme una palmadita en el hombro. No aparto su mano aunque es lo que quiero hacer—. ¿Seguro que estás bien?
—Sí —digo—. Un poco cansada. —Confusa, culpable, triste, enfadada, preocupada, de luto. Siento muchas cosas al mismo tiempo. Quiero saber quién es ese chico, por qué me sigue, qué quiere de mí. Quiero saber si fue él quien mató a Zach. Quiero saber por qué lo hizo.
Quiero que Zach esté vivo.
Golpeo con los nudillos la puerta del cuarto de papá y mamá.
—¿Mamá? —la llamo, sin molestarme en bajar la voz para no despertar a Jordan, quien duerme tras una fina pared.
—Adelante —dice mamá.
Abro la puerta. Está en la cama, enfundada en el pijama de volantes que siempre nos provoca una risa tonta. Da un golpecito con la palma de la mano sobre la cama. Me siento. Me abraza y me da un beso en la cabeza. Se me forma un nudo en la garganta. Por un instante no puedo respirar, las lágrimas resbalan por mis mejillas. No puedo dejar de llorar. Lloro y lloro y lloro.
—Ya está, ya está,
chérie
—dice mamá mientras me acaricia el pelo—. Ya está, mi amor.
Después de nuestro primer encuentro en Central Park, Zach y yo corrimos juntos muchas otras veces. El resultado nunca estuvo en entredicho. Él era rápido, pero yo lo era más. Yo lo sabía. Él lo sabía.
Sin embargo, fue Zach quien me enseñó a correr bien.
Corriendo a su lado, imitando su zancada, oyendo su respiración, oliéndola. Duplicándola. Esforzándome para correr como él. Nadie me había enseñado a hacerlo. No tenía ninguna técnica. Gracias a Zach aprendí a correr más rápido, copiando todas las cosas que le enseñaba su entrenador: apoyar poco los talones, mantener las rodillas altas, ampliar la zancada. Puños apretados, codos pegados al cuerpo.
Incluso intenté que mi corazón latiera al mismo ritmo que el suyo.
Podía oír sus latidos cuando dormía, saborear su aliento. Era como si se hubiera metido bajo mi piel. Siempre allí.
Incluso después de muerto.
O puede que entonces aún
más.
Jamás me he sentido tan cómoda, tan feliz junto a otra persona.
Ojalá no hubiera tenido que mentirle. Ojalá pudiera haberle dicho lo que soy realmente.
Si no hubiese muerto creo que con el tiempo se lo habría contado.
Tal vez.
Le dije a la policía que nunca le habría hecho daño. Creo que no me creyeron.
Biología era la clase preferida de Zach. Y también la mía.
Puede que de haber conocido mi secreto, hubiera querido ayudarme a descubrir cómo funciona mi doble naturaleza.
Ahora mismo estoy pensando en cómo estaba hecho Zach, en cómo se descompuso.
Una vez tuvimos que montar en clase un modelo del cuerpo humano. Observamos la posición de los órganos: bazo y páncreas detrás del estómago. La vesícula detrás del hígado. Los riñones en mitad de la espalda. Intestino grueso rodeando al delgado, Todo reluciente, de plástico.
Yayeko nos advirtió que los cuerpos reales se parecían solo remotamente a aquel modelo. Que los bazos, páncreas, estómagos, vesículas, hígados, riñones, intestinos gruesos y delgados son tan distintos entre sí como nuestros ojos, narices o bocas.
¿Significa eso que el modelo es una mentira?
Ahora los órganos de Zach se parecen aún menos a los de ese modelo que antes. Ya no encajan entre sí. Incluso antes de empezar a descomponerse, se desencajaron, se hicieron jirones, la sangre se derramó de las venas y vasos sanguíneos que los mantenían a salvo, protegidos y en funcionamiento.
La sangre de Zach se liberó, inundando todos sus órganos.
Pero no sé cómo. No sé quién se lo hizo. O, por lo menos, no estoy segura. Mis sospechas no tienen ningún fundamento.
Lo único que sé es que se ha ido para siempre.
Me pregunto si hubiera amado sus pulmones, su caja torácica, su páncreas de haberlos verlos visto en funcionamiento. Si amas a alguien, ¿amas también cada una de las partes que lo componen? ¿Incluso la mucosidad de su garganta, las úlceras bucales, las cavidades dentales?
Quiero que siempre sea invierno. Porque conocí a Zach en invierno. Le conocí de verdad. Hablé con él. Le besé. Corrí a su lado. Todas las cosas que hacíamos juntos las hicimos en invierno.
En invierno estaba vivo. Con sus órganos en perfecto estado.
En verano yo estaba en la granja, anhelando estar con él, siendo un lobo.
Pero ahora, en otoño, ya no está aquí. También han desaparecido todas las capas de ropa. Incluso su piel.
No sé muy bien qué hacer sin él.
La última vez que le vi estábamos corriendo. Desde Central Park hasta su edificio de apartamentos en Inwood.
Pero yo no me detuve al llegar. Di media vuelta, corrí unos metros hacia atrás, me despedí de él con la mano y seguí corriendo hasta el Lower East Side. Hasta mi edificio de apartamentos, mi diminuto cuarto, donde él nunca había estado.
No volví a verle.
No volví a verle vivo. Con los órganos intactos.
No hubo ningún médico.
Mis padres tenían demasiado miedo de los análisis de sangre. De lo que los médicos pudieran encontrar. De lo que vive en mi sangre.
Nunca me ha visitado un médico. Ni uno solo. Nunca me han hecho análisis. Nunca me han vacunado. Nunca me han examinado la vista ni el oído. Cuando tengo fiebre, mis padres me dan una aspirina, me ponen un paño mojado en la frente y esperan a que remita.
Ningún médico me ha dicho nunca que siga tomando la píldora. Mamá no se horrorizó ante la idea. Ella es quien consigue las recetas. Solo añadí el detalle para hacerlo más real.
Aunque sí hubo especialistas en la eliminación del pelo corporal. A los diez años había visitado a todos los que hay en la ciudad: electrolisis, cera, láser, cremas y ungüentos. Mamá encontró a una mujer francesa que me hizo beber un preparado de hierbas apestoso que sabía a tierra y que acabé vomitando. Hierbas y pomadas chinas y españolas. Acupuntura, incluso un espiritista.
Nada funcionó.
El pelo regresó, se quedó más o menos durante un año y después desapareció para volver solo cuando me transformo en lobo.
Mi escuela fue fundada por cuáqueros. Creían en la igualdad y la justicia y querían crear una escuela que se basara en esos principios. Uno de ellos era muy rico, por eso hay tanto dinero para becas, y por eso el precio de la matrícula sigue siendo bajo. Bueno, no tan bajo en comparación con otras escuelas, pero sí con la mayoría de las escuelas privadas de la ciudad. Lo suficiente para que mis padres puedan pagar la mitad que no cubre la beca sin necesidad de ahorrar ni recortar dinero de otras cosas.
Pero el cuáquero rico… ¿No es una contradicción? Pensaba que todos los cuáqueros eran pobres… Da igual, el cuáquero en cuestión abandonó a su mujer cuáquera y a sus numerosos hijos cuáqueros y se marchó con una mujer mucho más joven que él, una bailarina que no era cuáquera. Se mudó a Nueva York para poder asistir cada noche a su espectáculo. Hasta que ella le abandonó, dejándolo con un corazón roto y —según Chantal— un caso grave de gonorrea.
Entonces fundó la escuela e invirtió todo su dinero en ella.
La montó en este edificio, que antes había sido una prisión. Una prisión de mujeres. Dejaron los barrotes de las ventanas.
Ningún alumno de la escuela es cuáquero, y de todos los profesores, solo lo es el director Paul.
Me pregunto si el sentido de la igualdad y la justicia que promulgan los cuáqueros será extensible a los licántropos. ¿Me incluirá también a mí?
Me doy cuenta de que no sé muchas cosas de los cuáqueros.
Pero sé muchas cosas de jaulas y prisiones. Toda mi vida he vivido encerrada tras un muro de mentiras. Acorralada por ellas.
Así es mi vida:
Estoy sola.
Rodeada de barrotes. Los guardias de la prisión me atan los brazos, me traen píldoras varias veces al día. Me preguntan —me ruegan— que les diga la verdad.
Lo hago.
Cada una de mis palabras.
Es verdad.
Ellos no creen en mis lobos.
El día posterior al funeral estoy a punto de quedarme en casa. No creo que pueda enfrentarme a Sarah y Tayshawn. Me ruborizo con solo pensar que he de verlos. No quiero tener una conversación sobre el error que cometimos, sobre la necesidad de olvidar lo que sucedió, seguir adelante. No quiero hablar de todo eso.
Mantengo la cabeza gacha y paso a modo de invisibilidad, pero ahora es mucho más difícil que antes. Aunque Zach esté enterrado, la gente sigue hablando de él, mirándome de reojo. Salvo que ahora parecen existir más razones para que lo hagan. Estoy convencida de que todo el mundo sabe qué hicimos después del funeral.
No, después no.
Durante
. Eso lo convierte en algo muchísimo peor. ¿Quién reparó en que salíamos de la iglesia? ¿Saben todos ya lo que ocurrió? Mis mejillas se sonrojan todavía más.