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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (35 page)

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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Garzón lo miró con curiosidad.

—¡Qué feo era, el jodido! —exclamó.

—Feo y dañino —añadió el forense.

Me acerqué y estuve contemplando su imagen lívida, las guedejas apelmazadas que le caían sobre los hombros. No tenía expresión, ni plácida ni crispada, no parecía un hombre especial en absoluto. Entonces, ¿qué le había conferido en vida aquella fascinación paralizante de la que hasta yo fui víctima? ¿La potencia de su mente, o aquella vieja entelequia llamada alma? ¿O tal vez toda aquella fuerza no estaba más que en la psique de los demás en forma de autosugestión?

—¿Puedo? —pregunté a Montalbán como somera petición de permiso. Asintió. Entonces levanté el lienzo quirúrgico que protegía el cuerpo y me concentré en su desnudez. El profeta dormido era tan sólo un hombre.

—¿Cree que su sexo es normal? —dije dirigiéndome al doctor.

—Sí, es normal.

Los tres contemplamos un momento su pene posado de lado sobre un nido de vello muerto.

—¿Está buscando explicaciones psicosomáticas para su conducta, Petra?

—Ya sabe, doctor, el testículo que le faltaba a Hitler..., el tamaño pequeño de los penes de muchos violadores... Quizá...

—¡Si a cada tío que tiene la polla pequeña le diera por fundar una secta...! —soltó el subinspector.

Montalbán se echó a reír.

—Vámonos fuera si ya han terminado. Aquí no se puede fumar y mi cuerpo está pidiendo una pequeña dosis de nicotina después de toda una tarde de trabajo.

Nos golpeó la claridad de los fluorescentes del pasillo.

—¿Tiene algún dato del Instituto de Toxicología sobre la ropa que llevaba el muerto?

—No, ya sabe que eso es lento, no tenemos nada aún.

Montalbán encendió su pipa aspirando una vez tras otra como si en ello le fuera la vida. En los intervalos comentaba:

—Un desgraciado asunto..., pero ahí tienen al culpable... Al final no ha quedado impune.

—En cierto modo, sí. El castigo no ha venido de donde debía.

Enarcó las cejas inquisitivamente.

—¿Usted también se ha vuelto mística, inspectora?

—Siempre lo he sido —contesté sonriendo, y mientras nos dirigíamos a la salida añadí—: ¡Pero nunca he tenido seguidores!

—Eso no me lo creo; apuesto a que algún admirador la ha seguido por la calle más de una vez.

Me despedí con una risotada.

—¡Avísenos en cuanto tenga la analítica, doctor!

Asintió entre nubes de humo provenientes de su pipa, que ya parecían las de una hoguera.

Garzón daba cabezadas en el trayecto de vuelta a comisaría. Lo dejé en paz. De pronto, despertó sobresaltado.

—¿Me he dormido? —dijo como cogido en falta.

—Apenas un minuto.

—¡No quiero dormirme!

—¿Por qué?

—Porque tengo la impresión de que si me duermo... —Se interrumpió bruscamente.

—Palafolls morirá, ¿es eso?

—Sí. ¡Qué estupidez! ¿Verdad?

—Sí. ¡Qué estupidez! —dije en voz muy baja, y seguí conduciendo con un nudo en el pecho.

12

En los pasillos del primer piso topamos con Coronas. Parecía Napoleón después de Waterloo. Advertí enseguida la derrota en sus ojos. Garzón cometió el error de preguntarle:

—¿Han encontrado algo en el Borne?

Lo miró con mala cara.

—¡Es obvio que no! ¿Y ustedes?

—Julieta es una
skopi
, señor. Hace tiempo que era una infiltrada de Ivanov en mi casa, y después en el ámbito de Palafolls y sus investigaciones. Pensaba largarse con el ruso a Santo Domingo. Cuando lo asesinaron, se desfondó y volvió a su casa.

—¿De modo que ha cantado?

—No lo principal; sigue sin querer decir dónde está Palafolls.

Coronas, cansado, se pasó las manos por la cara. De pronto me miró con expresión de locura.

—¡Mátela, hóstiela, amenácela con lo más espantoso!

—Eso le digo yo —apuntó Garzón.

—No serviría de nada. Ya ha visto cómo actúan estos tipos. Si piensa que su sagrada obligación es callar, callará.

—¿Aun después de muerto su gurú?

—Con más motivo; en ella recae la responsabilidad de continuar su labor.

—Pero el tiempo va pasando, inspectora. El agente Palafolls puede estar incomunicado en cualquier zulo. Solo, atado, sin comer...

—Soy consciente de eso. Vamos a hacer que el padre Villalba, el experto en sectas que ya nos ayudó, interrogue no sólo a Julieta, sino también a Adrián Atienza.

—Ojalá no sea demasiado tarde.

Garzón intervino diciendo con una sorprendente seguridad:

—No señor, no lo es.

Coronas montó en cólera para decir:

—¡¿Y cómo coño lo sabe?! ¿Cómo
coño
puede estar tan seguro de que no ha muerto ya, de que no ha estado muerto desde el principio?

El subinspector respondió con el mismo brío que la vez anterior:

—Porque lo sé, señor. Estoy seguro de que aún vive.

Aquella inesperada respuesta deshizo milagrosamente el enfado del comisario, que bajó la vista y susurró:

—¡Dios le oiga, Garzón, ojalá!

A pesar del dramatismo de aquellos momentos, cuando vi al padre Villalba volví a experimentar la sensación de que era justo el hombre con el que debería haberme casado. Sólo el atisbo de su americana de espiguilla gris ya me llenó de serenidad. No era la recaída en los brazos de mi joven ex esposo lo que hubiera necesitado, pero tampoco un desaforado
flirt
con un eslavo de buen ver. No, la opción segura era el padre Villalba, que habría proporcionado a mi vida espuertas de paz. Claro que quizá las tardes de domingo hubieran sido un poco aburridas, y que tampoco me divertiría recibiendo la visita de beatas o de otro cura dispuesto a charlar, pero en realidad ni siquiera me enteraría de aquellos detalles, tan ocupada como estaría preparando tazas de té. ¡Ah, si por lo menos se convirtiera al protestantismo, ya tendríamos un primer paso dado!, pensé. Luego salí de aquella conservadora imagen mental y sondeé el estado de ánimo del cura. No estaba optimista.

—No creo que mi intervención vaya a cambiar las cosas, inspectora. Esos dos chicos se hallan ahora sometidos a una fuerte presión psicológica, y en esas circunstancias los sectarios se crecen.

—¿Qué quiere decir?

—Sienten que participan en algo de tipo épico. Los efluvios del martirio colman sus expectativas de mística y elevación. Es como si se vieran reconfirmados en la misión que les ha sido encomendada.

—¿Los primeros cristianos sintieron algo así? —preguntó con imprudencia Garzón.

—Salvando las distancias..., sí.

—¿Qué distancias?

—Que ellos sí estaban siendo mártires de la auténtica fe.

Vi que nos deslizábamos por un terreno en verdad peligroso y atajé la imprevisible respuesta del subinspector.

—Fermín, ¿no le parece que deberíamos dejar que el padre intentara convencer a esos chicos ya?

Afirmó, volviendo de la abstracción, pero me percaté de que le hubiera gustado seguir. Como a todo ateo, los temas teológicos le entusiasmaban.

Llevamos al padre Villalba a la sala de interrogatorios donde lo esperaba Adrián. Nosotros nos quedamos fuera, observando su actuación desde la ventana de falso espejo.

El cura era hábil, contaba con las virtudes básicas de un buen interrogador: paciencia, serenidad e impenetrabilidad en el rostro. Sólo le faltaba un ramalazo de genio de vez en cuando que hiciera titubear al sospechoso. Además, no parecía importarle no recibir ninguna respuesta a sus monólogos, al fin y al cabo estaba acostumbrado a hablar con Dios.

Debíamos reconocer que lo estaba intentando de todos los modos posibles, tanto con Adrián como con Julieta, que entró después. Les habló de la espiritualidad, del amor, de la misericordia, de la libertad. Les contó ejemplos de personas que no habían sido comprendidas por sus coetáneos en un principio, pero a quienes todos acababan dando la razón, con tal de que ellos desearan cooperar. Pasó a argumentos más teóricos, rozando la herejía a su propia religión al acercarse a un panteísmo que englobaba a todos los seres vivos de la creación reconociéndoles dignidad casi divina.

Pero a pesar de todos los esfuerzos, ambos chicos seguían impasibles ante cualquier persuasión. Julieta le había mirado todo el tiempo en un silencio que sobrecogía por su absurda persistencia. Sólo Adrián, en un momento dado, se conmovió y, casi al borde de las lágrimas, le dijo:

—Padre, no siga más. Comprenda que no puedo hablar, no puedo hablar. Quiero que lo comprenda. Le diré una única cosa, y quiero que sepa que es toda la verdad: yo no sé dónde está Miguel Palafolls. No lo sé.

Al final de aquel largo e infructuoso tiempo, el cura salió y abrió sus brazos frente a nosotros.

—¡Lo siento, no puedo hacer más! —exclamó.

—¿Cree que ese chico dice la verdad? —inquirió mi compañero.

—¿Quién puede saberlo? Se trata de una mente trastornada, programada con antelación y sometida ahora a un profundo estrés. En el fondo es como si no fueran ellos, como si alguien les hubiera implantado una nueva personalidad. Quizá un psiquiatra, desprogramándolos, consiguiera mejores resultados que yo.

—¿Cree que los desprogramaría en una sola sesión? —preguntó Garzón con vehemencia.

El padre Villalba sonrió con tristeza.

—Me temo que no. Son procesos que pueden durar años.

—No tenemos tiempo para eso, padre. Estamos obrando a la desesperada, casi en busca de una solución milagrosa.

—¿Quiere poner en mi boca la afirmación de que no debemos confiar en milagros?

—Yo sólo pretendía... —balbuceó el subinspector.

El padre Villalba volvió a sonreír, y entonces fue cuando le oí pronunciar aquella frase maravillosa. Dijo:

—Es fácil para nosotros, inspectora. Nosotros estamos en la luz, vivimos en ella. Pero esos jóvenes pertenecen ahora a otra parte, y sólo son mensajeros de la oscuridad.

Una hermosa definición. Mensajeros de la oscuridad. Mensajes sangrantes del lado oscuro, un lugar que probablemente yo nunca visitaría, aunque hubiera rondado sus aledaños.

Despedimos al cura en la puerta. Parecía descorazonado. Me dio la mano y sonrió con cansancio.

—Espero que no hubieran confiado demasiado en mí, inspectora.

¿Qué contestar a aquello? Sonreí yo también. Cuando se hubo alejado, Garzón rezongó:

—¡Confiar en un cura! Eso sí demuestra que ya no nos queda ningún cartucho más.

Lo miré con curiosidad. Dejarlo por imposible era una opción tentadora. Pero en vez de eso, dije:

—Nos queda intentarlo con un psiquiatra; o al menos con nuestro psicólogo Sanjuán. La ciencia siempre debe ser el último cartucho. Es una cuestión de principios.

Sanjuán nos escuchó preocupado. Era una papeleta que no había imaginado jamás. No solía realizar actuaciones directas sobre sospechosos. Además, él no era un experto en desprogramación, ni en una sola charla nos prometía nada. Pero haría todo lo posible para encontrar el punto flaco de aquella pareja de mudos recalcitrantes.

Garzón asistió, pero yo no quise estar presente en los interrogatorios. Me producía auténtico dolor de estómago empezar desde cero otra vez. ¿Qué diferencia existía entre los métodos religiosos o los psicológicos? Al final, todos iban a las mismas raíces: un intento de estimulación del sentido común, de la racionalidad. Y si eso fallaba, cada uno acudía a sus recetas para entrar directamente al corazón. Vía Dios o vía Freud, poco importaba.

Fui a mi despacho y me derrumbé sobre un sillón. No pasé más de un segundo consciente, el sueño no encontró contrincante en mí, me venció sin ninguna resistencia. Cuando me despertó Garzón, tuve la suficiente lucidez para comprender que tenía la boca abierta, los pelos revueltos y los zapatos desencajados de los pies. Quedé horrorizada al punto, me incorporé e intenté remediar lo irremediable con torpes manotazos al peinado. Pero no debía inquietarme, el subinspector estaba peor que yo. Dejó caer su peso sobre una silla y se rascó la derrotada cara.

—No hablarán, Petra, no hablarán. Todos ellos han hecho una promesa y no hablarán. Hay algo muy enraizado en su mente. ¿Por qué cree que Ramón Torres montó ese cirio tan complicado mandándole los penes? Era el más inclinado a hablar y no habló, imagínese éstos, que no tienen la más mínima intención de hacerlo.

—De modo que tampoco frente a Sanjuán capitulan.

—Está haciendo todo lo que puede, pero es dar contra piedra. Y si quiere que le diga la verdad no me extraña. Estamos tratándolos con todo miramiento: un cura, un psiquiatra... Que si están programados, que si viven fuera de la realidad... ¡Nosotros también estamos fuera de la realidad! ¡Hemos perdido los papeles, el oremus!

Me había despertado de mi siesta con mal cuerpo y atajé sus berridos de mal humor.

—¡Pues habrá que volver a la realidad, Garzón! ¡A ver si se le ocurre a usted la manera en vez de andar protestando!

—Un par de hostias sería suficiente realidad. Una acción traumática, ¿no la llaman los psiquiatras así?

De repente me quedé colgada de sus palabras, en un éxtasis momentáneo, en una iluminación. Luego empecé a considerar los pros y los contras de la idea que acababa de tener. Pero no era el momento de calibrar, sino de actuar. De salir mal, tampoco perderíamos mucho. Me levanté de un salto.

—Subinspector, vaya a la sala de interrogatorios e interrumpa a Sanjuán. Dígale que vamos a llevarnos a esos dos. Disponga un coche celular y que un par de guardias nos acompañen.

—¿Adónde los vamos a llevar?

—Si alguien le hace esa misma pregunta, responda que no lo sabe, así no mentirá.

No me paré a ver cuál era su reacción. En ciertos momentos la sensibilidad es un lujo que uno no puede permitirse.

Mi cálculo no falló, como el doctor Montalbán había seguido el caso desde el principio, se sentía implicado y con ganas de colaborar. Aun así, hube de bregar con él más de media hora para conseguir que accediera a mis planes. El auricular del teléfono estaba caliente cuando colgué.

Garzón ya me esperaba con guardias, coche y sospechosos. Éstos no manifestaban la menor curiosidad por su traslado. Por desgracia, Garzón no sentía la misma indiferencia. Dispuse que el coche celular con los dos chicos custodiados nos siguiera, y en cuanto estuvimos solos y cogí el volante, el subinspector preguntó:

—¿Hacia dónde nos dirigimos?

—Al Anatómico Forense.

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