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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Mensajeros de la oscuridad (29 page)

BOOK: Mensajeros de la oscuridad
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—Ha llegado el momento de darte tu regalo —dijo enigmáticamente.

El lugar al que nos dirigíamos era el impresionante mausoleo de Lenin, junto a la muralla del Kremlin. Aquello me intrigó. Cuando llegamos, salían las últimas bandadas de turistas bien unidos en grupos. Nos mantuvimos a corta distancia y los observamos desfilar hacia sus autocares. Miré a Alexander divertida.

—¿Puedes decirme ya en qué consiste la sorpresa?

—No —dijo, echándose a reír.

—¡Muy bien, esperaré!

No tuve que hacerlo durante mucho rato. Por fin Rekov se dirigió a la puerta del mausoleo que ya estaba desierta. Le seguí. Mi curiosidad inicial se convirtió en un cierto nerviosismo. Me mantuve algo retirada mientras él hablaba brevemente con los guardias de la puerta, que parecían conocerle. Se volvió hacia mí, me hizo una seña con la cabeza y fui hasta donde estaba.

Penetramos en el mausoleo con un movimiento tan rápido que a mí me pareció furtivo. Oí que las verjas de hierro se cerraban detrás de nosotros.

—¿Vamos a visitarlo cuando todos se han ido?

—Supongo que no es necesario que te explique hasta qué punto esto está prohibido.

Se me aceleró el corazón.

—¿Y tú tienes permiso?

Entre las sombras de los pasillos de mármol pude avistar sus ojos burlones.

—Ésta es una de las ventajas de ser policía, y creo que has oído algo sobre la corrupción policial en Rusia, ¿o no?

—¡Te habrá costado muy caro!

—Si me descubren puedo pagarlo más caro aún.

—Pero ¿cómo se te ha ocurrido...?

—¿Habla la mujer que ama lo insólito? Sólo he podido conseguir un cuarto de hora, será mejor que lo disfrutes.

Si no hubiera estado tan aterrorizada habría soltado una risa nerviosa, pero me callé. El marco era capaz de volver solemne a cualquiera. Hacía mucho frío, o quizá la visión de las desnudas paredes de mármol propiciaba que se sintiera con mayor intensidad.

Cada silencio era más profundo, ya sólo se oían las botas de los vigilantes que se alejaban, el zumbido de alguna luz al pasar. De pronto me di cuenta de que aquello era una barbaridad que podía comprometerme. Por muy bien ligado que tuviera el soborno o por muchas amistades con que contara al más alto nivel, la cosa podía escapársele de las manos en cualquier momento. Cierto que aquel lugar había perdido su trascendencia política, pero si alguien nos cazaba allí yo sería acusada como mínimo de gamberrismo, y él quizá de alta traición. Algo semejante significaría probablemente visitar la cárcel y, en el mejor de los casos, no poder salir del país por el momento. Perdí la serenidad interior. Si a Coronas le llegaba la noticia de que me habían pescado deambulando por la tumba de Lenin fuera de horario, le daría un infarto.

—Ya hemos llegado —dijo Alexander en voz muy baja.

El pasillo semi iluminado se quebraba de pronto con una curva cerrada y, sin ninguna transición arquitectónica, entraba de lleno en la cámara funeraria. Allí, aislado por una bóveda cúbica de grueso cristal, Lenin dormía. Quedé conmocionada ante su inmovilidad. Se hallaba vestido de oscuro, recostado en un almohadón y tapado hasta la cintura por un lienzo de seda negra. No tenía piernas.

Me quedé observándolo en estado de hipnosis, pasmada. Parecía que iba a sonreír, pero era el cuerpo de un hombre muerto mucho tiempo atrás, sólo eso. Sin embargo, su presencia entre los vivos resultaba fantasmal, extraña.

Alexander me cogió del brazo y me hizo apartar los ojos de la enorme urna. Acercó su cara a la mía y me besó. Después empezó a quitarme el abrigo con movimientos acariciadores. Lo dejó caer. Intentó desabrocharme la blusa y entonces me bloqueé. Comprendí que pretendía hacer el amor sobre aquellas losas de mármol. Lo separé con violencia.

—Pero ¿qué demonio haces?

—¿No te apetece?

—Aquí, no.

—¿Y el riesgo, y la emoción, y lo insólito?

—¡Esto es ridículo!

—Sólo un poco inquietante, pero es un sitio como cualquier otro. ¿Prefieres marcharte?

Dudé, me debatí. Lo insólito. Lo inolvidable. La pasión. Alexander había vuelto a abrazarme con su cuerpo cálido y rotundo. Me dejé llevar sólo por él, olvidando el lugar donde estábamos, la circunstancia. El deseo logró sobreponerse a cualquier otra historia. Hicimos el amor medio vestidos, con urgencia, con cierta desesperación. Después me sobrevino una oleada de miedo. Me aparté de Rekov y quise marcharme. No pude volver a mirar el cuerpo embalsamado.

Desanduvimos lo andado, en silencio. Al llegar a la puerta me dejó un momento sola y me pidió que me apartara a un lado. No debía ver la cara del guardia que había venido a abrirnos.

Una vez fuera respiré el aire gélido con auténtica avidez. Caminamos sin hablar. De pronto, Rekov dijo:

—Una mujer debe saber quién es su adversario en el tablero de ajedrez. Debe saber medir la altura de la partida.

—¿De verdad era tan importante para ti follar en la tumba de Lenin?

—No específicamente, pero tú me dijiste que querías emociones.

—Todo esto me parece absurdo e infantil. Será mejor que me vaya al hotel. Nos veremos esta noche en la cena.

Me sentía indignada y rabiosa sin saber exactamente el motivo. Supuse que se trataba de la pasividad a la que me sometía la situación, también al supuesto reto al que Rekov me enfrentaba. ¿Por qué hacer algo incómodo, arriesgado, casi contra natura? ¿Qué era aquello, la mentalidad rusa, postsoviética, masculina en general? Aunque a lo mejor lo único que me fastidiaba era haber sentido tanto miedo.

Desde el hotel llamé al comisario Coronas. En cuanto me oyó se puso como una fiera.

—¿Petra? ¿Petra Delicado? Déjeme que piense... ¡Ah, sí, creo que por aquí teníamos una inspectora llamada de ese modo! ¿Puede decirme por qué cojones no me ha llamado durante toda la semana?

—Comisario, no pensé que... En realidad hemos ido de culo hasta dar con el tipo, no ha sido tan fácil.

—¿Tan de culo como para no contestar siquiera a mis llamadas?

—¿A sus llamadas? Pero ¿me ha llamado usted?

—Varias veces, y tengo constancia de que le pasaron los recados al inspector Rekov; así que ya me dirá...

—Se lo explicaré, señor comisario, descuide, todo tiene una explicación. Por cierto, no quiero hablar mucho por teléfono, pero le adelantaré que se trata de un asunto de sectas. ¿Han detenido ya a Ivanov?

Se produjo un silencio sospechoso, después oí un suspiro.

—Se les escabulló a nuestros hombres.

—¿Cómo ha dicho?

—¡Que se les escabulló, me cago en la puta! ¡Vivo rodeado de ineptos, ésa es la verdad! Llevaban vigilándolo desde que usted se largó, muy bien, ordeno que lo atrapen y se les escapa en las mismas narices. ¡Hay que joderse! Aunque debe de ser un artista de la fuga, porque cuando entraron en su caseta de obra había un cigarrillo en el cenicero, encendido aún. Además, era de noche... ¡En fin! He dado orden de busca y captura.

—Y de Palafolls, ¿sabe usted algo?

—Se ha tomado muy en serio su papel de infiltrado y ha estado toda la semana sin aparecer. Pero ha llamado hoy. Esta noche va a una fiesta de estudiantes y mañana quiere verme. Es posible que ya haya descubierto algo. Vendrá a primera hora. ¿Cuándo llegan ustedes?

—Salimos a las nueve de aquí.

—Ya pueden contar con que quiero verlos inmediatamente, nada de ir a dejar las maletas o lavarse los dientes, ¿me oye?

—Sí, señor.

Me puse en contacto con Alexander, que transmitió la alerta a su departamento por si Ivanov volvía a Moscú. Poco más podíamos hacer por el momento. En verdad Coronas tenía motivos para estar cabreado, pero yo también. ¡Dejar escapar a Ivanov! ¿Y los mensajes de Coronas? ¿Por qué Alexander no me los había pasado? Aquello era un desmadre, un cúmulo de desorganizaciones concatenadas. ¡Y encima yo cometiendo el escarnio de follar frente a la sagrada momia de Vladimir Ilich Ulianov!

A la última cena en Moscú sólo le faltaba Jesucristo. Rekov, Silaiev y Garzón abultaban como once apóstoles con su humor desenfadado y sus continuas muestras de amistad, y yo exhibía el espíritu de Judas. Naturalmente, lo primero que hice fue preguntarle a Alexander si había recibido los telefonemas de Coronas. Con toda desfachatez me dijo que sí.

—¿Puedo saber por qué no me los pasaste?

—Por la misma razón que tú le enviaste un fax en vez de hablar con él. Temía que te hiciera volver. Le pregunté si tenía algo importante que comunicarte y me contestó que no, ¿para qué arriesgarse entonces?

Fingí luchar desesperadamente con el halago que sentía.

—Todo esto es terrible, de verdad, tengo la sensación de que hemos entrado en una espiral de locura colectiva.

Se echó a reír de buena gana, seductor, algo paternal.

—No pasa absolutamente nada, Petra, todo está bien. La sensación que tienes es el resultado de darte cuenta de que no eres como creías ser: arriesgada, anárquica, amante de los cambios... ¿Has pensado que quizá tu verdadera naturaleza estriba en el orden, la inmovilidad, el racionalismo más absoluto?


Fuck you!
—le dije, lo cual necesita tan poca traducción que hasta Garzón lo entendió.

Después de que Alexander consiguiera atajar su ataque de risa empezamos a cenar con las tensiones quizá aligeradas por mi parte. De cualquier modo, no podía quitarme de la cabeza la fuga de Ivanov. A Rekov no le sorprendía en absoluto que hubiera conseguido una cosa así; al parecer había escapado casi del mismo modo un año atrás en Moscú. Mucho menos extrañado se encontraba Garzón; aquel desenlace coincidía con su peregrina teoría de la volatilidad rusa. Ni siquiera la rotundidad poco etérea de Silaiev le había hecho cambiar de opinión. Sí, daba la impresión de haberla mudado en cuanto a la consideración general de su colega ruso. Ahora ambos se mostraban más hermanados e inseparables que Rómulo y Remo, habiendo sustituido la ubre de loba capitolina por una botella de vodka nutricia y generosa. Temí que, tras aquel viaje, el subinspector precisara una cura de desintoxicación.

A la salida del restaurante los dos emprendieron camino de sus últimas rondas mientras que Alexander me acompañó al hotel.

Hicimos el amor de nuevo, ahora en escenarios menos lúgubres. Nos abrazamos con confianza y una última curiosidad mutua. De todos modos, había logrado averiguar mucho más sobre mí que yo sobre él. No tenía importancia, nuestras mentalidades eran tan distintas que nunca hubiéramos llegado a una auténtica comprensión. Me alegraba, sin embargo, haberlo conocido. Me había servido de vacuna contra las tentaciones de ligar con Pepe, contra la terrible equivocación de volver atrás, y me había dado la satisfacción de comprobar que seguía habiendo hombres que jugaban fuerte. Era un control estadístico que no estaba mal.

Habíamos pactado que no habría despedidas. Se levantaría de madrugada y abandonaría la habitación. Yo permanecería en la cama, y aunque me despertara, fingiría dormir. Un digno colofón para dos personas que han compartido el tiempo sin conocerse apenas. Mucho mejor así, contaría con un material intacto para el recuerdo, maleable según la necesidad. Alexander.

Rekov siempre sería mi apuesto amante ruso, mi conde Wromsky, mi Iván Turgueniev. ¿Para qué hubiera servido saber que mantenía a una ex esposa histérica, a un hijo adolescente o que, por el contrario, convivía con sus manías de desconfiado solterón? Nunca volveríamos a vernos; era más que improbable que el ejercicio de mi profesión me llevara de nuevo a Moscú, y ni se me hubiera ocurrido presentarme un buen día como una turista en busca de la segunda parte de una aventura sentimental. Ni pensarlo, adiós Alexander Rekov, ya que la vida es tan parca en realidades satisfactorias, recurramos a la mitificación del pasado. De cualquier modo, anoto para que sirva de testimonio a los siglos, que cuando lo oí vestirse en la madrugada me costó mucho aparentar que dormía envuelta en la placidez.

Garzón se mostraba ciertamente eufórico en el avión de vuelta. Temí por un momento que retomara el hilo de los versos priápicos. Intenté romper su contento previniendo una nueva sesión.

—No sé qué le hace estar tan feliz.

—El regreso a la patria, querida inspectora. Empezaba a echar de menos las lentejas y el chorizo.

—¿Regados con vodka?

—¡Vaya por Dios! ¿Se puede saber por qué está de tan mala gaita?

—¿A usted qué le parece? Tenemos el caso a medio resolver y mientras nosotros estamos atando cabos por un lado, el principal sospechoso emprende el vuelo. ¡No es como para reírse!

—¡Tampoco es para llorar! Confíe en nuestros muchachos; si hay una orden de busca, lo tendrán todo copado. Ese tipo no podrá salir del país, y no es tan fácil para un ruso pasar inadvertido. Lo trincarán.

Cuando Garzón se pasaba al registro tipo «nuestros muchachos», me ponía a morir.

—El camarada Dimitri me dijo que cuando se está en el buen camino deductivo las incidencias de la investigación son secundarias —añadió.

—¡¿Qué?!

—Lo que ha oído, Petra. ¿A qué viene tanta sorpresa?

—Me pregunto cómo coño pudo Silaiev hacerse entender sobre algo tan complejo.

—No crea, hablábamos.

—¿En qué idioma?

—La gente del pueblo acaba comprendiéndose entre sí.

—¡No me joda, Garzón!

—Lo digo en serio.

—Entonces es que el vodka obra milagros.

—Eso también es verdad.

Desconecté. Si continuaba con aquella conversación acabaría cayendo en un ataque de nervios. Me puse los auriculares e intenté relajarme oyendo a Prokofiev. Mientras, Garzón negociaba con la azafata un servicio doble de aquella espantosa comida sintética de líneas aéreas.

Llegamos sin retraso. Después de recoger nuestras maletas salimos a las siempre atestadas salas del aeropuerto del Prat. Me quedé de una pieza cuando, entre la gente, pude distinguir al comisario Coronas seguido por dos guardias.

—¿Es ése Coronas? —preguntó, incrédulo, el subinspector.

—Creo que hemos minimizado la magnitud de la bronca que vamos a recibir —contesté.

Pero no, no se trataba de eso. Coronas se dirigió como un rayo hacia nosotros y sin saludar siquiera, espetó:

—Han secuestrado a Palafolls.

—¿Cómo dice?

—Secuestrado, asesinado..., no lo sabemos aún. El caso es que ha desaparecido. Desde ayer falta de su casa, no lo han visto en la facultad ni en comisaría... Se esfumó.

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