Read Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados Online
Authors: José Antonio Labordeta
—Recuérdamelo mañana.
Ese mañana nunca llegaba, porque sus secretarios anunciaban, en sucesivas contestaciones, que el señor subsecretario estaba en Costa Rica.
¿Y qué cojones hace en Costa Rica?, me preguntaba yo, y al final olvidaba la PNL, a pesar de que Ramón, un asistente del único diputado de Esquerra Republicana, con el humor de Santa Coloma de Gramenet, su pueblo, me animaba:
—Insiste. O tú, o ellos.
—Ellos, seguro.
—No te lo creas. Yo los tengo acojonados. Llamo y llamo hasta que se pone el jefecillo, y en ese momento cuelgo el teléfono. Se me pasó ya la necesidad de hablar con él, y la famosa PNL se ha perdido en el espacio del pasado. Pero les jode mucho.
—No tengo humor.
Sin embargo, como quería embarcarme en la presentación de proposiciones de ley, aproveché para subirme al lomo de alguna que presentaban partidos mayoritarios, y si bien mi nombre estaba allí, no figuraba el primero. Sé, lo intuyo, que mi prestigio, si es que me queda algo, se va a hundir con estas afirmaciones, pero qué le vamos a hacer. Uno ya se ha enfrascado en el turbio juego de lo políticamente correcto y debe aguantar el chaparrón, aunque en su epitafio pongan lo que pongan sus corrosivos paisanos.
El Beduino se apuntaba a las mociones, y eso nos permitía subir a la tribuna y, con la excusa de esa moción, intentar llevar el agua a tu molino, aunque siempre, en la contestación del interpelado, no había ni la más mínima referencia a tus palabras, y si la había era para abroncarte. Ésa era la estrategia democrática de aquellos años.
Como uno era un mindungui y sus posibilidades de participar en la «cosa pública» mínimas, utilizaba, como los humildes compañeros del Grupo Mixto, una extraña figura denominada «fijación de posiciones», con la cual en escasos dos minutos debías «posicionarte» a favor o en contra del tema que se estaba tratando.
Era una de las pocas maneras que tenías para sobrevivir y decir a tus paisanos: «¡Que estoy vivo! », porque los silencios de los medios de comunicación cayeron sobre nosotros como si fuésemos apestados.
Cuando ya no te quedaban cupos, ni las peneles te salían del alma, y la señora presidenta, en su amabilidad, te aseguraba que ya estaba harta de las fijaciones de posiciones, como si de cazar moscas se tratase, aún te quedaba el último subterfugio para poder responder y contestar a tus votantes, que convencidos de que tú estabas sentado allí gracias a ellos —lo que era verdad— te enviaban misivas con las más variopintas cuestiones, que iban sobre el tráfico del ferrocarril, el negocio de las vacas locas, la posición del Gobierno ante la Carta Europea de los Derechos Fundamentales en el Tratado de la Unión Europea, dos anarquistas asesinados bajo el régimen franquista o conseguir la denominación de origen para el ternasco aragonés.
Como uno ya no podía llevar estas cuestiones a plenos, comisiones o lo que fuera, hacía las preguntas por escrito esperando, con paciencia, que el ministerio que entendía del asunto contestara. Tardaban y tardaban y volvían a tardar, hasta que un día, cuando las vacas ya estaban buenas, el ternasco había dejado la denominación de origen y el último tren hacia Francia, por Canfranc, se había caído en el puente de L'Estanguet, te respondían con la tardanza sublime de los funcionarios. Sin embargo, una vez, ¡oh milagro!, respondieron en tiempo y forma.
—Ése debía de ser un funcionario nuevo.
—Quizás un becario.
—No, será nuevo. A los becarios no les dejan contestar, porque lo hacen de manera muy rápida y podrían viciar a los diputados. La lentitud es una forma de sabiduría.
Esta conversación la repetíamos una y otra vez con la misma insistencia con la que la repetían los remitentes, que, utilizando el fax, el teléfono y hasta la visita personal, te asediaban con mil cuestiones preocupados por recibir una respuesta.
El día que conseguimos que un funcionario novato, o un becario, nos contestase con rapidez sobre la denominación de origen del ternasco aragonés, la asociación de productores nos envió, para nuestra alegría, un costillar que, con patatas a lo pobre, asamos en mi casa, invitando a Paco y a varios amigos más. No nos salió mal, pero a última hora nos entró la duda de si haber aceptado aquel regalo no podría ser causa de expediente disciplinario o de que se nos acusase de prevaricación. Era el tinto de Viñas Viejas, de uva garnacha, el que provocaba los efectos humorísticos y la preocupación, que habían surgido entre muchas risas y alguna jota desmadrada.
Es increíble el amor propio con el que uno llega al Congreso y la necesidad de demostrar a los paisanos que te han votado, y también a los que no lo han hecho, el arduo compromiso con lo desconocido. Por esta ingenua valentía el Beduino acabó metiéndose en todos los vericuetos que le podían dar vida.
Unas veces, olvidándose del epitafio de Joaquín Costa, se embarcaba en el apoyo de una proposición de ley reguladora de la subcontratación en el sector de la construcción, como quien no quiere la cosa navegando por aguas procelosas que podían arrancarle de la sublime ignorancia. O, para más inri, apoyando un proyecto de ley orgánica de modificación de la ley orgánica del Poder Judicial y del Código Penal. Claro está que nunca conseguimos nada y los jueces siguen a su aire y las gentes de la derecha le meten poca marcha al Código Penal por si alguna vez acaban detrás de los barrotes.
Pedimos, con proyectos de ley, que se mejorasen las condiciones del personal de los servicios sanitarios. En el colmo de la valentía el Beduino participó en un proyecto de Ley de la Viña y del Vino, cuando él es un abstemio rotundo que, con un vaso de tinto de verano, se pone a ver el mundo de colores como a través de un calidoscopio. Pero defendió la viña, el vino y sacó a relucir las marcas de su tierra, que andaban en esos días asomando la cabeza entre los mejores caldos del país.
El Beduino defendió un proyecto de ley orgánica de Calidad de la Enseñanza porque entendía que a esas alturas de la película el país era un cúmulo de gentes que salían del analfabetismo para perderse en la ignorancia, llegándose a una exaltación de los ignorantes como valor fundamental de la cultura española.
Apoyó con rotundidad una proposición de ley, presentada por Izquierda Unida, de homenaje y reconocimiento a las víctimas de la dictadura. Nos sofocaron con las respuestas y con cinismo dijeron que esa página ya estaba cerrada, y con esa canción seguirían y siguen una y otra legislatura, mientras los papas del Vaticano elevan a los altares a sus víctimas de la «Cruzada».
Como dice un amigo mío: «En este país hay mutilados de guerra y putos cojos».
Otro, un riojano de pro, asegura que hay caídos y tumbados. A los primeros los pusieron en las fachadas de todas las iglesias. Para los tumbados, puta cuneta.
Del año 2001 al 2003, los grupos «tendenciosos» de izquierdas —o sea IU y el Mixto— se planteaban sacar adelante una completa Ley del Aborto. Esto agriaba la mentalidad reaccionaria de una derecha hipócrita que andaba, y anda, contra la interrupción del embarazo y pasa a practicarlo más que nadie enviando a sus hijas a abortar a Londres, aunque negaran, y nieguen una y otra vez, la posibilidad de que esto se haga en el país y a través de la Sanidad Pública: ¡que si quieres arroz, Catalina!
A veces, en su pura ingenuidad y por amor a la ciudad donde había nacido, el Beduino se proponía hacer algunas preguntas y esperaba que el ministro de turno contestase con racionalidad. Una fue dirigida al ministro señor Álvarez Cascos, a quien pidió que le explicase por qué una ciudad como Zaragoza, quinta de España, carecía de trenes de cercanías.
—Quiero decirle que los trenes de cercanías ya no existen —dijo.
—Cuando acudo a la estación de Chamartín, en Madrid, y a la de Sants, en Barcelona, oigo una y otra vez por la megafonía anunciar las cercanías o rodalies, según se haga en castellano o en catalán.
—Yo le puedo asegurar a usted que no existen trenes de cercanías.
—¿Y los carteles que los anuncian?
—Desaparecerán.
Me lo dijo con tal rotundidad que hasta llegué a temer por mi integridad física, aunque la distancia entre él y yo en el hemiciclo era suficiente para que hubiese salido corriendo, pues su aspecto de boxeador intimidaba a cualquier ciudadano.
Seguí viendo los trenes de rodalies y de cercanías mucho tiempo después de que el señor Álvarez Cascos abandonase el ministerio para dedicarse a su afición preferida: la pesca del salmón y de las salmonetillas, que para eso es asturiano, y las fabes le daban una potencia que el resto de aquel Consejo de Ministros no tenía. Más bien, todos y todas eran de la línea de la calle Serrano, de la Corte de Madrid, por la que los beduinos provincianos pasábamos poco y, si pasábamos, lo hacíamos con la boca abierta, como garrulos honrados de la periferia o de provincias, como les gusta llamarnos a los nacionalistas del centro, o sea a los nacionales.
Desde los primeros días de «instalación» en el Congreso, el ala radical republicana del PSOE, que nunca fue mucha, la ortodoxia marxista de IU y los visionarios del Grupo Mixto —exceptuando al compañero Núñez, más bien de una suave socialdemocracia— empezamos un combate por la obtención, sabiendo que era una lucha perdida, de avances sociales que una y otra vez se debían a las exigencias de buena parte de la sociedad agnóstico-laica y escasamente timorata.
El 20 de marzo del año 2001 se iba a discutir en el pleno una proposición de ley con carácter de orgánica —nunca supe qué era eso— sobre la disponibilidad de la propia vida.
Truenos, rayos, descalificaciones desde muchas bancadas, no sólo de las del PP, acusando al Mixto de dinamiteros y reclamando el dolor para morir en la gracia de Dios.
La adrenalina de los conservativos —expresión traducida directamente del inglés, pero graciosa— golpeaba las paredes del hemiciclo, y una señoría se agrietó tanto en su desgarro que tuvo que salir del recinto. Lo hizo dando gritos de horror.
En la votación la mayoría de noes fue tan abrumadora que, durante meses y meses, los grupos «radicales» se guardaron muy mucho de llevar al hemiciclo otros proyectos de ley.
Pero como en casa de los pobres lo único que hay es hambre, aunque los ricos digan que hay mucha dignidad, en la casa de los radicales lo que había era necesidad de sacar adelante esas medidas que, estábamos convencidos, mejorarían las situaciones de injusticia que en toda sociedad existen.
Empezamos con sendas proposiciones de ley para la modificación del Código Civil en materia de matrimonio. Las presentaron IU y PSOE, y el Grupo Mixto, cuyas posibilidades eran mínimas, se aupó a ese carro de trajinero loco, convencido de que había que acabar con todo ese ritual que el matrimonio lleva consigo.
No contento con el sofoco que se habían llevado las huestes conservadoras por entre oraciones, crucifijos y rezos para salvar las almas de los pecadores, el Grupo Mixto presentó una proposición de ley relativa a la celebración de matrimonios entre personas del mismo sexo.
Si en algunos momentos la densidad del aire era difícilmente respirable, tras esta proposición allí ya no había quien respirase. Cuando regresaba a mi escaño, después de haber dado mi opinión pausada y tranquila sobre el tema, en un susurro, desde uno de los escaños alguien me dijo: «¡Maricón!». Me volví hacia la presidenta y señalé vagamente el lugar de donde había salido aquel insulto.
—Aquí no se ha oído nada. Sigamos.
Y seguimos. Un tiempo después CiU, supongo que el ala socialdemócrata de la coalición, presentó una proposición de ley de modificación del Código Civil para posibilitar el acceso al procedimiento de divorcio sin necesidad de un previo proceso judicial de separación. Querían, sin más, racionalizar una situación que, según los casos, se transformaba en un arduo enfrentamiento entre los cónyuges, las consecuencias del cual las sufrían los familiares.
Tampoco se pudo hacer nada. Con el tiempo hubo más divorciados en las bancadas del PP que en las otras. Pero una cosa es comerse el paté del cerdo y otra matarlo; se llena uno de sangre.
Algún diputado paisano, católico practicante, derechista por los cuatro costados y encabronado con sus colegas del PP por pecadores —«aquél sólo viene a ligar»—, me decía que todas las mañanas, cuando iba a misa, rezaba por mí, por mi salvación.
—Te lo agradezco.
—No hay por qué. Lo hago porque te estimo.
Y algunas mañanas, en la misma calle de Alcalá, saliendo él de su misa matinal, nos saludábamos desde cada acera, haciéndonos señales religiosas. Yo hacía la señal de la cruz y él me daba la absolución.
—Te vas a condenar.
—Ya no, porque tú rezas por mí.
La verdad es que él se reía, yo me reía y ambos nos reíamos hasta que de nuevo el «pecado» surgía en la forma de una nueva proposición de ley para la regulación de la investigación y experimentación con técnicas de donación sobre embriones humanos sobrantes de las fecundaciones in vitro, para fines terapéuticos en determinadas enfermedades genéticas, degenerativas e invalidantes. ¡Ahí es nada y tú mirando al cielo!
La presentó IU y fue rechazada de la manera más radical: la vida sólo la da el Señor y el Señor la quita. Desde todas las posiciones reaccionarias se lanzaban diatribas contra esta proposición, y una mañana, desayunando solitario en un café de las cercanías de mi casa, un tipo me miró fijamente y me dijo: «¡Asesino!». Se marchó y me quedé sin saber qué hacer ni qué decir. Con el tiempo me iría habituando a los insultos, pero aquél, que fue el primero, delante de una clientela que se quedó muda y mirándome como si fuese
Jack el Destripador
, me cortó la digestión. Regresé a mi casa y vomité, creo que más de tristeza que de otra cosa. Este país seguía, en muchos aspectos, conservando unos peligrosos espacios de odio.
Y esos ángulos saldrían a la palestra en el verano de 2002, cuando en el Congreso se debatiese de manera dura y violenta un proyecto de ley orgánica presentado por el PSOE, creyendo ingenuamente que con aquel proyecto el PP iba a navegar por aguas menos turbulentas y ambas formaciones, mediante dicho pacto, intentarían dejar fuera del juego político a las organizaciones radicales vascas, que apoyaban una durísima campaña de asesinatos de ETA.
Los partidos nacionalistas vieron enseguida que la ingenuidad política del ya secretario del PSOE, señor Zapatero, ponía en las manos del PP la posibilidad de ir, poco a poco, recortando el poder del PNV, EA, ERC y hasta CiU. Por mucho que se jurase que allí sólo se iba contra Herri Batasuna y sus huestes, el olor a podrido era tan intenso que hasta los beduinos solitarios veíamos en aquella ley una extraña treta.