Read Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados Online
Authors: José Antonio Labordeta
Para celebrar su llegada al Congreso, la Mesa y los portavoces —a mí me tocó en esos días— celebraban una comida en el Palacio y me asombró ver a este hombre con dos relojes, igual que el conejo de
Alicia en el País de las Maravillas.
Hablar con él era casi como hablar con una persona que, por su autoridad administrativa, imponía discursos llenos de encefalogramas planos. ¡Increíble, pero cierto!
Y sigue de jefe, y seguro que si lee esto me mandará a las más profundas mazmorras, como hacían sus correligionarios hace escasos años.
De anochecida llegamos al Parador de Gredos con el nuevo chófer del Grupo Mixto, Xosé, un gallego militante del BNG y persona sensata.
El gerente me recibió como si entrase la reina madre y, sin mediar palabra, me hizo pasar al salón, en el que acababan de entrar los redactores de la Constitución de 1978 para celebrar el veinticinco aniversario de aquel evento histórico. Saludé como un verdadero beduino monegrino ante tan altas instancias. Porque uno, por muy desastre que fuese, sabía perfectamente quiénes eran, ya que durante años los había visto y oído no sabía cuántas veces. En aquel momento, al ser consciente de que se iban a cumplir los veinticinco años, entendí las veces que sus imágenes se cruzaron en mi camino y las que se iban a cruzar, porque, durante todo el año 2003, por una razón u otra, nos llenaron los pequeños despachos con ediciones de la Constitución: edición normal, minúscula, de bolsillo, en cajita de metal, en cajita de madera, en euskera, en gallego, en catalán.
Dentro de todas esas formas, siempre los nombres de aquellas personas que aquel día fui saludando, una a una, con la mayor timidez del mundo. Al fin y al cabo era como si saludase a Azaña o a Gil Robles y su gesto hubiera quedado para siempre en las líneas de la vida de mis manos.
Allí estaban
Gabriel Cisneros:
paisano. Antiguo miembro de la UCD línea conservadora y duro de pelar porque sus años de alto cargo en los viejos tinglados del Movimiento lo inhibían para asumir un verdadero interés por abrir España a una organización muy democrática.
Con los consejos de sus jefes, los «martinvillas» de tantas gobernaciones opresivas, matizaba siempre los distintos capítulos en los que se abrían los caminos para las anheladas viejas libertades.
José Pedro Pérez Llorca.
Lo encontré muy envejecido por los veinticinco años transcurridos. Hablaba poco y representaba esa línea que los democristianos quisieron imprimir en el 78.
Miguel Herrero de Miñón.
Me pareció un tipo brillante —apenas había tenido ocasión de cruzarme con su voz ni con su persona— y durante la cena se mostró el más efusivo y dicharachero de todos.
Reclamaba anécdotas, momentos tensos y pasos adelante en el duro camino de la creación y discusión de las leyes constitucionales.
En todo momento mostró muy buen humor y un excelente apetito, y agradecía todo lo que nos servían con verdadero entusiasmo, al que el miembro del PSOE Gregorio Peces Barba también acompañaba.
Daba la sensación de que ambos eran los que desde el primer día de trabajo se creyeron eso de la Constitución y de la democracia, y que gracias a ellos habíamos llegado a donde estábamos: celebrando los veinticinco años.
Manuel Fraga.
Desde una egolatría insoportable, quería aparentar que era un devoto demócrata.
Para mis adentros me guardaba el día que, a través de un buen amigo, alto funcionario de aquel Ministerio de la Gobernación, el señor Fraga me devolvió el pasaporte —siete años sin él—, rogando a mi interlocutor: «Dígale al señor Labordeta que no se junte con los de la ETA».
Siempre supuse que mi apellido le hacía ver algo con lo que nunca tuve ni el más remoto contacto. Por si acaso, y con su poca fe en el camino por el que España empezaba a caminar, mi pasaporte sólo era válido por un año.
Cuando le oía hablar, no lo escuchaba. Había historias en su vida que a uno nunca le habían gustado. La única ventaja de aquella velada era que, como se le entendía poco, casi nadie seguía su conversación y eran más monólogos que otra cosa.
Por la Minoría Catalana estaba
Miguel Roca:
educado —como todos los de las Cataluñas—, arrastraba, con gran dignidad, la debacle de haber intentado ser presidente de un gobierno con su moderación a la cabeza: no lo votó ni Dios.
Pero Roca ponía aquella noche la moderación en el recuerdo y siempre, con esa fijeza lingüística que ponen los que han nacido bilingües, explicaba muchos de los puntos que tuvieron que superar para que los nacionalistas aceptasen aquel texto.
Del PCE, todavía, acudió
Jordi Solé Tura.
A todos nos impresionó su estado físico y todos sentimos, al menos yo, un pellizco de emoción y de tristeza.
Lo había conocido en la Barcelona dura de los últimos años del franquismo y lo había visto feliz en un camping de Castelldefels, celebrando la legalización del PSUC.
A última hora de la noche, poco antes de despedirnos, y pensando que al día siguiente el protocolo y la parafernalia no me lo permitirían, les pedí un autógrafo debajo de cada uno de sus nombres.
A todos se les entiende lo que escriben. A Fraga, no. Es normal.
Con un sol luminoso, después de los actos institucionales, y tras una despedida tímida, tomé el coche de los del Mixto y regresé a Madrid. El viaje por esos lugares era magnífico y me sentí feliz, y así se lo dije a Xosé, bajando desde los puertos.
Estaba a punto de terminar la séptima legislatura, la que me había chupado yo con otros trescientos y pico diputados y con la ayuda de Francisco Pacheco, de María, de Ana Pilar y de otras gentes que desde los despachos, pasillos y rincones me ayudaron a tantas y tantas cosas. Ya es hora de sacar mis notas porque, curiosamente, a lo largo de esa legislatura fui tomando pequeños apuntes sobre los colegas, mis impresiones, sus silencios; también sobre esos otros ciudadanos que estuvieron cuatro años a mi lado.
Por eso a este capítulo lo titulo «Los singulares y los plurales». «Singulares», por aquellos que han dejado huella en mí, ya sea buena, mala o regular, a lo largo de estos años, y «plurales», los que apenas han estado en el hemiciclo y han votado, vociferado, gritado y denunciado más allá de su largo y frío silencio.
De los plurales no tengo apenas apuntes, y los pocos que he tomado prefiero guardarlos en el anonimato y el olvido. A otros diputados ya los he citado como ministros, y paso también de ellos. Sólo escribo sobre los que
han dejado una marca en mi memoria
.
Luis Acín
. Diputado del PP por Huesca. Viejo colega de combates democráticos, es un ciudadano que no tiene pelos en la lengua y que, cuando sus paisanos no le votaron para ser senador, se cabreó mucho y los puso a parir. No iba a llegar muy lejos en eso de la política.
José Acosta.
Siempre me ha parecido que tenía modales de corsario inglés, y le gustaba reunirse con sus conmilitones en la cafetería del hotel Suecia.
Sus andares y gestos son lentos, nunca se sabe si por «la reuma» o porque, como los grandes carnívoros africanos, observa a sus víctimas.
Luis Felipe Alcaraz.
Además de comunista es un excelente poeta. Magnífico orador con un gran mordiente, en el hemiciclo siempre atacaba de frente.
Carmen Alborch
. Es tan valenciana que sólo de verla te trae toda la luz mediterránea.
Modelos ilustres, escándalo de los puritanos de gris. Da gusto contemplarla.
Iñaki Anasagasti.
Perdona poco la imbecilidad, y cuando habla lo hace con tal precisión que a los ministros les gustaría estar en la cafetería en vez de en el hemiciclo.
Guarda todo su resentimiento de haber nacido en Venezuela como hijo de exiliado. Es un republicano de los que no disimulan.
Pedro María Aspiazu.
Del Athletic de Bilbao. Con mucha sorna y mucho conocimiento de la economía y todos esos intríngulis financieros.
José María Benegas.
Las viejas glorias se diluyen por los altos escaños con la nostalgia de los días de dioses y mensajes. Sigue siendo un excelente dialéctico.
José Luis Bermejo.
Riojano, socarrón, excelente fotógrafo. Me dicen que fue alcalde de Logroño. No tiene pinta. Parece muy buena persona.
José Blanco.
Gallego. Dicen que va para importante. No lo aparenta.
Josep Borrell.
Ha perdido algunas batallas, pero resiste. Sigue bajando en las navatas del Segre, entrenándose para subir hacia lo alto. Éstos nunca paran.
Leocadio Bueso.
Más triste que los atardeceres de su ciudad, Teruel. Seguro que en su pueblo natal, el serrano Fortanete, le han puesto una calle. Si no lo han hecho, hay que reclamarla. Él nunca lo hará.
Carles Campuzano.
Es la voz progresista de CiU. Me pregunto, cuando le oigo hablar desde la tribuna, por qué razón está en esa coalición. No lo entiendo, aunque tampoco es que el PSC sea la panacea progresista.
María Luisa Castro.
Es como un ariete contra todas las injusticias y se lo juega todo a una sola carta.
Cuando habla, se tambalea la moralina pepera y en la calle moviliza todo lo que se puede movilizar. Si no fumase tanto, sería más cómodo estar hablando con ella.
Carme Chacón.
Su segundo apellido es de mi tierra. Apenas nos conocemos y coincidimos en una de las manifestaciones contra la Ley de Educación del señor Aznar.
Anduvimos un buen rato caminando juntos y me fue contando la historia de su abuelo, Piqueras, de un pueblo monegrino, Alcubierre, y militante de CNT. Pasó lo que pasaron miles de españoles. «Un día te lo contaré», me dijo justo delante del Ministerio de Educación, mientras los manifestantes gritaban contra esa ley inicua.
Gabriel Cisneros.
Paisano y, por lo tanto, bastante conocido desde antes de vernos por la Carrera de San Jerónimo.
Tiene un currículo magnífico. Manda mucho en el PP. No hay más que verlo en las reuniones de la Mesa y portavoces de los martes.
Máximo Díaz Cano
. Es rotundo. No se anda por vericuetos dialécticos. Como miembro de la Comisión de Control de RTVE, llama al pan, pan, y al vino, vino, poniendo a los chicos del PP bastante enrabietados.
Adolfo Fernández Aguilar.
Como soy el último del Grupo Mixto, me toca convivir con el primero del PP en esa fila. Y es él: un tipo simpático, de denso currículo y con un enorme sentido del humor.
Hicimos tan buenas migas que, a pesar del lío del Trasvase, comprábamos lotería juntos; no nos toca, pero con la voluntad ya vale.
Francisco Frutos.
En las comisiones en que coincidimos nos votamos a nosotros mismos, para así tener dos votos frente al «totalitarismo» de las mayorías absolutas, apoyadas por los colegas de la socialdemocracia.
Es un magnífico orador y me gustaba oírlo. A los beduinos la buena palabra siempre nos atrae.
Mercedes Gallizo.
De tanto conocernos, de tanto combatir en los mismos frentes, nuestro currículo está casi el uno al lado del otro.
En la Comisión de Control de RTVE hizo una pregunta tan inteligente e irónica que los periodistas parlamentarios le darían un premio por ella.
Un día sacó adelante una proposición no de ley y se puso tan contenta. Lo había conseguido porque faltaron diputados del PP. Al mes siguiente nos derrotaron.
Una PNL es algo parecido a esos papeles que vuelan en mi ciudad los días que el cierzo revienta con mala leche.
Felipe González.
Ex presidente del Gobierno. Apenas acude al Congreso. Los del PP dicen que es una vergüenza que cobre y no venga. A veces es más vergüenza estar y no existir.
Coincidimos en la cafetería del hemiciclo. Me presenté. «Claro que te conozco —me dijo—, soy fan tuyo, cosa que tú nunca has sido de mí.» Bajé la mirada. Tenía razón.
Luis de Grandes.
Portavoz del Congreso. Es un ciudadano educado y respetuoso con todo el mundo, aunque a veces sea duro con los oponentes.
Me admira lo limpios que lleva siempre los zapatos.
Alfonso Guerra.
Ex vicepresidente del Gobierno. Desde su escaño, con una mirada cargada de ironía, sigue las jornadas de control parlamentario.
Es sevillano, pero de esos que guardan la palabra para el momento justo.
Dicen que tiene mala leche. No me extraña, con la tropa que lleva y la que lo rodea.
Lector excelente y viejo librero, es amigo de ese tipo maravilloso que es Pepe Batlló, el director de El Bardo, la mejor colección de poesía de España.
Alfonso anduvo con Pepe, y desde su librería intentaron conectar con los poetas del país para crear una revista. Nunca la sacaron.
Santiago Lanzuela.
Fue presidente del Gobierno de Aragón, que perdió, aun habiendo ganado las elecciones, por la «traición» de un personaje amigo y hasta entonces compañero de Gobierno.
Lo veía triste y entendía las razones.
Curiosamente, hablábamos mucho más que cuando fue presidente de mi tierra.
Era un hombre educado y los bofetones de unos y otros en estas últimas circunstancias le han afectado profundamente.
Begoña Lasagabaster.
Diputada de Eusko Alkartasuna. Gracias a ella, el Beduino aprendió mucho, y se lo agradezco porque tiene un profundo conocimiento del camino de lo político, y a un tipo como yo le sirve para andar por los túneles con su linterna, iluminando la oscuridad de mis conocimientos.
En una sesión donde hubo tensiones nacionalistas, una voz, desde los escaños del PP, la llamó asesina. Reclamamos a la presidenta. Nada de nada.
Gaspar Llamazares.
De lo más íntegro que anda por los andurriales de la política.
Lo zarandean los suyos; lo atacan los otros, y los de su proximidad, los del PSOE, intentan por todos los medios descafeinarlo —igual que ellos— y dejarlo en un socialdemócrata más. Pero él se agarra al clavo ardiendo de su ideología comunista y ahí está, como si esperase, en cualquier momento, volver a ocupar el Palacio de Invierno, que ya no existe.