Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados (19 page)

BOOK: Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados
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—Paisano, marchaos, porque va a haber muchas hostias. Lo dimos y nos fuimos.

Y hubo muchas hostias; también iba a ser verdad.

En las paredes del despacho no tenía banderas. No colgaban retratos de los «mártires aragonesistas», porque no tenemos, ya que Eloy Fernández Clemente todavía vive y Costa es un tantico agreste y poco dado al humor. No tenía llamamientos nacionalistas. Sólo tenía un dibujo de la vieja revista Andalán, donde se hablaba de un Aragón con dos millones de habitantes. Sueños, sueños, sueños y pocas realidades.

Entre esos sueños también había libros de poetas amigos con su dedicatoria y sus emocionantes palabras encerradas en esos llamamientos a la solidaridad, al amor, a la utopía, al desencanto y a la ironía.

Todo sobre una mesa sin boletines oficiales y con un internet inútil, porque los cientos de mensajes que nos enviaban nos lo inutilizaban cada fin de semana. Era un diputado anterior a la cibernética. ¿Era cibernética aquello? No lo sé, pero mi despacho era anterior, seguro.

Al final del pasillo estaba el despacho de mi jefe de prensa, secretario y compañero del alma, compañero, como dijo Miguel Hernández, al que nunca pude adelantar en la hora de llegada, ni en la de partida. Estaba tan presente como la caja fuerte del viejo banco. Su nombre, Paco Pacheco.

Gracias a él un servidor, depresivo, ácrata y desorganizado, cumplió con los compromisos con sus electores, levantó propuestas, escribió preguntas. Entre los dos redactábamos los discursos comprometidos en días de compromiso, y cuando la desesperanza nos fulminaba, salíamos del pozo, unas veces gracias a uno y otras al otro, y seguíamos en el combate con la esperanza de que aquellos trabajos sirvieran para algo.

Desde internet —Paco sí es un cibernético— controlaba la prensa y las noticias de nuestra tierra. Pillaba unos cabreos ilustres con determinadas redacciones tramposas y destinadas al desprestigio; sin embargo, nunca perdió el humor ni las ganas de seguir trabajando.

Cerrando el pasillo, como un vigilante discreto, sentado tras una mesa y ante un ordenador, estaba la figura menuda de nuestro conductor, Xosé, gallego, militante del Bloque, cumplidor hasta el infinito. De él recuerdo muchas cosas: venía a primera hora de la mañana a buscarme a mi domicilio y me decía:

—Hoy su alumno está contra el ministro...

Ambos dábamos el programa por oído y durante el recorrido hablábamos de asuntos más profundos, como los adelantos de su hijo mayor y la alegría del pequeño, al que cada mañana llevaba a la guardería del Congreso.

Tenía esa coña que los gallegos guardan en el fondo de sus silencios y hacía magníficos retratos de determinados personajes de la vida política. Nos reíamos, y alguna mañana, si íbamos con tiempo sobrado, nos llegábamos hasta una cafetería cercana, donde un paisano suyo nunca nos permitía pagar las consumiciones.

Tenía, como muchos gallegos, una nostalgia enorme de su tierra, aunque llevaba años viviendo y trabajando fuera de ella, desde Suiza hasta la empresa Municipal de Transportes de Madrid.

Muchas horas contemplando el silencio de los atardeceres junto a esta cuadrilla de ciudadanos y ciudadanas desinhibidos, faltos de ambiciones y de retorcimientos de chaquetas nuevas, me han dejado, y supongo que a ellos también, una huella de solidaridad difícilmente olvidable por mucho que la niebla del tiempo nos vaya borrando a cada uno de la memoria de los otros.

Últimas tardes con la bronca

Las tardes de los miércoles eran las fechas de control del Gobierno por parte de la oposición y de los propios miembros de su partido, que siempre acababan en un «botafumeiro» un tanto vergonzoso.

Los de la oposición utilizábamos ese escaso tiempo de preguntas —cinco minutos para inquirir y responder—para que los ministros nos aclarasen dudas e interrogantes sobre problemas que en nuestras comunidades se daban.

El PP, lo mismo los jefes que los peones, utilizaba ese espacio de preguntas, sobre todo, para intentar dejar en ridículo al señor Zapatero o a su vicepresidenta. Cuando ambos dejaban de ser interrogados podía suponerse que la tensión creada por Rajoy, Zaplana y Acebes se iba a reducir. No era así, porque el mandato del PP requería que todas las preguntas —fuesen sobre el tema que fuesen— llevaran una buena carga ideológica, mezclando las críticas sobre la gestión con el desamparo de las víctimas del terrorismo, ETA, la situación económica, etc.

Hubo diputados que en sus insultos llegaron a pasarse de tal manera que mi pobre exclamación de la legislatura anterior quedaba como un pequeño intento de sofocar nuestro hartazgo contra la mayoría. Repasar los diarios de sesiones de aquellos días explica por qué a mitad de sesión mis colegas Begoña y Uxue, temerosas de que mi cabreo subiese de tono, me mandaban a la cafetería, situada al costado del hemiciclo, para que me tranquilizase. Uno venía, por viejo y por ideología, de una etapa insoportable de la historia de España y no podía escuchar, pues era superior a sus fuerzas, las invectivas que se lanzaban contra todo lo que significase, desde algún rincón, ideología de izquierdas.

Uxue me comentaba:

—La primera vez que asistí a un pleno de miércoles, cuando Rajoy acabó de decir lo que dijo, tú murmuraste: «¡Bobooo!».

—Es que lo que dijo seguro que era una bobada sin cuento.

—Lo era, pero me dejaste helada.

Por esas razones Pepa Bueno, la directora de
Los desayunos de la Uno
, me ofreció un trabajo complicado pero atractivo: ser un «submarino» en las sesiones de control para hacer un comentario sobre los pequeños avatares de esas dos horas, a veces tensas, a veces aburridas y siempre interesantes.

Durante once miércoles me azacaneé en el trabajo. Había que estar en el hemiciclo hasta el último momento, subir corriendo al despacho, abrir el ordenador y, sobre las notas tomadas en directo, redactar un folio, bajar rápidamente al set de TVE en la zona de prensa y grabarlo.

El jueves por la mañana salía al aire mi opinión y casi nadie del PP debió de enterarse, porque nunca me hicieron el mínimo comentario sobre mis palabras.

Así se iniciaron:

En medio de la calurosa tarde de septiembre comienza la primera sesión de control, entre besos y abrazos después de un par de meses de ausencias y de grandes avatares, como los sufridos por Nafarroa Bai.

Llamazares saca la recortada dialéctica y ataca brusco. Uno piensa que detrás de esta carga de profundidad están los ortodoxos miembros del PC vigilando a este desteñido rojo tan cerca, dicen, de las trincheras del PSOE.

La batalla comienza cuando el señor Rajoy pregunta. Por cierto, desde que ha pasado de delfín heredero a príncipe electo, creo que ha crecido en estatura y hasta le ha vuelto el color a la cara, porque, por mucho prado abierto que haya por su tierra, el señor Fraga le ponía de los nervios.

Como buen celta, seguro que en la calle de Génova elevó la espada, la figurada, por encima de las cabezas de sus seguidores y acabó creyéndose eso que hoy le ha dado tan buen tono, aunque su discurso catastrofista no se lo creen más que los suyos.

Cada vez que acaba, los suyos le aplauden a rabiar y sobre todo, con gran ánimo lo hace y de modo casi violento, el señor Arias Cañete. Todo el esfuerzo por volver a ser ministro.

La estrella hoy ha sido la ministra de Fomento, que ha merecido siete preguntas de mala baba. Me pareció verla asaeteada, como san Sebastián, con su cuerpo lleno de flechas. El problema que tiene el PP es que esta señora es un pájaro duro de pelar.

Cuando todo está a punto de cerrar, la compañera de escaño, Begoña Lasagabaster, me señala en el ordenador una última hora: Imaz, el presidente del PNV, ha dimitido.

Ella sale hacia su despacho y yo abandono el hemiciclo porque el ministro de Hacienda me espera para comentar los presupuestos. De camino a su despacho me acuerdo de los pobres cristianos hacia el gran Circo, y me digo a mí mismo:

«Tranquilo, Labordeta, tranquilo, que Solbes, a pesar de lo que digan, no se come a nadie».

Hoy, por cierto, se inaugura la nueva diputada de Coalición Canaria, y me da pena no escucharla, porque a uno, que es más cursi que un repollo, le gusta oír el soniquete de esas islas, que siempre me traen ríos de nostalgia.

Y mis comentarios acabaron de esta manera:

Buenos días, felices navidades y que el año que viene nos traiga un Congreso más pacífico y menos brumoso, tal y como el que el PP ha intentado mostrar a la ciudadanía, con el convencimiento de que esto de la democracia siempre es algo turbio.

Pero a lo que vamos.

La tarde del miércoles fue realmente tediosa, y durante casi cinco horas se estuvo hablando de la Cumbre Europea de Lisboa. Cumbre que fue, como siempre, aprovechada por el señor Rajoy para volver a hablar de ETA, el terrorismo y ANV y el Partido Comunista de las Tierras Vascas. Y en ese monotema habló el señor Ballesteros, que llegó a decir que el señor Zapatero tenía que pedir perdón a las víctimas e insultó brutalmente cuando dijo que el Gobierno había pactado con la banda armada.

Se olvidó de que a esa misma hora llevaban a la cárcel a todo el núcleo duro de ETA. Pero a los del PP les daba lo mismo. Sabían que ahí estaba el hueso del Gobierno y no lo soltaban, ni parecen dispuestos a hacerlo por muchas razones en contra que se les presenten.

De las preguntas, siempre el asedio o el «botafumeiro». Menos mal que diputados como Uxue Barcos ponían el sentido común y el sentido de la sesión al común de los presentes y de los ausentes. Resultó curioso cuando el señor Rajoy volvió a la carga con el monotema de sus «aliados». Uxue les recordó al presidente del Gobierno y al jefe de la oposición que en Navarra gobernaba UPN con el apoyo del PSOE. Les daba igual.

Y entre uno y otro escrito, se hablaba del cambio climático en el hemiciclo, con un frío exagerado; con obsesiones sobre las «perricas» que se iban a discutir en los presupuestos; de la victoria pírrica de Llamazares en su Congreso con una ovación por parte del rojerío infecto, que podía más bien ser puñalada trapera.

Rajoy sólo hablaba de dinero, pero Acebes y Zaplana volvían a la batalla contra la vicepresidenta, aunque el ministro a derribar era el bueno y paciente Moratinos, que no se atrevía a recordar al señor Arístegui aquella gran mentira de las armas de destrucción masiva, que él aseguraba existían en Iraq.

Otro día hablaba el ministro de Justicia, que, como los toreros de casta y tronío, se levantaba, se abrochaba la chaqueta con el botón del centro y procedía a explicar a su oponente cómo debe ser la justicia. Cada vez que hablaba se estiraba los puños de la camisa, y los oponentes se mofaban de ese gesto, cosa que a él, que se le subía la hemoglobina, le levantaba los ánimos. Menos mal que al acabar la tarde le tocaba el turno a Francisco Rodríguez, del BNG, y mientras hablaba, yo recordaba los versos de su Rosalía de Castro:

Probe Galicia, non debes

chamarte nunca española

que España de ti se olvida

cuando eres ¡ai! tan hermosa.

Naturalmente, a los «nacionales» esto no les gusta, pero allí hubo que tragar lo intragable.

Había tardes en que la lluvia ponía el tono de los versos de Machado de
Melancolía de lluvia tras los cristales
, y en ese ambiente, un miembro del Opus, militante duro del PP, echó mano de Quevedo para recitar aquello de
«No me callaré por más que con el dedo me indique silencio o me señale miedo»
. El señor Fernández Díaz contestaba así a las palabras del ministro de Justicia, que le había acorralado.

Luego era mi turno de preguntar, y lo hice a la ministra de Medio Ambiente, señora Narbona. ¿Y de qué otro tema podía preguntar el nieto de una almoldana si no era sobre el agua?

Esas otras cosas

En uno de mis escritos defendía la «inteligencia» de los diputados, siempre puesta en duda. Fíjense a lo que había que votar sí, no, o abstenerse:

«Título V. Del artículo 49 al artículo 62 sin perjuicio de las variaciones en las cifras del artículo 49 que puedan resultar de la aprobación de las enmiendas en el curso del debate.»

O esta otra:

«De la disposición adicional primera a la quincuagésima y nuevas.»

¿Qué tal? No me negarán que hacía falta agilidad mental para no acabar pensando que este galimatías verbal era una adivinanza y que al final lo que había que gritar era: «¡La gallina!».

Hubo tardes en las que el PP llegó a reclamar aquello de «ha nacido el imperio de los yugos, de las flechas y la fe». El tono subía cuando Acebes vaticinaba la ruina y la vice le recordaba lo del humo. El diputado no entendía y alguien desde su escaño le gritaba:

—¡El de Atocha, coño!

El mediocre señor Martínez Pujalte atacaba a Solbes y éste, con su retranca digna del mejor humorista, ponía en su sitio a Martínez Pujalte y a la señora Macarena Montesinos, que no muerde porque no puede.

En una de esas horas aciagas, Zaplana y Acebes llegaron a decirles a la ministra de Fomento y a Zapatero que eran los mejores payasos de España. ¡Ahí es nada!

Una tarde, el presidente de la Cámara anunciaba que en la tribuna de invitados había parlamentarios africanos. Todo el personal se levantó y aplaudió, no sé muy bien el motivo, aunque el señor Sánchez Llibre lo hizo con más efusión porque, como buen miembro de CiU, ya veía allí la posibilidad de unas muy buenas y futuras inversiones.

Por primera vez compareció Carme Chacón como ministra. Su micro no funcionaba y grité: «¡Boicot! ¡Boicot!». El señor Marín me llamó la atención y al final la oímos en su nuevo cometido. Le tengo simpatía porque su abuelo, un viejo cenetero de la localidad aragonesa de Alcubierre, exiliado y combatiente, me devolvía la dignidad de los viejos republicanos cuando ponía a González, según su nieta, a bajar de un burro.

Alguna tarde la tragedia se mascaba, porque los apoyos a los Presupuestos no estaban nada claros: el PP arremetió entonando arias trágicas; Esquerra se enganchó a aquello del golpe de hoz —
cop de falç
—; IU era como Ariadna, estaba en su laberinto. Dos del Mixto decían que no y otros dos decíamos que sí. De todos modos, sólo el PNV lo tenía claro desde el principio, porque el cupo es el cupo y lo demás martingalas.

Y en este subir y bajar, ir y volver, llegamos a la fiesta de la Asociación de los Periodistas Parlamentarios: oración y cierre, y hasta la próxima legislatura. Y como en lenguaje torero, que Dios, el cotidiano, reparta suerte.

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