Al morir Berkeley el país cambió. Sus amigos se dieron cuenta, con una gran tristeza, y a mucha gente le pasó eso más tarde. Con él se terminó una época de la colonia. Con el curso de los años muchas cosas se fecharon a partir de ese punto de referencia, y la gente decía: «Cuando vivía Berkeley Cole» o «Desde que murió Berkeley». Hasta que murió el país había sido el «feliz cazadero», ahora comenzaba a cambiar lentamente y a convertirse en una empresa para hacer negocios. Cuando se fue algunos niveles bajaron: el nivel de ingenio, como se vio en seguida, y algo muy triste en una colonia: el nivel de gallardía —muy pronto después de su muerte la gente comenzó a hablar de sus problemas; un nivel de humanidad.
Cuando Berkeley desapareció una triste figura hizo su entrada en el escenario desde el lado opuesto:
la dure nécessité maitresse des hommes et des dieux.
Era extraño que un hombre pequeño y delgado la hubiera mantenido a raya mientras tuvo aliento. Faltaba la levadura del pan de la tierra. Había desaparecido una presencia llena de gracia, de alegría y de libertad, un factor de potencia eléctrica. Un gato se había levantado y abandonado la habitación.
Denys Finch-Hatton no tenía otro hogar en África que la granja. Vivía en mi casa entre safaris y allí tenía sus libros y su gramófono. Cuando él volvía a la granja, ésta se ponía a hablar; hablaba como pueden hablar las plantaciones de café cuando con los primeros aguaceros de la estación de las lluvias florecía, chorreando humedad, una nube de tiza. Cuando esperaba que Denys volviera y escuchaba su automóvil subiendo por el camino, escuchaba, al mismo tiempo, a las cosas de la granja diciendo lo que en verdad eran. Era feliz en la granja; venía sólo cuando quería venir, y ella percibía en él una cualidad que el resto del mundo no conocía, humildad. Siempre hizo lo que quiso, nunca hubo engaño o su boca.
Había un rasgo en el carácter de Denys que para mí lo hacía especialmente precioso, y era que le gustaba que le contaran historias. Porque yo siempre he pensado que hubiera destacado en Florencia durante la peste. Las costumbres han cambiado y el arte de escuchar un relato se ha perdido en Europa. Los nativos de África, que no saben leer, lo siguen teniendo; si empiezas a contarles: «Una vez un hombre caminaba por las praderas y se encontró con otro hombre», estarán pendientes de ti, sus mentes seguirán a los dos hombres de la pradera por sus sendas desconocidas. Pero los blancos, aunque piensen que deben hacerla, son incapaces de escuchar un relato. Si no se ponen intranquilos y recuerdan cosas que deberían estar haciendo, se quedan dormidos. Esa misma gente os puede pedir algo para leer y se pueden sentar absortos durante toda una noche con cualquier cosa impresa que les des, hasta un discurso. Están acostumbrados a recibir sus impresiones a través de los ojos.
Denys, que vivía principalmente a través del oído, prefería escuchar un cuento a leerlo; cuando llegaba a la granja me preguntaba:
—¿Tienes algún cuento?
Durante su ausencia yo preparaba muchos. Por las noches se ponía cómodo, tendiendo cojines hasta formar como un sofá junto al fuego y yo me sentaba en el suelo, las piernas cruzadas como la propia Scherezade, y él escuchaba, atento, un largo cuento desde el principio hasta el fin. Llevaba mejor la cuenta que yo misma y ante la dramática aparición de uno de los personajes, me paraba para decirme:
—Ese hombre murió al principio de la historia, pero no te preocupes.
Denys me enseñó latín y a leer la Biblia y a los poetas griegos. Sabía de memoria grandes partes del Antiguo Testamento y llevaba la Biblia consigo en todos sus viajes, le que hizo que los mahometanos tuvieran una elevada opinión acerca de él.
También me regaló el gramófono. Era una delicia escucharlo, le dio nueva vida a la granja, se convirtió en su voz —«El alma de un claro es el ruiseñor»—. A veces Denys llegaba inesperadamente a la casa mientras yo estaba en el cafetal o en el campo de maíz, trayendo nuevos discos consigo; ponía el gramófono y cuando yo volvía a caballo en el crepúsculo, la melodía llegaba hasta mí a través del aire claro frío de la tarde anunciándome su presencia, como si estuviera riéndose de mí, lo que hacía con frecuencia. A los nativos les gustaba el gramófono y solían merodear mi casa para escucharlo; algunos de mis criados llegaron a tener sus aires favoritos y me los pedían, cuando yo estaba sola con ellos en casa. Era curioso que Kamante se mostrara tan apegado, con gran devoción, al adagio del Concierto en Sol Mayor de Beethoven; la primera vez que me lo pidió tuvo ciertas dificultades para describírmelo, así como para decirme qué aire quería.
Denys y yo no teníamos los mismos gustos. Porque a mí me gustaban los compositores antiguos y Denys, como si quisiera reconciliarse cortésmente con su época por un desentonar con ella, era lo más moderno posible en su gusto por todas las artes. Le gustaba escuchar la música más avanzada.
—Me gustaría Beethoven —decía— si no fuera tan vulgar.
Denys y yo, donde quiera que fuéramos juntos, teníamos mucha suerte con los leones. A veces volvía irritado de safari de caza de dos o tres meses porque había sido incapaz de conseguir un buen león para la gente de Europa a quien había acompañado. Mientras tanto habían estado masais en mi casa a pedirme que saliera y cazara a cierto león o leona que les estaba matando el ganado, y Farah y yo nos íbamos, acampábamos en su
manyatta
acechando para matar o caminábamos a primera hora de la mañana sin encontrar la menor huella de un león. Pero cuando Denys y yo salíamos a dar un paseo los leones parecían estar esperándonos, podíamos caerles encima mientras comían o vedes cruzar los lechos secos de un río.
Una mañana antes del amanecer del día de Año Nuevo nos encontrábamos Denys y yo conduciendo por la nueva carretera de Narok tan rápido como podíamos por un camino muy malo.
El día anterior Denys había enviado un rifle pesado a un amigo que iba a ir hacia el sur en una partida de caza y durante la noche recordó que se había olvidado de explicarle determinado truco, con el rifle, sin conocer el cual el gatillo podía dispararse. Estaba preocupado y temía que al cazador le fuera a ocurrir algo por ignorancia. No se nos ocurrió mejor remedio que salir lo más temprano posible, tomar la nueva carretera e intentar abordar a la partida de caza en Narok. Eran setenta millas a través de un terreno difícil; el safari viajaba por la carretera vieja e iría con lentitud si llevaba camiones cargados. Nuestro único problema consistía en que no sabíamos si la carretera nueva llegaba hasta Narok.
El aire de la mañana temprana en las tierras altas africanas tiene tan tangible frialdad y frescura que una y otra vez se te ocurre la misma fantasía: no estás en tierra, sino en aguas oscuras y profundas, caminando por el fondo del mar. Quizá ni siquiera te movías: el flujo de frescura que llegaba a tu rostro podían ser las profundas corrientes marinas y tu automóvil, como ciertos perezosos peces eléctricos, estaba muy quieto en el fondo del mar, mirando frente a sí con los ojos fijos de sus faros, dejando que la vida submarina pasara a su lado. Las estrellas son tan grandes porque no son estrellas verdaderas, sino reflejos, que brillan bajo la superficie del mar. Junto a tu camino en el fondo del mar, aparecían cosas vivas, más oscuras que sus contornos, saltando y metiéndose entre las largas hierbas, como cangrejos y pulgas de playa que se abren paso en la arena. La luz es más clara y al alba el fondo del mar se alza hacia la superficie, como una isla recién creada. Torbellinos de olores nos pasaban con rapidez: el fresco y exuberante olor de los olivos, el olor salino de la hierba quemada, un súbito y sofocante olor a podrido.
Kanuthia, el criado de Denys, que iba en la parte trasera del automóvil, me tocó cortésmente en el hombro y me señaló hacia la derecha. A un lado de la carretera, a diez o doce yardas de allí, había un bulto oscuro, un manatí descansando sobre la arena, y por encima algo se movía en las aguas oscuras. Era, como vi después, una jirafa macho grande, muerta dos o tres días antes. No podíamos matar jirafas y posteriormente Denys y yo tuvimos que defendemos de la acusación de haber matado a aquélla, pero pudimos probar que ya estaba muerta cuando llegamos allí, aunque nunca supimos quién y por qué la habían matado. Sobre el enorme cuerpo de la jirafa había una leona comiendo, que levantó la cabeza y los hombros para ver pasar al automóvil.
Denys detuvo el automóvil y Kanuthia le pasó el rifle, que él llevaba, sobre el hombro. Denys me preguntó en voz baja:
—¿Puedo cazarla? —porque muy cortésmente consideraba la colina de Ngong como mi cazadero particular.
Estábamos atravesando la tierra de los mismos masai que habían venido hasta mi casa para lamentar la pérdida de su ganado; si ese era el animal que había ido matando una tras otra sus vacas y terneras, había llegado el momento de acabar con él. Dije que sí con la cabeza.
Saltó del automóvil y se deslizó unos pocos pasos, en el mismo momento la leona se zambulló detrás del cuerpo de la jirafa, Denys rodeó al animal para ver a la leona y disparó. No la vi caer; cuando me apeé y me acerqué la vi yaciendo muerta en una charca negra y grande.
No teníamos tiempo para despellejada, teníamos que seguir camino si queríamos alcanzar el safari en Narok. Echamos un vistazo y tomamos nota del lugar, el olor de la jirafa muerta era tan fuerte que no podía pasar desapercibido.
Pero cuando anduvimos dos millas más se acabó la carretera. Allí estaban las herramientas de los trabajadores de la carretera; al otro lado estaba la ancha tierra pedregosa, gris en la luz del alba, no tocada por la mano del hombre. Miramos las herramientas y la tierra, tendríamos que esperar que el amigo de Denys tuviera suerte con el rifle. Más adelante, cuando volvió, nos dijo que nunca tuvo la oportunidad de emplearlo. Regresamos y cuando estuvimos de cara al cielo oriental, enrojecía sobre las praderas y las colinas. Condujimos hablando todo el tiempo de la leona.
Ya se veía la jirafa y por entonces ya se podían distinguir las oscuras y cuadradas manchas de su piel por donde la luz caía sobre su flanco. Y al acercarnos vimos que junto a ella había un león. Al aproximarnos estábamos un poco más bajos que el cadáver; el león estaba a su lado, firmemente erguido, y detrás suyo el cielo llameaba.
Lion Passant Or.
El viento levantaba un poco su melena. Me puse de pie en el automóvil tan fuerte fue la impresión que me hizo, y Denys dijo:
—Esta vez dispara tú.
Nunca me había gustado disparar con su rifle, que era demasiado pesado y largo para mí, y tenía un retroceso muy fuerte; pero como aquí el disparo era una declaración de amor, ¿no era mejor que el rifle fuera del más grueso calibre? Al disparar me pareció que el león daba un salto en el aire y caía con las patas juntas. Permanecí jadeando en la hierba, radiante de la omnipotencia que te da un disparo, porque puedes ver su efecto a distancia. Di la vuelta al cadáver de la jirafa. Allí estaba el quinto acto de una tragedia clásica. Estaban muertos. La jirafa parecía terriblemente grande, austera, con sus cuatro patas rígidas y su largo y rígido cuello, su barriga, por los leones. La leona, que yacía de espaldas, tenía una gran mueca altanera en el rostro, era la
femme fatale
de la tragedia. El león estaba tendido cerca de ella, ¿y cómo es que no había escarmentado por su destino? Su cabeza yacía sobre sus dos patas delanteras, su poderosa melena le cubría como un manto real, también descansaba en una charca grande y ahora el aire de la mañana se había vuelto tan ligero que parecía escarlata.
Denys y Kanuthia se arremangaron y comenzaron a despellejar a los leones. Cuando se tomaron un descanso bebimos una botella de clarete y pasas y almendras que llevábamos en el automóvil; las había traído para que las comiéramos durante el camino porque era el día de Año Nuevo. Nos sentamos en la hierba, comimos y bebimos. Los leones muertos, muy cerca, parecían magníficos en su desnudez, no había en ellos ni una partícula de grasa superflua, cada músculo era una curva controlada y decidida, no necesitaban vestiduras, eran, ahora, lo que debían ser.
Al sentarnos, una sombra se proyectó sobre la hierba y sobre mis pies, y mirando hacia arriba pude distinguir, en lo alto del cielo azul claro, el círculo de los buitres. Sentí mi corazón ligero como si lo hubiera echado a volar con un hilo, como una cometa. Hice un poema:
La sombra del águila recorre la pradera,
hacia las lejanas y celestes montañas sin nombre.
Pero las sombras de las redondas y jóvenes cebras
se sientan quietas entre sus delicadas pezuñas todo el día.
Y esperan a la tarde, esperan para estirarse, azules
sobre la llanura, pintada de color rojo ladrillo
por el crepúsculo
y marchar hasta las charcas.
Denys y yo pasamos otra dramática aventura con los leones. En realidad sucedió antes de ésta, en los primeros nuestra amistad.
Una mañana, durante las lluvias estivales, llegó a mi casa todo excitado el señor Nichols, un sudafricano que era mi administrador, para decirme que dos leones durante la noche habían entrado en la granja y matado a dos de nuestros bueyes. Habían roto la alambrada del corral y arrastrado a los bueyes muertos hasta el cafetal; a uno de ellos lo habían comido allí mismo, pero el otro estaba tirado entre las plantas de café. ¿Podía escribir una carta para que fuera y comprara estricnina en Nairobi? Quería echarla en el cadáver, porque estaba seguro de que volverían esa misma noche.
Me quedé pensando; no me gustaba echar estricnina a los leones y le dije que no veía la necesidad de hacerlo. Su excitación se trocó en exasperación. Los leones, si no se castigaba por ese crimen, volverían en cualquier momento. Los bueyes que habían matado eran los mejores que teníamos y no podíamos permitimos perder más. Me recordó que el establo de mis ponis no estaba lejos del cercado de los bueyes, ¿no lo había pensado? Le expliqué que no quería que hubiera leones en la granja, pero que pensaba que debían ser cazados, no envenenados.
—¿Y quién los va a cazar? —dijo Nichols—. No soy ningún cobarde, pero soy un hombre casado y no tengo ganas de arriesgar mi vida innecesariamente —era verdad que no era ningún cobarde, era un hombrecillo muy enérgico—. No le veo sentido —dijo.
—No —le dije.
Yo no pensaba que tuviera que cazar él los leones. Pero el señor Finch-Hatton había llegado la noche anterior y estaba en la casa, iríamos él y yo.