Aquí, tan pronto como se pone el sol el aire se llena de murciélagos, que vuelan sin ruido, como automóviles por el asfalto. Pasa el halcón nocturno: era ese el pájaro posado en el camino y en cuyos ojos brillaron rojizos los faros de tu coche antes de que ascendiera verticalmente delante de las ruedas. A los lados de la carretera las pequeñas liebres jugaban a su aire, se sentaban de pronto y corrían luego hacia adelante, siguiendo un ritmo, como canguros en miniatura. La cigarra canta su canción interminable entre las hierbas altas, la tierra huele y las estrellas caen por el cielo como lágrimas por una mejilla. Tú eres la persona privilegiada a la que todo le es dado. El rey de Tharsis te traerá sus presentes.
Unas cuantas millas más allá, en la reserva masai, las cebras cambian sus pastos, los rebaños vagan por la pradera gris y el color de sus rayas es más claro que ésta, los búfalos pastan en las largas laderas de las colinas. Pasan mis jóvenes de la granja, dos o tres juntos, caminando en fila india como delgadas sombras oscuras sobre el prado, van a lo suyo, no es hora de trabajo y no es cosa mía lo que hagan. Me lo recuerdan ellos mismos al hacer más lento su paso cuando ven la punta encendida de mi cigarrillo junto a la casa y me saludan sin detenerse.
—
Jambo Msabu.
—
Jambo
Morani —jóvenes guerreros—, ¿adónde vais?
—Vamos al
manyatta
de Kathegu. Kathegu tiene un gran
Ngoma
esta noche. Adiós,
Msabu
.
Si fueran en grupos mayores llevarían su propio tambor al baile y se le escucharía desde muy lejos, como el latido de una vena en el dedo de la noche. Y de pronto llega al oído, que no estaba preparado, lo que más que un sonido es una profunda vibración del aire, el breve y distante rugido de un león. Camina, caza, hay movimiento allá donde él está. No se repite, pero ha agrandado el horizonte; te acerca a los grandes estercoleros y a las charcas de agua.
Estaba delante de casa cuando sonó un disparo. Uno solo. Luego de nuevo la tranquilidad de la noche se cerró por todas partes. Tras un instante, como si hubiera hecho una pausa para escuchar y ahora empezara otra vez, escuché a la cigarra con su monótona cancioncilla entre la hierba.
Un disparo en la noche tiene algo de curiosamente definitivo y fatal. Es como si alguien hubiera gritado un mensaje parra ti de una sola palabra y no pudiera repetido. Estuve un momento preguntándome qué habría sido. A esa hora no puedes apuntar a nada y para asustar a alguien una persona dispararía dos o más tiros.
Quizá hubiera sido mi viejo carpintero indio Pooran Singh allá abajo en el molino, disparando contra una pareja de hienas que se hubieran deslizado en el cercado y se estuvieran comiendo las tiras de piel de buey, colgadas con piedras como pesos, que sirven para hacer correas para nuestros carros. Pooran Singh no era ningún héroe, pero pudo haber entreabierto la puerta de su cabaña por amor a las correas y disparado su vieja escopeta. Pero hasta él hubiera disparado los dos cañones y probablemente hubiera cargado otra vez y vuelto a disparar, una vez sentida la dulzura del heroísmo. Pero un solo disparo, ¿y luego ese silencio?
Esperé durante un rato un segundo disparo; no pasó nada y me puse a mirar de nuevo al cielo que seguía sin señales de lluvia. De modo que me fui a la cama, llevé un libro conmigo y dejé encendida la lámpara. En África, cuando tomas un libro digno de ser leído, entre el montón de mala literatura que los buenos barcos traen desde la distante Europa, lo lees como un autor quiere que se lea su libro, pidiendo a Dios que siga siendo tan bueno como lo es al principio. Tu mente corre, transportada, por un sendero fresco y verde oscuro. Dos minutos más tarde apareció una motocicleta a toda velocidad en el camino, se detuvo frente a la casa y alguien llamó con fuerza a la ventana de mi sala de estar. Me puse una falda, una chaqueta y un par de zapatos, cogí la lámpara y salí. Afuera estaba mi gerente del molino con los ojos extraviados y sudando. Se llamaba Belknap, era norteamericano y un mecánico de talento y excepcionalmente capaz, pero de carácter inestable. Con él las cosas una vez parecían al borde del milenio y otras oscuras y sin el menor signo de esperanza. Cuando comenzó a trabajar para mí me trastornó con sus tornadizas opiniones sobre la vida, las condiciones y las perspectivas de la granja, sometiéndome a una enorme tensión mental; luego me acostumbré. Estos altibajos no eran más que una especie de gimnasia mental diaria de un temperamento nervioso, con gran necesidad de ejercicio y para el que no ocurría casi nada; es un fenómeno corriente entre los enérgicos jóvenes blancos en África, particularmente entre los que han pasado sus primeros años de vida en ciudades. Pero he aquí que acababa de ocurrirle una tragedia y todavía se sentía indeciso de si debía saciar su alma hambrienta y aprovecharla tanto como fuera posible o huir de su horror minimizándola, y en el dilema aparecía como un muchacho muy joven que corre, como si en ello le fuera la vida, para anunciar una catástrofe; hablaba tartamudeando. Finalmente se decidió por minimizada, porque no tenía ningún papel que interpretar, y el destino lo había dejado de lado una vez más.
Por entonces Farah ya había llegado desde su casa y escuchaba el relato junto a mí.
Belknap me contó que la tragedia había comenzado pacífica y agradablemente. Su cocinero tenía el día libre y, en su ausencia, se celebró una fiesta en la cocina organizada por su
toto
de cocina, Kabero, de siete años, hijo de mi antiguo aparcero y vecino de la granja, el viejo zorro Kaninu. A última hora de la tarde la compañía estaba muy alegre, Kabero trajo la escopeta de su amo y, ante sus salvajes amigos de las praderas y de las
shambas
, asumió el papel de hombre blanco. Belknap era un notable avicultor, preparaba capones y pulardas y compraba pollos de pura raza en las tiendas de Nairobi; en la veranda tenía una escopeta para espantar a los halcones y a los gatos monteses. Cuando posteriormente hablamos del caso, sostuvo que la escopeta no estaba cargada, sino que los chiquillos habían ido a buscar cartuchos y la habían cargado, pero me parece que su memoria le fallaba, porque era muy difícil que pudieran hacer, aunque hubieran querido, y lo más probable que la escopeta estuviera ya cargada. Sin embargo, fuera como fuera, había un cartucho en el cargador cuando Kabero, embriagado de juventud y popularidad, apuntó el arma contra sus invitados y apretó el gatillo. El disparo resonó en toda la casa. Tres de los chiquillos resultaron ligeramente heridos y huyeron aterrorizados de la cocina. Dos estaban heridos graves o muertos. Belknap terminó su relato con un largo anatema contra el continente africano y las cosas que en él ocurrían.
Mientras hablaba, mis sirvientes permanecieron en completo silencio; luego se fueron de nuevo y trajeron un quinqué. Cogimos vendas y desinfectantes. Hubiera sido una pérdida de tiempo tratar de poner en marcha el coche y lo que hicimos fue ir corriendo por el bosque hasta la casa de Belknap. El oscilante quinqué proyectaba nuestras sombras de un lado del estrecho sendero a otro. Mientras corríamos nos llegaron los gritos desgarradores y entrecortados de un niño agonizante.
La puerta de la cocina estaba abierta como si la muerte, después de entrar violentamente, se hubiera ido del mismo modo, dejándola en una espantosa devastación, como un gallinero después de una visita del tejón. Sobre una mesa había una lámpara que lanzaba humo hacia el techo y la pequeña habitación seguía oliendo a pólvora. Al lado de la lámpara estaba la escopeta. La cocina estaba llena de sangre y resbalé en ella. Con un quinqué es difícil iluminar un punto determinado, pero proporciona una visión impresionante de una habitación o de una situación por entero; recordaré siempre lo que vi a la luz de un quinqué mejor que con cualquier otra iluminación.
Conocía a los niños heridos de las praderas de la granja, donde apacentaban las ovejas de sus padres. Wamai, el hijo de Jogona, un chiquillo lleno de vida que había sido durante algún tiempo alumno de la escuela, yacía en el suelo, entre la puerta y la mesa. Aún no estaba muerto, pero iba a morir muy pronto, gemía débilmente, a pesar de estar inconsciente. Lo pusimos a un lado para poder movemos. El niño que gritaba era Wanyangerri, el más pequeño de los participantes en la fiesta de la cocina. Estaba sentado, inclinado hacia delante, hacia la lámpara; la sangre salía a chorros, como agua de una bomba, de su rostro —si es que se podía hablar de eso, porque debía de estar frente a la escopeta cuando dispararon ya que no tenía mandíbula inferior. Tenía los brazos levantados y los movía como un asta de bomba, arriba y abajo, como las alas de un pollo cuando le han cortado la cabeza.
Cuando te ves metida bruscamente en presencia de un desastre de tal magnitud, no se te ocurre otra cosa que el remedio del cazadero y del corral de la granja: rematar rápidamente y a cualquier costo. Pero tú sabes que no puedes matar y tu cerebro se llena de miedo. En mi desesperación puse mis manos en la cabeza del niño y apreté, y como si realmente lo hubiera matado dejó de gritar y se sentó erecto, los brazos caídos, como si fuera de madera. Desde entonces sé cómo se siente una al curar por imposición de las manos.
Es difícil vendar a un paciente la mitad de cuyo rostro ha sido arrancada, porque en tu empeño por parar la hemorragia puedes sofocarlo. Recliné al chiquillo sobre las rodillas de Farah e hice que sostuviera su cabeza, porque si caía hacia delante no podía apretar bien la venda y si caía hacia atrás la sangre se agolparía y taparía su garganta. Finalmente, mientras estaba sentado y quieto, pude vendarle.
Pusimos a Wamai sobre la mesa y acercamos la lámpara para examinarlo. Había recibido la carga entera de la escopeta en la garganta y en el pecho, no sangraba mucho, sólo le caía un hilillo de sangre de la comisura de la boca. Parecía mentira que aquel chiquillo nativo, antes tan lleno de vida como un cervatillo, estuviera ahora tan quieto. Mientras lo mirábamos su rostro cambió y adquirió una expresión de sorpresa profunda. Envié a Farah a buscar el automóvil a casa porque teníamos que llevar los niños al hospital sin pérdida de tiempo.
Mientras esperábamos pregunté por Kabero, el chico que había disparado la escopeta y derramado toda aquella sangre. Belknap me contó una extraña historia sobre él. Un par de días antes había comprado unos viejos pantalones cortos a su amo y tenía que pagarle una rupia de su salario. Cuando sonó el disparo y Belknap entró corriendo en la cocina, Kabero estaba en medio de la habitación con la escopeta humeante en las manos. Miró un segundo a Belknap y luego buscó en los bolsillos de los pantalones cortos que acababa de comprar que se había puesto para la fiesta, sacó una rupia y la depositó sobre la mesa con la mano izquierda, mientras con la derecha ponía la escopeta también sobre la mesa. Y cancelada esta deuda con el mundo se fue; en realidad, aunque entonces no podíamos saberlo, con ese gran gesto desapareció de la faz de la tierra. Era un comportamiento inhabitual en los nativos, que no suelen dar a las deudas, sobre todo a las deudas con un hombre blanco, mayor importancia. Quizá aquel momento le pareció a Kabero poco menos que el día del juicio y decidió representar su papel hasta el final; quizá intentaba, en una hora de necesidad, asegurarse un amigo. O lo que había ocurrido es que el choque, el ruido, la muerte de sus amigos golpeó la pequeña esfera de las ideas del chiquillo, de modo que fragmentos de la periferia fueron proyectados al mismísimo centro de su conciencia.
En aquella época yo tenía un viejo automóvil marca Overland. Nunca he escrito nada contra él porque me sirvió muy bien durante años. Pero raramente se dejaba convencer de andar con más de dos cilindros. Los faros tampoco funcionaban, así que cuando iba en él a los bailes del club Muthaiga, llevaba como luz trasera un quinqué envuelto en un pañuelo rojo. Para que arrancara había que empujarlo, y aquella noche tardó mucho.
Los visitantes que venían a casa se quejaban del estado de mi cartera y durante el viaje mortal de aquella noche, me di cuenta de que tenían razón. Al principio dejé conducir a Farah, pero cuando creí que se estaba metiendo deliberadamente en los baches más profundos y en las rodadas de los carros, tomé yo misma el volante. Pero antes fui a lavarme las manos en las oscuras aguas del estanque. El viaje hasta Nairobi me pareció infinitamente largo, pensé que durante todo aquel tiempo podíamos haber llegado hasta mi patria, a Dinamarca.
El Hospital Nativo de Nairobi se asienta justamente antes de empezar la cuesta abajo que lleva hasta la hondonada donde está la ciudad. Estaba oscuro y parecía tranquilo. Nos costó trabajo despertar a alguien; al final apareció un viejo médico o un ayudante goano, vestido con un curioso
negligé
. Era un hombre grande y gordo, de maneras muy apacibles y que tenía una extraña forma de hacer el mismo gesto primero con una mano y luego con la otra. Cuando ayudaba a sacar a Wamai del automóvil me pareció que se estremecía y luego se estiraba, pero cuando lo introdujimos en una habitación del hospital completamente iluminada, estaba muerto. El viejo goano señaló con la mano hacia él, diciendo: «Está muerto».
Y luego hacia Wanyangerri, diciendo: «Está vivo». Nunca volví a ver a aquel anciano, porque nunca más volví al hospital por la noche, cuando probablemente era su turno. En aquel momento sus maneras me molestaron, pero luego pensé que fue como si el destino mismo, envuelto en grandes mantos blancos, uno encima de otro, nos hubiera recibido en el umbral de la casa distribuyendo imparcialmente la vida y la muerte.
Wanyangerri se despertó de un desvanecimiento cuando lo metíamos en el hospital y fue poseído por un pánico terrible; no quería quedarse y se agarró a mí y a cualquiera que estuviera cerca, mientras gritaba y lloraba con la mayor angustia. El viejo goano, finalmente, lo calmó mediante una inyección y mirándome sobre sus lentes, me dijo: «Está vivo». Dejé a los niños allí, al muerto y al vivo, sobre dos camillas, abandonados a sus diferentes destinos. Belknap, que había venido con nosotros en su motocicleta, más que nada para ayudamos a empujar el automóvil para que arrancara si se detenía en la carretera, pensaba que debíamos informar del accidente a la policía. Condujimos por la ciudad hasta el puesto de policía de la calle River, encontrándonos así en el corazón de la vida nocturna de Nairobi. No había ningún policía blanco cuando llegamos y mientras iban a llamado nosotros esperamos afuera, en el coche. La calle tenía una avenida de altos eucaliptos, el árbol de todas las ciudades de los pioneros en las tierras altas; por la noche sus hojas largas y delgadas despiden un perfume extraño y agradable y adquieren un curioso aspecto a la luz de las farolas. Una grande y rolliza joven
swaheli
era conducida al puesto de policía por un grupo de policías nativos, se resistía con todas sus fuerzas, les arañaba en la cara y gritaba como una cerda; trajeron a un grupo de camorristas que todavía en las escaleras del puesto querían seguir peleando, y a un ladrón que me parece que acababan de coger, que venía por la calle seguido por un grupo de noctámbulos, discutiendo entre sí en voz alta, unos de parte suya y otros de la policía. Por fin llegó un joven oficial de la policía, directamente, creo, de una juerga. A Belknap le produjo una desilusión porque después de comenzar su informe con gran interés y a una tremenda velocidad, se sumió en profundos pensamientos, arrastró su lápiz lentamente por el papel y por fin dejó de escribir y se metió el lápiz en el bolsillo. Yo tenía frío debido al aire de la noche. Por último, volvimos en el automóvil a casa.