Mis sirvientes me sugirieron que podía coger el cervato de «Lulú» y tenerlo conmigo como la había tenido a ella. Pero pensé que sería una manera bastante grosera de corresponder a la elegante confianza que «Lulú» nos había mostrado.
También me parecía que la unión libre entre mi casa y el antílope era algo raro y honroso. «Lulú» venía del mundo salvaje para mostrar que estábamos en buenos términos con él, y que consideraba que mi casa formaba parte del paisaje africano, de manera que nadie podía decir dónde terminaba una y empezaba otro. «Lulú» sabía dónde estaba la madriguera del jabalí gigante y había visto copular al rinoceronte. En África hay un cuco que canta en medio de los días calurosos, en medio del bosque, como el sonoro corazón del mundo, nunca he tenido la suerte de vedo, ni nadie que conozca, así que no me lo han podido describir. Pero «Lulú» quizá hubiera pasado por el estrecho y verde sendero de los ciervos, bajo la rama en la que está sentado el cuco. Estaba leyendo un libro sobre la grande y antigua emperatriz de China y contaba cómo después del nacimiento de su hijo, la joven Yahanola había ido a visitar su vieja casa; marchó de la Ciudad Prohibida en un palanquín dorado, amado de verdura. «Mi casa», pensé, «es ahora como la casa del padre y la madre de la joven emperatriz».
Los dos antílopes, la grande y el pequeño, rondaron mi casa todo aquel verano; a veces había un intervalo de dos o tres semanas durante las visitas, pero otras veces los veíamos todos los días. Al principio de la siguiente estación de las lluvias mis sirvientes me dijeron que «Lulú» había vuelto con un nuevo cervato. No llegué a ver al cervato porque esta vez no se acercaron mucho a la casa, pero después vi tres antílopes juntos en el bosque.
El vínculo entre «Lulú» y su familia y mi casa duró muchos años. Los antílopes aparecían a menudo en las proximidades de la casa, salían de los bosques y volvían de nuevo como si mis terrenos fueran una provincia del país salvaje. La mayor parte de las veces venían antes del crepúsculo y al principio se veían sus delicadas y oscuras siluetas contra el verde oscuro, pero cuando pastaban en el prado a la luz del atardecer su piel brillaba como el cobre. Uno de ellos era «Lulú», porque se acercaba a la casa, caminaba sosegadamente y levantaba las orejas si oía llegar un automóvil o cuando se abría una ventana; y los perros la conocían. Su color se fue haciendo más oscuro con los años. Una vez llegué conduciendo a casa con un amigo y me encontré con tres antílopes en la terraza en torno a la sal preparada para mis vacas.
Era curioso que, aparte del primer antílope grande, el
bwana
de «Lulú», que se quedaba con la cabeza levantada a la sombra del castaño de El Cabo, no había ningún macho entre los antílopes que venían a casa. Parecía que teníamos ante nosotros un matriarcado forestal.
Los cazadores y naturalistas de la colonia tornaron interés por mis antílopes y el montero mayor vino hasta la granja para verlos. Un periodista escribió un artículo en
East African Standard
.
Los años en que «Lulú» y los suyos venían a mi casa fueron los más felices de mi vida en África. Por esta razón llegué a considerar mi relación con los antílopes del bosque como una bendición y un signo de la amistad de África. Todo el país estaba en ello, buenos augurios, antiguas alianzas, una canción:
Hazlo pronto, amor mío, y sé como un corzo
o un cervatillo en la montaña perfumada.
En los últimos años en África vi cada vez menos a «Lulú» y a su familia. En el año en que me fui me parece que no vinieron nunca. Las cosas habían cambiado. La tierra al sur de mi granja había sido dada a unos granjeros, y el bosque, talado, y se construían casas. Los tractores iban y venían por los antiguos claros. Muchos de los nuevos colonos eran puros deportistas y los rifles cantaban en el paisaje. Yo creo que la caza se retiró hacia el oeste y marchó a los bosques de la reserva Masai.
No sé cuánto tiempo viven los antílopes, probablemente «Lulú» había muerto hacía mucho tiempo.
Con frecuencia, con mucha frecuencia, en las tranquilas horas del amanecer soñaba que había oído la clara campanilla de «Lulú» y mientras dormía mi corazón latía lleno de alegría; me despertaba y esperaba que ocurriera algo muy extraño y muy dulce en cualquier momento.
Cuando me echaba otra vez, pensaba en «Lulú», preguntándome si en su vida en los bosques soñaría con su campanilla. ¿Pasarían por su mente, como sombras por el agua, imágenes de gente y de perros?
«Aunque yo sé una canción de África» —pensaba—, «de la jirafa y de la luna nueva africana tendida de espaldas, de los arados en los campos y de los rostros sudorosos de los recolectores de café, ¿sabrá África una canción sobre mí? ¿Vibrará el aire en la llanura con un color que yo he llevado, o los niños inventarán un juego en el cual esté mi nombre, la luna llena proyectará una sombra sobre la grava del camino que era como yo, o me buscarán las águilas de Ngong?».
No tuve noticias de «Lulú» desde que me fui, pero sí de Kamante y mis otros sirvientes en África. La última carta de Kamante me llegó no hace todavía un mes. Pero esas comunicaciones de África me llegan de una manera extraña, irreal, más como sombras o espejismos que como noticias reales.
Porque Kamante no sabe escribir y no sabe inglés. Cuando a él o los otros se le ocurre enviarme nuevas, van a uno de los amanuenses indios o nativos que se sientan con su pupitre, su papel, su pluma y su tinta junto a la oficina de correos y le explican lo que quieren poner en la carta. Estos amanuenses no saben mucho inglés, y desde luego no tienen mucha idea de cómo escribirlo, aunque están convencidos de lo contrario. Para mostrar su pericia en el oficio enriquecen las cartas con una serie de florituras, lo que las hace difíciles de descifrar. También tienen la costumbre de escribir las cartas en tres o cuatro clases de tinta y, sea cual fuere el motivo, dan la impresión de que andan escasos de ella y están aprovechando las últimas gotas de las botellas. De todos esos esfuerzos sale el tipo de mensajes que la gente recibía del oráculo de Delfos. Hay algo muy profundo en las cartas que recibo, sientes que lo que tratan de comunicarte es algo de vital importancia que va dentro del corazón del que la envía, que le ha movido a hacer el largo camino entre la reserva kikuyu y la oficina de correos. Pero queda envuelto en el misterio. El papelito barato y sucio que cuando llega a ti ha hecho muchas miles millas, parece hablarte y hablarte, gritar incluso, pero no te dice nada en absoluto.
Sin embargo, Kamante, en esto como en las demás cosas, es diferente de los otros. Como corresponsal tiene un estilo propio. Pone tres o cuatro cartas en el mismo sobre y luego las marcas.
Primera carta, segunda carta
, y así sucesivamente. Todas contienen las mismas cosas, repetidas una y otra vez. Quizá lo que quiere conseguir con las repeticiones es provocarme una impresión más profunda, porque él me hablaba de esta manera cuando quería que yo comprendiera o recordara algo en particular. Quizá es difícil para él dejar de escribir cuando siente que está en contacto con una amiga a una distancia tan grande.
Kamante me escribe que ha estado sin trabajo durante mucho tiempo. No me ha sorprendido, porque es un manjar demasiado delicado para gente vulgar.
[2]
Eduqué a un cocinero real y lo dejé en una colonia nueva. Fue un caso de «Sésamo, ábrete». Ahora las palabras mágicas se han perdido y la piedra se ha cerrado sobre los míticos tesoros que escondía. Ahora, cuando llega el gran chef, lleno de conocimientos, nadie ve en él más que un pequeño kikuyu patizambo, un enano de cara chata e inexpresiva.
¿Qué quiere decirme Kamante cuando va hasta Nairobi, se presenta ante el codicioso y engreído amanuense indio y le dicta un mensaje que va a atravesar medio mundo? Las líneas están torcidas y no hay orden en las frases de la carta. Pero Kamante tiene tal grandeza de alma que quien le conoce escucha en las notas de esa música rota y desordenada, casi un eco del arpa del pastorcillo David.
Esta es una
segunda carta
.
«No te olvido Memsahib. Honorable Memsahib. Ahora tus siervos ya no están nunca alegres porque tú te has ido. Si fuéramos pájaros volaríamos e iríamos a verte. Luego volveríamos. Entonces tu granja era un buen sitio para vacas terneritos negros. Ahora no tienen vacas cabras ovejas, no tienen nada. Ahora toda la gente mala goza en sus corazones porque tus antiguos siervos son pobres ahora. Dios sabe todo en su corazón para ayudar algunas veces a tu siervo».
Y en una
tercera carta
Kamante ofrece un ejemplo de la manera con que los nativos pueden decirte algo hermoso, escribe:
«Escribe y dinos si vuelves. Pensamos que vuelves. ¿Por qué? Pensamos que nunca puedes olvidarnos. ¿Por qué? Pensamos que sigues recordando nuestras caras y el nombre de nuestras madres».
Un hombre blanco que hubiera querido decirte una cosa hermosa, escribiría: «No puedo olvidarte». Los africanos dicen: «Pensamos que nunca puedes olvidamos».
La noche del 19 de diciembre salí de casa a pasear antes de irme a la cama para ver si iba a llover. Muchos granjeros de las tierras altas estarían, supongo, haciendo lo mismo a esa hora. A veces, en años afortunados, podíamos tener unos cuantos chaparrones hacia la Navidad, lo cual era importante para el café, que comenzaba a aparecer en los árboles después de florecer en las cortas lluvias de octubre. Esa noche no había indicios de lluvia. El cielo estaba sereno y triunfalmente silencioso, cuajado de estrellas.
El cielo estrellado del ecuador es más rico que el del norte y se le ve más porque estás más tiempo fuera por las noches. En la Europa septentrional las noches invernal es son demasiado frías como para que una pueda permitirse disfrutarlas contemplando las estrellas, y en el verano apenas se las puede distinguir en el claro cielo nocturno, que es tan pálido como el alhelí.
La noche tropical posee el aire acogedor de la catedral católica romana, en contraste con las iglesias protestantes del norte que puedes visitar sólo cuando te dejan, durante los oficios. Aquí, en esta gran estancia, la gente viene y va, es el sitio donde ocurren las cosas. En Arabia y África, donde el sol del mediodía te mata, la noche es el tiempo para viajar y trabajar. Las estrellas tienen nombres aquí porque han guiado a los seres humanos durante siglos, conduciéndoles por largas líneas a través de las arenas del desierto y el mar, una hacia el este y otra hacia el oeste, una al norte y otra al sur. Los automóviles funcionan bien por la noche y es agradable conducir bajo las estrellas, y adquieres la costumbre de fijar las citas con tus amigos del campo para el tiempo de la próxima luna llena. Empiezas los safaris con la luna nueva para beneficiarte de un ciclo entero de noches de luna. Te resulta extraño cuando vuelves a Europa encontrarte con que tus amigos de las ciudades viven sin tener en cuenta los cambios de la luna y casi la ignoran. La luna nueva fue la señal de acción para el camellero de Kadija, cuya caravana se puso en marcha cuando apareció en el cielo. Con su rostro vuelto hacia ella fue uno de los «filósofos que tejen sus sistemas del Universo de la luz de la Luna». Debió de contemplarla mucho, porque la tomó como el signo de la conquista.
Adquirí prestigio entre los nativos porque muchas veces sucedió que en la granja fui la primera persona que vio la luna nueva, como un delgado arco de plata en el crepúsculo; sobre todo porque dos o tres años seguidos vi antes que nadie la luna nueva del mes del Ramadán, el mes sagrado de los mahometanos.
El granjero dirige sus ojos lentamente por todo el horizonte. Primero hacia el este, porque será del este de donde venga la lluvia, si es que viene, y allí se ve claramente la Espiga en la constelación de Virgo. Luego al sur, para saludar a la Cruz del Sur, portera del inmenso mundo, fiel a los viajeros y amada por ellos, y más altas, bajo la huella luminosa de la Vía Láctea, Alfa y Beta en Centauro. Hacia el sudoeste resplandece en el cielo el gran Sirio, Canopo el meditativo, y hacia el oeste, sobre el fino dibujo de las colinas de Ngong, casi ininterrumpido, los adornos de radiante diamante, Rigel, Betelgeuse y Bellatrix. Finalmente se vuelve hacia el norte porque al norte terminará por volver, donde se encuentra nada menos que con la Osa Mayor, sólo que ahora está tranquilamente cabeza abajo debido a la perspectiva celeste, lo que le da un aire de chiste osuno, que alegra el corazón de los emigrantes nórdicos.
La gente que sueña mientras duerme por la noche siente una clase especial de felicidad que no tiene el mundo diurno, un plácido éxtasis y una ligereza de corazón que saben como la miel. También siente que la verdadera gloria del sueño reside en su atmósfera de ilimitada libertad. No la libertad del dictador, que impone al mundo su voluntad, sino la libertad del artista, que no emplea su voluntad, porque se ha librado de ella. El placer del verdadero soñador no reside en la sustancia de su sueño, sino en esto: que las cosas ocurren sin ninguna interferencia por su parte y, además, completamente fuera de su control. Grandes paisajes creados por sí mismos, grandes y espléndidas vistas, ricos y delicados colores, caminos, casas que nunca ha visto y de las que nunca ha oído hablar. Aparecen extraños y son amigos o enemigos, aunque la persona que sueña no haya hecho nunca nada por ellos. Las ideas de huida y persecución son recurrentes en los sueños e igualmente propiciadoras del éxtasis. Todos dicen cosas inteligentes. Es cierto que si lo recuerda al día siguiente las cosas se borran y pierden su sentido, porque pertenecen a un plano diferente, pero tan pronto como el que sueña se tumba por la noche, el circuito se cierra y recuerda su esplendor. Durante todo el tiempo le rodea un sentimiento de inmensa libertad y le invade, como el aire y la luz, una felicidad ultraterrena. Es una persona privilegiada, alguien que no tiene nada que hacer, pero para cuyo enriquecimiento y placer se juntan todas las cosas; el rey de Tharsis le llevará sus dones.
Participa en una gran batalla o en un baile y se pregunta cómo puede ser tan afortunado que participe en esos acontecimientos al tiempo que duerme. Es cuando se empieza a perder la conciencia de la libertad, cuando la idea de necesidad penetra en el mundo, cuando hay prisa y tensión por todas partes, cuando hay que escribir una carta o tomar un tren, cuando tienes que ir a trabajar, hacer que los caballos del sueño galopen o hacer que se disparen los rifles, cuando el sueño decae y se convierte en una pesadilla, que pertenece a la categoría más pobre y más vulgar de los sueños. Lo más parecido en el mundo en vigilia a un sueño es una noche en una gran ciudad donde nadie te conoce o en la noche africana. Ahí también hay una infinita libertad: ahí ocurren cosas, se forjan los destinos en torno tuyo, bulle de actividad y nada te concierne.