Read Memnoch, el diablo Online
Authors: Anne Rice
—Sí, lo comprendo.
—Ambas tríades cantan constantemente cuando están en el cielo, y buena parte del tiempo que pasan en la Tierra; sus cánticos se elevan al cielo de forma espontánea y constante; no estallan con el júbilo de mi canción o las canciones que entonan los ángeles semejantes a mí, ni tampoco guardan silencio durante largos períodos como solemos hacer los arcángeles.
«Cuando mueras oirás los cantos de las tres tríades. Ahora te destruirían. He permitido que oyeras una parte de las voces, risas, canciones y música que suenan en el cielo, pero en estos momentos sólo puedes percibirlas como una confusa algarabía.
Yo asentí. Había sido al mismo tiempo una experiencia dolorosa y maravillosa.
—La tríade inferior comprende a los principados, arcángeles y ángeles —continuó Memnoch—, aunque esa clasificación puede inducir a confusión, como ya he dicho, pues nosotros, los arcángeles, somos los más poderosos e importantes, tenemos una personalidad muy marcada y somos los más inquisitivos y a los que más nos preocupaba la humanidad. Los otros ángeles interpretan eso como un defecto. Los serafines no suelen suplicar misericordia divina para los hombres.
»Así es a grandes rasgos la configuración del cielo. Los ángeles son innumerables y gozan de una gran movilidad; algunos se acercan a Dios más que otros, y cuando se sienten abrumados por su majestad, se alejan un poco y entonan unos cánticos más suaves.
»Lo importante es que los ángeles custodios de la Tierra, los observadores, los que sentían un mayor interés por todo lo referente a la Creación, provenían de todas las jerarquías. Incluso entre las filas de los serafines hay algunos que han pasado millones de años en la Tierra y luego han regresado al cielo. Ese ir y venir es muy común. La organización que he descrito es innata, pero no inamovible.
»Los ángeles no son perfectos, como habrás podido comprobar. Son unos seres creados. No lo saben todo. Dios sí lo sabe todo, eso resulta evidente para cualquiera. Sin embargo, los ángeles saben muchas cosas, pueden saber todo cuanto existe en el tiempo si lo desean, y ahí es donde radica la diferencia entre ellos. Algunos desean saber todo lo que existe en el tiempo y a otros sólo les interesa Dios y el reflejo de Él en los espíritus más devotos.
—Comprendo. Con esto vienes a decir que todos están en lo cierto y todos están equivocados.
—Están más en lo cierto que equivocados. Los ángeles son unos individuos, ésa es la clave. Los que caímos no constituimos una especie, a menos que el hecho de ser los más listos, inteligentes y perspicaces nos convierta en una especie, cosa que no creo.
—Continúa.
Memnoch soltó una carcajada y preguntó:
—¿Crees que iba a detenerme ahora?
—No lo sé —respondí—. Pero ¿qué tengo yo que ver en todo esto? No me refiero a Lestat de Lioncourt, sino al vampiro.
—Eres un fenómeno terrestre, algo semejante a un fantasma. Nos ocuparemos de ellos dentro de unos instantes. Cuando Dios nos envió a la Tierra para observar, y en concreto para observar a la humanidad, nos inspiraban tanta curiosidad los muertos como los vivos, esas almas que veíamos y oíamos vagar por el mundo y a las que inmediatamente denominamos
sheol
porque creímos que el ámbito que habitaban las almas en pena era el reino de las tinieblas.
Sheol
significa «tinieblas».
—Y el espíritu que creó a los vampiros...
—Espera. Es muy sencillo. Pero deja que te lo describa tal como yo lo percibí. De lo contrario, ¿cómo podrás llegar a entender mi postura? Mi petición de que te conviertas en mi lugarteniente es algo tan personal y decisivo que no conseguirás comprenderlo plenamente a menos que escuches con atención.
—Te ruego que prosigas.
—De acuerdo. Unos cuantos ángeles decidieron acompañarme, a fin de estudiar tan a fondo como fuera posible la materia y extraer nuestras propias conclusiones, comprender mejor esos fenómenos, tal como nos había pedido Dios. Miguel vino conmigo, así como muchos otros arcángeles. Entre mis acompañantes había unos pocos serafines y
ofannim.
También se nos unieron algunos ángeles de las jerarquías inferiores, menos inteligentes aunque no por ello dejasen de ser ángeles, que se sentían fascinados por la Creación e intrigados por averiguar cuál era el motivo de mi disputa con Dios.
»No puedo decirte con exactitud cuántos éramos. Pero cuando llegamos a la Tierra, cada uno tomó un camino distinto, aunque nos reuníamos con frecuencia para comentar lo que habíamos visto y averiguado.
»Lo que nos unía era nuestro interés en la frase que había pronunciado Dios, en la afirmación de que la humanidad formaba parte de la naturaleza. No acabábamos de comprenderlo. Por consiguiente, decidimos estudiar el asunto.
»No tardé mucho en constatar que los hombres y las mujeres, a diferencia de otros primates, vivían en grandes grupos dentro de unas viviendas que ellos mismos construían y se pintaban el cuerpo de distintos colores, que las mujeres vivían a menudo aisladas de los hombres y que todos creían en algo invisible. ¿Pero en qué? ¿Acaso en las almas de sus antepasados, sus seres queridos que habían muerto y permanecían cautivos en la atmósfera de la Tierra, incorpóreos y desorientados?
»En efecto, era las almas de sus antepasados, aunque los humanos adoraban también a otras entidades. Imaginaban a un Dios que había creado a los animales salvajes, al que rendía culto por medio de sacrificios que realizaban sobre unos altares en el convencimiento de que esa vertiente de Dios Todopoderoso constituía una personalidad de unos límites muy precisos y fácil de complacer o disgustar.
»No puedo decir que aquello me pillara de sorpresa, después de las cosas que había presenciado. Ten presente que he condensado millones de años con el fin de resumirte la historia de las revelaciones. Pero al aproximarme a esos altares, cuando oí las oraciones que elevaban al Dios de los animales salvajes, cuando vi el cuidado y la atención con que ejecutaban esos sacrificios en los que degollaban un carnero o un ciervo, me sorprendió el hecho de que aquellos humanos no sólo parecían ángeles, sino que habían adivinado la verdad.
»La habían descubierto de forma instintiva. Existía un Dios. Lo sabían. No sabían cómo era, pero sabían que existía, y ese conocimiento instintivo parecía brotar de la misma esencia que sus almas espirituales. Me explicaré.
»La conciencia de la muerte había creado una fuerte sensación de individualidad en los humanos, y esta individualidad temía la muerte, la aniquilación. Lo veían, sabían lo que significaba, lo presenciaban continuamente. Y rogaban a Dios para que no permitiera que este trance careciera de significado en el mundo.
»Fue esa tenacidad de su individualidad lo que hizo que el alma humana permaneciera viva después de abandonar el cuerpo, aferrándose a la vida, por decirlo así, perpetuándose al adaptarse al único mundo que conocía.
No dije nada. Estaba fascinado por la historia que relataba Memnoch y sólo deseaba que continuara. Pero, naturalmente, pensé en Roger. Pensé en él porque Roger era el único fantasma que yo había conocido y lo que Memnoch acababa de describir era una versión notablemente precisa y contundente de Roger.
—Exacto —dijo Memnoch—, lo cual seguramente explica por qué Roger acudió a ti, aunque en aquel momento me fastidió en extremo.
—¿No querías que Roger acudiera a mí?
—Observé. Escuché. Me quedé asombrado, al igual que tú, pero era el primer fantasma que lograba asombrarme. No es que fuera algo extraordinario, pero te aseguro que no fue una cosa orquestada por mí, si a eso te refieres.
—Como sucedió prácticamente al mismo tiempo que tus apariciones, supuse que ambos hechos guardaban relación.
—¿De veras? ¿Qué relación puede haber? Te aconsejo que la busques dentro de ti. ¿Acaso crees que es la primera vez que un muerto trata de hacerse oír? ¿Crees que los fantasmas de tus víctimas no han intentado ponerse en contacto contigo? Reconozco que éstos suelen morir en un profundo estado de trance y confusión, ignorando que eres el instrumento de su muerte. Pero no siempre ha sido así. Quizás eres tú quien ha cambiado. Ambos sabemos que amabas a ese hombre mortal, Roger, que lo admirabas, que comprendías su vanidad y amor por lo sagrado, lo misterioso y lo costoso, porque tú también posees esos rasgos.
—Lo que dices es cierto, sin duda —respondí—, pero sigo creyendo que tuviste algo que ver en el hecho de que se me apareciera.
Memnoch me miró perplejo durante unos instantes, como si fuera a enojarse, pero luego soltó una carcajada.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué iba a molestarme en hacer que se te apareciera Roger? Ya te he dicho lo que quiero de ti. Sabes lo que significa. Conoces las revelaciones místicas y teológicas. Cuando eras un niño y vivías en Francia, ante el temor de que pudieses morir sin comprender el significado del universo no dudaste en acudir con urgencia al párroco de la aldea y preguntarle: «¿Cree usted en Dios?»
—Sí, pero eso sucedió hace mucho tiempo. Cuando afirmas que no existe ninguna relación... no acabo de creerlo —dije.
—¡Eres el tipo más terco que jamás he conocido! —exclamó Memnoch, levemente irritado pero sin perder la paciencia—. Lestat, ¿no comprendes que lo que te impulsó hacia Roger y su hija Dora fue la misma cosa que me llevó a mí a elegirte? Alcanzaste un punto en que deseabas bucear en lo sobrenatural. Pedías a gritos ser destruido. El apoderarte de David fue el primer paso hacia el abismo moral al que te encaminabas. Te perdonaste a ti mismo por haber convertido a la pequeña Claudia en una vampira debido a que eras joven y estúpido.
»Pero convertir a David en un vampiro, contra su voluntad... Apoderarte de su alma para convertirla en un alma vampírica... Ese fue el peor crimen que has cometido. Un crimen que clamaba al cielo. David, al que habíamos permitido que nos vislumbrara en una ocasión, durante una fracción de segundo, por el que sentíamos un profundo interés...
—De modo que os aparecisteis ante David deliberadamente.
—Creo habértelo dicho ya.
—Pero Roger y Dora estorbaban.
—Sí. Naturalmente, tú elegiste a la víctima más brillante y atrayente. Elegiste a un hombre que desempeñaba tan bien su trabajo (sus crímenes, sus estafas, sus robos) como tú el tuyo. Fue un paso aún más audaz. Tu voracidad aumenta con el tiempo. Se convierte en algo cada vez más peligroso para ti y para quienes te rodean. Ya no te conformas con los marginados, los desposeídos y los maleantes. Cuando te fijaste en Roger, te sentiste atraído por su poder y carisma, ¿pero qué has conseguido?
—Me siento destrozado.
—¿Por qué?
—Porque siento amor hacia ti —contesté—, y eso es algo que siempre me alarma, como ambos sabemos. Me siento atraído por ti. Quiero conocer el resto de tu relato. Sin embargo, creo que mientes respecto a Roger y Dora. Creo que todo está relacionado. Y cuando pienso en Dios Encarnado... —me detuve, incapaz de continuar.
Me sentí invadido por la sensualidad del cielo, los fragmentos que todavía recordaba, que aún sentía, y ese recuerdo me dejó sumido en una tristeza mayor que lo que podía expresar con lágrimas.
Creo que cerré los ojos, porque al abrirlos me di cuenta de que Memnoch sostenía mis manos en las suyas. Sus manos eran cálidas, fuertes y suaves en extremo. ¡Qué frías debían de parecerle las mías!
Sus manos eran más grandes; perfectas. Las mías eran... mis extrañas, blancas y relucientes manos. Mis uñas, como de costumbre, brillaban como hielo bajo el sol.
Memnoch se apartó bruscamente. Mis manos permanecieron rígidas, enlazadas, abandonadas.
Memnoch se encontraba a unos metros de distancia, de espaldas a mí, contemplando el estrecho mar. Advertí que la silueta de sus inmensas alas se agitaba levemente, como si una tensión interna moviera los invisibles músculos a los que estaban adheridas. Era un ser perfecto, irresistible y desesperado.
—¡Quizá Dios tenga razón! —exclamó rabioso, con su voz profunda, sin apartar la vista del mar.
—¿Respecto a qué? —pregunté.
Memnoch no se volvió.
—Continúa, te lo ruego —dije—. A veces temo derrumbarme bajo el peso de las cosas que me cuentas. Pero prosigue, por favor.
—¿Es ésta tu forma de disculparte? —preguntó Memnoch con suavidad, volviéndose hacia mí.
Las alas se desvanecieron. Se acercó despacio y se sentó a mi derecha. El borde de su túnica estaba cubierto de polvo. Yo asimilé cada detalle antes de pensar en ello. Tenía una hoja pegada en su larga y enmarañada cabellera.
—No —respondí—. No era una disculpa. Por lo general digo lo que pienso.
Examiné su rostro, el delicado perfil, la ausencia de pelo sobre su magnífica piel. Resultaba indescriptible. Cuando contemplas una estatua en una iglesia renacentista y compruebas que es más grande que tú, perfecta, no te asustas porque sabes que es de piedra. Pero ésta estaba viva.
Memnoch se volvió como si hubiera advertido que lo estaba observando y me miró a los ojos. Luego se inclinó hacia delante. Sus ojos eran límpidos y encerraban un sinfín de colores. Sentí sus labios, suaves, húmedos, rozar mi mejilla. Sentí un fuego abrasador, una llama que atravesaba cada partícula de mi cuerpo, como sólo es capaz de hacerlo la sangre, la sangre humana. Noté un agudo dolor en el pecho. Habría podido señalar con un dedo el lugar exacto donde experimentaba el dolor.
—¿Qué sientes? —pregunté, resistiéndome a permitir que me avasallara.
—Siento la sangre de centenares de personas —murmuró Memnoch—. Siento un alma que ha conocido un millar de almas.
—¿Conocido, o simplemente destruido?
—¿Vas a apartarme de tu lado debido al odio que sientes hacia ti mismo? —preguntó Memnoch—. ¿O continúo con mi relato?
—Continúa, por favor.
—El hombre había inventado o descubierto a Dios —dijo. Su voz tenía un tono sosegado, cortés, casi humilde—. En algunos casos, las tribus adoraban a más de una deidad, a la que consideraban artífice de una parte del mundo. Sí, los humanos sabían que las almas de los muertos sobrevivían; y les hacían regalos para que intercedieran por ellos. Depositaban ofrendas en sus tumbas. Les rezaban, les suplicaban que les ayudaran en la caza, durante el parto, en todas las circunstancias de su vida.
»Cuando los ángeles nos asomamos al
sheol,
el reino de las tinieblas, cuando penetramos en él, invisibles, nuestra esencia no causó ninguna perturbación puesto que sólo estaba lleno de almas... nada más que almas... comprendimos que esas almas se veían reforzadas en su afán de sobrevivir por las atenciones de los humanos que permanecían en la Tierra, por el amor que les hacían llegar, por los pensamientos que les dedicaban. Todo formaba parte del proceso.