Memento mori (3 page)

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Authors: César Pérez Gellida

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Memento mori
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—Tranquilo, ellos no saben de fines de semana —contestó intentando quitar hierro al asunto al ver el semblante extrañamente abatido de Matesanz.

—Ahí tienes todo lo necesario, te aconsejo que te pongas la mascarilla. Los de la científica se han ido hace unos minutos; dentro está solo Villamil y no hace falta que te diga lo rápido que trabaja. La autopsia no está concluida del todo, pero habla con él y te pondrá al corriente. Yo necesito algo de aire.

—Está bien, Matesanz, tómate un respiro. Cuando termine aquí, te llamo.

—Muy bien, luego hablamos —dijo despidiéndose apresuradamente.

Conocía a Patricio Matesanz desde hacía solo tres años. Le faltaban apenas unos cuantos más para pasar a segunda actividad, pero él era de esos policías para los que desprenderse de la placa era como arrancarse la piel. El subinspector era el más experimentado del grupo; un soriano parco en palabras y de expresión tan apagada como solemne, un castellano recio. Todo un referente para el grupo. Desde el primer día en que Sancho se hizo cargo del puesto, Matesanz le había brindado todo su apoyo. A su manera, le facilitó el acercamiento al resto de compañeros y, en pocas semanas, le enseñó cómo funcionaban las cosas en Valladolid. En aquel momento, el Grupo de Homicidios de Valladolid trabajaba como un reloj suizo, y eso se debía a Matesanz en gran parte. Al margen del afecto personal que le profesaba, respetaba y admiraba su trayectoria profesional. Él nunca trabajaba sobre hipótesis, solo sobre indicios y pruebas. Muchos eran los casos que se habían resuelto gracias al buen enfoque de la investigación aportado por el subinspector. Ver la cara desencajada de un policía tan experimentado y notar su voz agrietada hizo que agudizara todos sus sentidos.

Inspiró lenta y profundamente, notando cómo se hinchaban sus pulmones antes de soltar el aire por la boca, muy despacio. Al hacerlo, el olor intenso a alcohol y a cloro de los desinfectantes, antisépticos y demás bactericidas le penetró hasta la base del cráneo para abofetearle la pituitaria. A duras penas, superó las ganas de teletransportarse al baño más cercano y, mientras terminaba de atarse la mascarilla y de ajustarse los guantes, reflexionó sobre lo paradójico que resultaba tanta desinfección en aquel lugar gobernado dictatorialmente por la muerte. Levantó la mirada hacia la camilla donde podía distinguirse el cuerpo inerte de la víctima tapado por completo. De espaldas, reconoció las canas de Manuel Villamil, uno de los once médicos forenses de la ciudad, con el que Sancho guardaba una relación más que cordial. Villamil estaba apoyado sobre sus brazos y miraba inmóvil lo que debía de ser el informe preliminar de la autopsia.

—Buenos días, Manolo. El buen cirujano opera temprano.

No hubo respuesta.

—Manolo, ¿qué tenemos? —insistió.

—Querrás decir qué no tenemos —respondió Villamil con voz queda—. ¿Sabes, Sancho? Es en días como estos cuando maldigo el momento en el que dejé de fumar. Necesito un Ducados para fumármelo en dos caladas.

—Manolo —interrumpió Sancho impaciente—, solamente cuento con la información que me ha dado Matesanz hace unos minutos: un cadáver de una joven de unos veinticinco años encontrado en el parque Ribera de Castilla. Sé también que ha sido mutilada, pero no tengo más detalles.

—Mutilada, sí, pero esto no se ajusta a nada que yo haya visto antes, y no soy precisamente un yogurín. ¡Coño, Sancho, que mi hija Patricia tiene su misma edad!

—¿Por qué no empiezas por enseñarme el cuerpo? —propuso posando la mano sobre el hombro del médico de forma afectuosa.

—Claro, disculpa.

Villamil se acercó a la manta térmica que cubría el cuerpo y la retiró.

—¡Hay que joderse, Manolo! —exclamó llevándose la mano instintivamente a la boca—. Pero ¡¿qué mierda…?!

El impacto inesperado de ver un cadáver con la mirada fija y extinta le hizo morderse el dorso de la mano a través de la mascarilla antes de volver a preguntar:

—¡¿Qué le han hecho a esta chica?!

—Se los ha cortado —reveló el galeno—. No diría que es el trabajo de un cirujano, pero son cortes limpios, y eso me lleva a pensar que, para nuestra tranquilidad y la de su familia, fueron post mórtem, y que no le tembló el pulso al desalmado que lo hizo. Presenta dos incisiones verticales en cada uno de los cuatro párpados, y otra horizontal que, curiosamente, hace la forma del globo ocular; lo cual nos lleva a pensar que la hoja debía ser necesariamente curva.

—¡Hay que joderse! —repitió Sancho mientras se recuperaba del
shock
y se tiraba inquieto de los pelos de la barba que le asomaban por debajo de la mascarilla—. ¿Cuál fue la causa de la muerte? Supongo que esas marcas del cuello tienen mucho que ver —anticipó el inspector.

—Efectivamente, murió por estrangulamiento; tiene la tráquea aplastada. Todo indica que el mecanismo de la muerte fue anoxia anóxica. La leve cianosis facial y la equimosis puntiforme que se aprecia en el rostro no dejan lugar a dudas. Hay restos de orina de la propia víctima en el vello púbico y cara interior de los muslos a causa de la incontinencia urinaria que se originó en los instantes previos a la parada cardiorrespiratoria —explicó con asepsia el forense.

—¿Sabemos cómo la asfixió?

—Algo que tenemos claro es que no se ayudó de objeto alguno. La falta de marcas de los pulgares indica que, muy probablemente, fuera una estrangulación antebraquial aplicada sobre la laringe.

—Entendido. ¿Ningún signo más de violencia?

—Ninguno. No se aprecian señales de ataduras ni mordazas; tampoco encontramos otros hematomas ni presenta indicios de haber sido violada. Se observan algunos arañazos, también post mórtem, en cara, cuello y extremidades como consecuencia de haber sido arrojado el cuerpo ya sin vida a los matorrales en los que fue encontrado. Todo está debidamente recogido en el informe.

Sancho, ya sosegado, siguió preguntando:

—¿Restos visibles bajo las uñas?

—Nada que yo haya podido apreciar a simple vista —certificó de inmediato Villamil, como esperando la pregunta—. Voy a proceder a la amputación de las falanges distales para enviarlas a Madrid.

—Necesitamos darle prioridad en el laboratorio. No podemos esperar un mes a los resultados.

—Bueno, de eso ya os encargáis vosotros.

—Correcto. ¿Y lo de los párpados? ¿Qué sentido tiene? —cuestionó al tiempo que volvía a clavar la mirada en los ojos mate de la joven.

—Sancho, no creo que buscar el sentido de las cosas sea tarea vuestra; lo que tenéis que hacer es atrapar al desalmado que hizo esto.

—Lo sé, lo sé, solo pensaba en voz alta —aclaró el inspector mirando a Villamil—. Por cierto, ¿se han encontrado los párpados?

—No. Según parece, se los llevó de recuerdo.

—Mierda puta —concluyó antes de hacer una pausa—. Dime todo lo que sepamos hasta ahora, necesito información.

Manuel Villamil cogió la primera hoja del informe y empezó a leer.

—La víctima está debidamente identificada. Se le encontró la documentación encima, y la necrorreseña no deja lugar a dudas. Se trata de María Fernanda Sánchez Santos, nacida en Ecuador, de veinticuatro años, ciento cincuenta y siete centímetros y cincuenta kilos de peso. Pelo negro y ojos marrones oscuros. Hija de Hilario Sánchez, ecuatoriano, fallecido, y María Santos, española. Residía con su madre en España desde 2005 con dirección en el número dieciocho de la calle Lope de Vega.

—Habrá que contactar con el consulado para notificar el hecho. Entiendo que su familia ya ha sido informada.

—Supongo que sí —conjeturó Villamil sin levantar la vista del informe—. Esa labor os corresponde a vosotros.

Villamil iba a continuar, pero el inspector preguntó de nuevo:

—Espera, Manolo, has dicho que vivía en la calle Lope de Vega. En La Rondilla, ¿no? Eso está muy cerca del parque Ribera de Castilla, donde fue encontrado el cuerpo.

—Así es, yo diría que está a menos de diez o quince minutos andando.

El forense continuó leyendo.

—El cadáver fue encontrado por un joven que hacía
footing
por la ribera del río, parcialmente oculto entre unos arbustos a la altura del Centro de Piragüismo Narciso Suárez, sobre las ocho y media de la mañana. El cuerpo se encontraba vestido; blusa blanca, pantalones vaqueros y botas negras. La inspección ocular del lugar concluye que no fue asesinada allí al no encontrarse ningún signo de lucha ni rastros de sangre. Los de la científica aseguran que la mataron en otro sitio y, posteriormente, la dejaron en el lugar donde fue encontrada. Como te decía, mi informe lo corrobora.

—Bien, sigamos. ¿Data de la muerte?

—No hay signos de descomposición, y en el levantamiento del cadáver se aprecia rigidez en fase de instauración. Diría que lleva muerta unas cinco horas, no más de ocho casi con total seguridad; probablemente fuera asesinada entre las tres y las siete de la mañana del sábado. Ya sabes que todo esto es estimativo.

—Lo sé, pero también sé lo poco que suele equivocarse Manuel Villamil.

—Tú mismo.

—¿Quién se encargó del levantamiento del cadáver?

—La juez Miralles lo firma.

—Ahí hemos tenido suerte, Aurora suele ser bastante diligente con los casos que caen en sus manos.

—Sí, yo también lo creo.

—¿Eso es todo? —preguntó sin dejar de mirar a los ojos de la víctima.

—Todo lo que tenemos hasta el momento, aparte del poema.

—¿El poema? ¿De qué me estás hablando? —preguntó el inspector con aparente frialdad.

—¿Es que no te lo han dicho?

—A la vista está que no.

—El que hizo esto, además de un hijo de su madre, es un proyecto de poeta o algo así.

—Dime, Manolo, ¿qué habéis encontrado?

—Lo que él quería que encontráramos —respondió Villamil mientras se volvía hacia la mesa que tenía a su espalda—. Precisamente, lo estaba releyendo cuando has llegado.

—Un segundo, ¿damos por hecho que es un hombre?

—Bueno, no lo sabemos con certeza. No obstante, me juego tu pensión a que el que hizo esto fue un hombre. Una mujer no mata de esta forma. Cuando leas el maldito poema, coincidirás conmigo: se trata de un hombre.

Villamil hizo una pausa y, volviéndose al escritorio, indicó:

—Aquí lo tienes.

Con unas pinzas, agarró un fragmento de papel de unos diez centímetros de largo por cinco de ancho en el que se podía distinguir un texto.

—¿Dónde estaba esto? —quiso saber mientras examinaba el trozo de papel.

—En esta bolsita de plástico, en su boca. El papel estaba doblado en cuatro y colocado minuciosamente dentro de la bolsita.

—¿Sabemos quién es el autor?

—Ni idea, pero por el contenido me vuelvo a jugar tu pensión a que lo escribió el propio asesino.

—Te confieso algo, Manolo —dijo el inspector dejando caer la mirada al suelo—, tengo la impresión de estar viendo una de esas películas americanas del típico asesino en serie superdotado que deja pistas a los guapos e intrépidos detectives para jugar con ellos.

Sancho se acercó a la nota para tratar de leer el texto escrito a máquina, pero Villamil le interrumpió.

—No fuerces la vista, chaval. A tu edad, no es bueno —soltó con ironía—. Ya lo hemos transcrito y adjuntado al informe. Siéntate —le indicó Villamil al tiempo que movía el ratón del ordenador que tenía encima de la mesa.

Se sentó a leer.

Afrodita

Cuando la sirena busca a Romeo,

de lujuria y negro tiñe sus ojos.

Su canto no es canto, solo jadeo.

Fidelidad convertida en despojos

a la deriva en el mar de la ira,

varada y sin vida entre los matojos.

No hay semilla que crezca en la mentira,

ni mentira que viva en el momento

en el que la soga juzga y se estira.

Tejeré con la esencia del talento

la culpabilidad de los presuntos.

¡Y que mi sustento sea su aliento!

Caminaré entre futuros difuntos,

invisible y entregado al delirio

de cultivar de entierros mis asuntos.

Afrodita, nacida de la espuma,

cisne negro condenado en la bruma.

—Basura poética —juzgó tras leerlo dos veces—. Nunca me ha gustado la poesía, no la entiendo o no la quiero entender. En esta, a simple vista, yo diría que el móvil podría ser un desengaño amoroso; ya sabes, para el amor y la muerte, no hay cosa fuerte. Parece que pretendiera justificar su crimen. En la última parte anuncia y advierte que va a seguir por ese camino, tipo justiciero misterioso. Tendremos que salir a su encuentro lo antes posible.

—Inspector Sancho, me da la sensación de que no va a ser nada fácil ni rápido agarrar a este malnacido.

—Manolo, le atraparemos. Cuando cometa un error, ahí estaremos nosotros.

—Precisamente eso es lo que me preocupa.

—¿El qué? —preguntó sorprendido.

—Que para que cometa algún error, tendrá que matar de nuevo.

El Campo Grande
Zona del paseo de Zorrilla

El cielo estaba sospechosamente limpio de nubes y el sol de mediodía animaba a huir de las zonas sombrías. Los veintisiete grados centígrados que marcaba el termómetro del Campo Grande habían empujado a muchas familias a disfrutar de un domingo tranquilo en la zona verde más importante de la ciudad. Los rayos que se filtraban entre los castaños, las palmeras y los arces formaban bonitas figuras sobre el asfalto que ya pisaban muchas suelas nuevas a esas alturas de la mañana. Olía a matinal de domingo, a hierba recién cortada, a vainilla y a tierra húmeda pisada. Podía escucharse el piar de cientos de pájaros alborotados en un día sorprendentemente caluroso para esa época del año en Valladolid.

Sin embargo, a él toda esa eclosión de la madre naturaleza le importaba bien poco en ese momento. Él amaba los espacios verdes, pero los disfrutaba en solitario y aquel no era precisamente el día. Había ido a rematar la faena, y prefería zambullirse en su música que escuchar a los pájaros piando. Caminaba sereno, luciendo media sonrisa y gafas Ray-Ban de cristales amarillos, modelo piloto. El pelo, bien cortado y despeinado a la moda. Recién duchado y perfumado, con oportuna barba de tres días. Sus vaqueros y zapatillas, de marca. De complexión atlética, vestía una sudadera de capucha azul marino sobre camiseta blanca.

Continuó caminando, despacio, buscando encontrarse con miradas, gustándose. Sonaba
Me amo
, de Love of Lesbian. La voz de Santi Balmes era especial, distinta, con sello propio, como él. No era ni mucho menos la canción que más le gustaba del grupo, pero era la que encajaba en ese preciso momento. Subió el volumen del iPhone para cantarla:

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