—Pues a mí me parece que no has tenido muchos problemas para hablar conmigo.
Parpadeé, sorprendida. Lucas tenía razón. ¿Cómo era posible?
—Contigo… Supongo que… Creo que me asustaste tanto que se me pasó el miedo de golpe —balbucí.
—Eh, pues si funciona.
—Sí. —Sin embargo, tuve la sensación de que había algo más. Los extraños seguían dándome pánico, pero él no era un extraño. Había dejado de serlo en cuanto comprendí que había intentado salvarme la vida. Tenía la sensación de conocer a Lucas desde siempre, como si hubiera estado esperando su llegada durante años—. Debo volver antes de que mis padres se den cuenta de que no estoy.
—No dejes que te sermoneen.
—No lo harán.
Lucas no parecía tan seguro, pero asintió y se alejó. Se perdió entre las sombras mientras yo entraba en un cerco de luz.
—Nos vemos por aquí.
Levanté la mano para decirle adiós, pero Lucas ya se había ido. Había desaparecido sigilosamente en el bosque.
V
olvía a ascender la larga escalera de caracol hasta llegar al último piso de la torre, todavía temblorosa a causa de la descarga de adrenalina. Esta vez no me molesté en no hacer ruido. Dejé resbalar al suelo la bandolera que llevaba al hombro y me desplomé en el sofá. Me habían quedado unas cuantas hojas enredadas en el pelo y empecé a quitármelas.
—¿Bianca? —Mi madre salió de su dormitorio, anudándose el cinturón de la bata. Me sonrió somnolienta—. ¿Has madrugado para ir a dar un paseo, corazón?
—Sí —contesté, con un suspiro. Ya no valía la pena montar una escena dramática.
Mi padre salió a continuación y la abrazó por detrás.
—No puedo creer que nuestra niñita ya esté en la Academia Medianoche.
—El tiempo pasa tan rápido… —se lamentó mi madre con un suspiro—. Cuanto mayor te haces, más rápido pasa.
Mi padre sacudió la cabeza.
—Lo sé.
Refunfuñé. Siempre decían lo mismo y habíamos convertido en una especie de broma el fastidio que me producía. Las sonrisas de mis padres se ensancharon.
«Parecen muy jóvenes para ser tus padres», solía comentar la gente de mi pueblo, aunque lo que en realidad querían decir era «demasiado guapos». En ambos casos era cierto.
El cabello de mi madre tenía un tono acaramelado y el de mi padre era de un rojizo tan oscuro que casi parecía negro. Mi padre era de estatura media, pero musculoso y robusto, mientras que mi madre era más bien pequeñita. La cara de mi madre era perfecta y ovalada, como un camafeo antiguo, mientras que mi padre tenía una mandíbula cuadrada y una nariz que parecía haber participado en más de una pelea de juventud, aunque en su rostro hacía un buen efecto. En cuanto a mí… Mi cabello tenía una tonalidad rojiza que solo podía describirse así: rojizo; y mi piel era tan blanca que padecía de una palidez más mortuoria que antigua. Allí donde mi ADN podría haber girado a la derecha, había dado un brusco viraje a la izquierda. Mis padres me decían que me convertiría en una mujer muy guapa, pero eso es lo que suelen decir todos los padres.
—Vamos a darte algo de desayunar —dijo mi madre, dirigiéndose a la cocina—. ¿O ya has tomado algo?
—No, todavía no.
Caí en la cuenta de que no habría sido una mala idea haber comido algo antes de mi gran escapada, me rugían las tripas. Si Lucas no me hubiera detenido, en esos momentos estaría vagando por el bosque con un hambre de lobo y con una larga caminata hasta Rivero por delante. Menudo plan de fuga.
En ese instante, me vino a la mente la imagen de Lucas abalanzándose sobre mí y los dos rodando entre la hierba y las hojas. Me había dado un susto de muerte y me estremecí al recordarlo, aunque ahora por razones bien distintas.
—Bianca. —Mi padre parecía muy serio y lo miré con sentimiento de culpabilidad. ¿Acaso había adivinado lo que estaba pensando? Enseguida comprendí que estaba volviéndome paranoica, aunque era indudable que mi padre no sonreía cuando se sentó a mi lado—. Sé que no es lo que más deseas, pero Medianoche es importante para ti.
Era el mismo tipo de charla que me daba cuando era pequeña antes de tener que tragarme el jarabe para la tos.
—No quiero volver a tener esta conversación ahora.
—Adrián, déjala en paz. —Mi madre me tendió un vaso antes de regresar a la cocina, donde había algo friéndose en una sartén—. Además, como no espabilemos, vamos a llegar tarde a la reunión del profesorado previa a la presentación.
Mi padre consultó la hora y rezongó.
—¿Por qué ponen estas cosas tan pronto? Como si a alguien le apeteciera bajar ahí abajo a estas horas.
—Cuánta razón tienes —murmuró ella.
Para ellos, cualquier hora antes del mediodía era demasiado pronto. Sin embargo, habían trabajado de profesores desde que yo tenía memoria, sin olvidar ni un solo día su larga contienda con las ocho de la mañana.
Acabaron de prepararse mientras me tomaba el desayuno, me gastaron unas cuantas bromas con intención de animarme y me dejaron sola sentada a la mesa. Pues bueno. Bastante después de que bajaran la escalera y las manecillas del reloj se arrastraran sigilosas hacia la hora de la presentación, yo seguía en la silla. Creo que intentaba convencerme de que, mientras no me acabara el desayuno, no tendría que ir a conocer a todas esas personas nuevas.
El hecho de que Lucas estuviera entre ellas —una cara amiga, un protector— ayudaba un poco. Aunque no mucho.
Finalmente, cuando fue obvio que no podía posponerlo más, entré en mi habitación y me puse el uniforme de Medianoche. Odiaba el uniforme; nunca había tenido que llevarlo. Sin embargo, lo peor de todo fue que, al entrar en mi dormitorio, volví a recordar la extraña pesadilla que había tenido esa noche.
Una camisa blanca almidonada.
Espinas arañándome la piel, azotándome, animándome a regresar.
Una falda roja plisada.
Pétalos abarquillándose y ennegreciéndose, como si ardieran en medio de una hoguera.
Un jersey gris con el escudo de Medianoche.
Vale, ¿no es esta una buena ocasión para dejar de ser una morbosa sin remedio? ¿Como ya, por ejemplo?
Decidida a comportarme como una adolescente normal y corriente, al menos el primer día de clase, me miré en el espejo. El uniforme no me quedaba precisamente mal, aunque tampoco de muerte. Me hice una coleta, me sacudí una ramita que antes se me había pasado por alto y decidí no darle más vueltas: ya estaba preparada.
La gárgola seguía mirándome con insistencia, como si se preguntara cómo era posible que alguien pudiera tener esa pinta. O tal vez se estuviera burlando por el estrepitoso fracaso de mi plan. Al menos ya no tendría que mirar su horripilante cara. Me puse derecha y salí de mi dormitorio… por última vez: dejaba de pertenecerme desde ese momento en adelante.
Había estado viviendo en el internado con mis padres el último mes, por lo que había tenido tiempo para explorar la escuela de arriba abajo: desde el gran vestíbulo hasta las aulas magnas de la planta baja, que después se dividían en dos torres enormes. Los chicos vivían en la torre norte con parte del profesorado, y además había un par de habitaciones que olían a moho y estaban llenas de archivadores, donde por lo visto iban a parar todos los expedientes. Las chicas se alojaban en la torre sur, junto al resto de las estancias del profesorado, incluidas las de mi familia. Las plantas superiores del edificio principal, sobre el gran vestíbulo, albergaban las aulas y la biblioteca. Con el tiempo, habían ampliado y hecho adiciones a Medianoche, por lo que no todas las secciones compartían el mismo estilo o guardaban perfecta simetría con el resto. Había algunos pasillos serpenteantes que no conducían a ninguna parte. Desde la habitación de mi torre estudiaba el tejado, un manto de retazos de arcos, tabillas y estilos diferentes. Había aprendido a moverme por el edificio y sus alrededores, era el único modo en que me sentiría preparada para afrontar lo que vendría a continuación.
Volví a bajar los escalones. Daba igual las veces que hubiera hecho ese camino, siempre tenía la sensación de que caería rodando por la desgastada escalera hasta el último peldaño. Mira que eres tonta preocupándote por pesadillas con flores marchitas o por caerte por la escalera, me dije. Me aguardaba algo bastante más terrorífico.
Llegué abajo y salí al vestíbulo. Esa misma mañana, más temprano, todo estaba en silencio, como en una catedral. En esos momentos, estaba abarrotado de gente y sus voces resonaban por todas partes. A pesar del bullicio, tuve la sensación de que mis pasos retumbaban en la sala porque varias personas se volvieron hacia mí a la vez; era como si todo el mundo se hubiera vuelto a mirar al intruso, como si llevara colgada al cuello una señal de neón que dijera:
LA NUEVA
.
Los alumnos, reunidos en corros demasiado apretados para que pudiera entrar un recién llegado, volvieron rápidamente sus vivos ojos oscuros hacia mí. Fue como si incluso pudieran sentir el aleteo aterrado de mi corazón. Todos me parecían igual, no de una manera clara y precisa, sino por la perfección que compartían. A todas las chicas les brillaba el pelo, ya lo llevaran suelto sobre los hombros o recogido en un pulcro moño. Todos los chicos parecían seguros de sí mismos y vigorosos, con sonrisas que les servían de máscaras. Todo el mundo vestía el uniforme: jerséis, faldas, chaquetas y pantalones en todas las variaciones posibles: grises, rojas, a cuadros, negros. Todos llevaban el escudo del cuervo bordado y lo lucían como si fuera el blasón de su familia. Todos derrochaban seguridad, superioridad y desdén. Sentí el calor que desprendía allí de pie, en la periferia de la estancia, cambiando de un pie a otro, incómoda.
Nadie me saludó.
El murmullo general volvió a imponerse de inmediato. Por lo visto, las chicas nuevas desgarbadas no merecían más que unos instantes de atención. Tenía las mejillas encendidas por la vergüenza, porque era obvio que ya había hecho algo mal, aunque no conseguía imaginar qué podría ser. ¿O acaso habían sentido, igual que yo, que en realidad no iba a encajar allí?
Me pregunté dónde estaría Lucas. Alargué el cuello, buscándolo entre la multitud. Creía poder enfrentarme a todo aquello si Lucas estaba a mi lado. Tal vez era una tontería albergar ese tipo de sentimientos hacia un chico a quien apenas conocía, pero me daba igual. Lucas tenía que estar por alguna parte, aunque no consiguiera encontrarlo. Me sentía completamente sola en medio de toda esa gente.
A medida que iba bordeando la estancia hacia un rincón, empecé a fijarme en que había otros alumnos en la misma situación que yo o, al menos, que también eran nuevos. Un chico rubio con moreno de playa llevaba la ropa tan arrugada que daba la impresión de haber dormido con ella puesta, aunque precisamente allí no parecía que ir supernormal fuera a hacerte ganar puntos. Debajo de la chaqueta, aunque encima del jersey, llevaba abierta una camisa hawaiana de colores tan chillones que se desgañitaban en la penumbra de Medianoche. También había una chica de cabello muy oscuro y cortito, tan corto que parecía un chico. El corte de pelo no era desenfadado y juvenil, sino que daba la impresión de habérselo hecho con una navaja de afeitar como mejor le había parecido. El uniforme, dos tallas más grande, le colgaba de los hombros. Era como si la gente se apartara de ella, como si los repeliera un campo de energía. Como si fuera invisible. Le habían colgado el sambenito de insignificante incluso antes de la primera clase.
¿Que cómo podía estar tan segura? Pues porque también me había ocurrido a mí. Estaba atrapada en la periferia de la multitud, apabullada por el barullo, intimidada por el vestíbulo de piedra y tan perdida como pudiera estarse.
—¡Atención!
La voz retumbante quebró el bullicio y lo redujo a silencio. Todos nos volvimos a la vez hacia el extremo del gran vestíbulo, donde la señora Bethany, la directora, había subido al estrado.
Era una mujer alta, de abundante cabello oscuro que llevaba recogido en el cogote, como las mujeres de la época victoriana. Me resultó imposible adivinar su edad. Llevaba una blusa de puntilla que se cerraba con un broche dorado en el cuello. Si consideras que la severidad es sinónimo de belleza, no habría nadie más atractivo que ella. La había conocido cuando mis padres y yo nos instalamos en los alojamientos del profesorado, y ya entonces me había intimidado un poco, aunque me obligué a recordar que apenas la conocía.
En cualquier caso, en esos momentos parecía más imponente aún. Al ver con qué inmediatez y facilidad imponía el orden en aquella sala llena de gente —la misma que me había excluido de mutuo y tácito acuerdo antes de darme la oportunidad de que se me ocurriera algo que decir —, comprendí por primera vez que la señora Bethany tenía poder. Y no se trataba del poder que acompaña de manera inherente al cargo de directora, sino al poder real, al innato.
—Bienvenidos a Medianoche —dijo, abriendo las manos en un gesto de acogida. Tenía las uñas largas y traslúcidas—. Algunos de ustedes ya han estado aquí antes. Otros habrán oído hablar acerca de la Academia Medianoche durante años, tal vez a sus familias, y se habrán preguntado si alguna vez entrarían en nuestra escuela. Este año, además, también contamos con un nuevo tipo de estudiantes, resultado de un cambio en la política de admisión. Creemos que ha llegado el momento de que nuestros alumnos conozcan un mayor abanico de gente de orígenes variopintos y, de este modo, prepararlos mejor para el mundo que les espera al otro lado de las paredes de nuestra institución. Todos tenemos mucho que aprender de estos otros estudiantes, y estoy segura de que los tratarán con el respeto que se merecen.
Para el caso, ya podría haber pintado con aerosol en gigantescas letras rojas:
ALGUNOS DE VOSOTROS NO ENCAJÁIS AQUÍ
. La «nueva política de admisiones» era sin duda la responsable de la presencia del surfista y la chica del pelo corto. Por lo visto, ni siquiera se los consideraba «verdaderos» alumnos de Medianoche, sino que únicamente representaban una experiencia educativa para los alumnos «legítimos».
Yo no formaba parte de la nueva política. Si no hubiera sido por mis padres, no habría estado allí. En otras palabras: ni siquiera era lo bastante diferente a ellos para que me consideraran uno de los marginados.
—En Medianoche no tratamos a nuestros alumnos como si fueran niños. —La señora Bethany no se dirigía a nadie en concreto, sino que parecía limitarse a otear por encima de todos con una especie de mirada distante que, sin embargo, abarcaba todo lo que entraba dentro de su campo de visión—. Han venido aquí a aprender a manejarse como adultos del siglo
XXI
, y así es como se espera que se comporten. Sin embargo, eso no significa que Medianoche carezca de normas. La posición que ocupamos nos exige mantener la más estricta de las disciplinas. Esperamos mucho de ustedes.