Me muero por ir al cielo (7 page)

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Authors: Fannie Flagg

Tags: #Autoayuda

BOOK: Me muero por ir al cielo
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—Tenías razón, tía Elner, son divinos, ¡lo más hermoso que he visto nunca!

La tía Elner estuvo la mar de contenta.

—Bueno, sabía que te gustaría verlos, algo así te alegra la vida, ¿verdad?

—Desde luego, tía Elner —mintió de nuevo. Ojalá pudiera retirarlo todo.

Ahora Linda sabía de primera mano que lo que siempre había oído era verdad. Cuando se pierde a un ser querido, todo son lamentos. Podría estar la vida entera diciéndose una y otra vez «¿por qué no hice…?» u «ojalá hubiera…». Demasiado tarde. Quizá tras el funeral, cuando todo estuviera más tranquilo, ella y Apple pasarían más tiempo en casa con papá y mamá. Nunca se sabe si una conversación será la última. Linda juró que a partir de ahora lo valoraría todo mucho más. Había aprendido a base de errores: la vida puede acabarse sin avisar.

En casa de Elner

10h 39m de la mañana

Ruby y Tot cruzaron el césped de la casa de Elner, mientras Merle Wheeler, el marido de Verbena, un hombre corpulento y barrigón que siempre llevaba camisa blanca y tirantes, estaba arrancando malas hierbas en su patio, al otro lado de la calle.

—¿Sabéis algo de Elner? —gritó.

Ruby asintió y respondió:

—Nos han informado hace un momento; no ha salido de ésta.

Merle, experto en funcionamiento y mantenimiento de trenes de juguete L&N, pero en otras cosas un poco corto de entendederas, dijo:

—¿No ha salido del hospital? ¿Qué ha pasado?

—No —repuso Ruby—. No ha salido de ésta y punto. Está muerta, por las picaduras de un montón de avispas. Al parecer, cuando ha llegado allí prácticamente ya no había nada que hacer.

Merle dejó de coger hierbajos y se sentó en su silla plegable verdiblanca de plástico sin creerse todavía lo que acababa de oír. Durante los últimos treinta años, él y Verbena habían vivido justo enfrente de Elner. Hablaban cada día, él desde su patio, ella desde el porche. Después de que Merle sufriera un ataque cardíaco y se jubilara, los dos se apuntaron al Club del Bulbo del Mes y pasaron mucho tiempo juntos ocupándose de sus arriates, observando cómo crecían las diversas variedades de bulbos. Los junquillos de primavera habían florecido hacía sólo unos días, pero los de ella ya estaban medio muertos por culpa de los caracoles que había en su jardín. Elner, que amaba a todas las criaturas vivas, sentía un cariño especial por los caracoles. Los cogía y los enseñaba a las visitas. «¿Verdad que son preciosos? —decía—. Mirad qué caritas.» En consecuencia, las flores no le duraban demasiado.

Merle intentó una vez entrar a hurtadillas en el patio de Elner y rociarlo con veneno para caracoles y babosas, pero ella lo vio y salió de la casa corriendo. «No me mates los caracoles, Merle Wheeler.» Todos los años, los pájaros se le comían la mayor parte de la fruta y las hormigas se encargaban del resto, pero a ella le daba igual. Decía que los únicos a los que no le importaba matar eran los mosquitos, las pulgas y las garrapatas y alguna que otra araña si ésta la picaba primero. Entonces Merle cayó en la cuenta de algo: después de todos esos años amando a los insectos, tomándose la molestia de salvarlos, los insectos la habían matado. «Eso por ser tan buena», pensó. Al día siguiente iría a la casa y los mataría a todos, caracoles incluidos, maldita sea. Se levantó despacio de la silla y se dispuso a llamar a Verbena a la lavandería para darle la noticia.

Cuando Tot y Ruby llegaron al porche trasero de la casa de Elner,
Sonny
estaba arañando la puerta mosquitera de la cocina para entrar y desayunar. Tot abrió la puerta y dijo:

—Pobre
Sonny
, se ha quedado huérfano y ni siquiera lo sabe.

Entraron y advirtieron que aún olía a café. La cafetera seguía encendida, igual que el horno. Lo apagaron todo y sacaron del horno la bandeja de las galletas, negras y duras como piedras, y las tiraron a la basura. La sartén, con varios trozos de bacón, aún estaba sobre el quemador. En el fregadero quedaban algunos platos de la noche anterior, así que Tot empezó a lavarlos mientras Ruby entraba en la despensa y sacaba la comida de
Sonny
, que ya maullaba junto a su plato.

Después de dar de comer al ruidoso gato, Ruby entró en el dormitorio y se encontró con la cama deshecha y la radio encendida, sintonizada en la emisora preferida de Elner. Hizo la cama y limpió el cuarto de baño. Recogió algunas cosas del suelo y las guardó en el cajón. Intentó ordenar un poco todo lo que Elner tenía en la mesilla de noche: el audífono; una vieja fotografía de su difunto marido, Will Shimfissle, donde éste aparecía junto a la antigua granja; un pisapapeles de vidrio con el Empire State Building dentro; un dibujo de sexto curso de su amigo Luther Griggs; y el caracol de cristal transparente que le había regalado Luther. Ruby quería que todo pareciera algo más pulcro cuando llegara Norma. Quitó el polvo de la mesilla, vació un vaso de agua y cerró la pequeña Biblia. Cuando regresó a la cocina, Tot aún estaba en el fregadero. Se volvió y dijo:

—¿Qué harán con
Sonny
?

Ruby echó un vistazo al gato con rayas anaranjadas, que en ese instante estaba sentado junto a su plato limpiándose los bigotes, y dijo:

—No lo sé, pero si no lo quiere nadie, me lo quedaré yo; creo que Elner tenía un alto concepto de esta cosa tan fea.

—Es verdad —dijo Tot—. Me lo llevaría yo, pero al mío le daría un ataque. Sabes, ahora que lo pienso, fue Elner la que me regaló el primer gato, después de mi crisis nerviosa, cuando le expliqué que el médico me había recetado Prozac. Entonces ella dijo «Tot, a veces lo que uno necesita es un gatito»; y, bueno, tenía razón.

—Oh, sí, era muy aguda en cuestiones de salud mental —señaló Ruby—. Mira cómo fue capaz de enderezar a Luther Griggs.

—Es verdad. Con ese chico tuvo la paciencia de Job.

Ruby miró por la ventana los comederos para pájaros.

—Alguien deberá seguir alimentando a sus pájaros, ya sabes cuánto le gustaba.

—Sí, claro, supongo que lo haré yo.

—No será coser y cantar. Ella les ponía de comer tres veces al día.

—Ya, pero es lo menos que puedo hacer; le encantaban sus pájaros.

—Es verdad, le encantaban sus pájaros.

Tot echó una ojeada a la habitación, llena de láminas de insectos y flores pegadas a la pared con cinta adhesiva.

—No sé si Norma se quedará la casa, la venderá o qué.

—Imagino que la venderá.

De pronto Tot rompió a llorar.

—Cuesta creer que no volverá. La vida es bien extraña. Ahora estás cogiendo higos, y al minuto siguiente estás muerta. Sólo por eso ya se te quitan las ganas de levantarte por la mañana.

Se enjugó los ojos con un trapo de secar los platos. Como había crecido en una pequeña ciudad de gente muy unida, ya había pasado por esas circunstancias muchas veces; pero seguía siendo algo triste. Y cuando muere alguien mayor, es más triste todavía. Primero uno advierte que ya no le dejan el periódico en la puerta, luego poco a poco se apagan las luces, se corta el gas, la casa permanece cerrada, nadie se ocupa del patio, sale a la venta, y viene gente nueva que lo cambia todo.

Sonó el teléfono de Elner, y se miraron una a otra.

—Puede que sea Norma —dijo Ruby, que se acercó y contestó—: Hola.

La voz en el otro extremo de la línea dijo:

—¿Elner?

—No, soy Ruby. ¿Quién es?

—Irene. ¿Qué hacéis esta mañana, chicas?

—Oh, Irene, espera un momento, ¿vale? —Ruby cubrió el auricular con la mano y le susurró a Tot—: Es Irene Goodnight; ¿se lo digo yo o se lo dices tú? —Tot estaba en el equipo de Damas lanzadoras de Elmwood Springs con Irene.

—Ya se lo digo yo —dijo, y cogió el teléfono de manos de Ruby—. Irene, soy Tot.

—Qué hay, eh, chicas, ¿qué estáis haciendo por ahí? ¿Habéis montado una fiesta?

—La verdad es que no.

—Bueno, no os molesto más, pero dile a Elner que me llame más tarde, ¿vale? He encontrado unos números viejos de
NationalGeographic
que quizá le interesen.

—Irene, me fastidia ser portadora de malas noticias, pero Elner ha muerto.

—¿Qué?

—Que Elner ha muerto.

—¿Me tomas el pelo o qué?

—No, cariño, nunca he hablado más en serio. La han picado unas avispas, se ha caído del árbol y se ha matado.

—¿Qué…, cuándo…?

—Hace apenas hora y media.

Aquella mañana, Irene había estado limpiando el sótano y no había oído la sirena cruzando la ciudad, ni siquiera sabía nada de la caída de Elner, por lo que la noticia fue realmente inesperada.

—Bueno —farfulló—, estoy… aturdida.

—Todas lo estamos, cariño —dijo Tot—. Cuando acabemos de ordenar todo, me iré a casa y me acostaré. Me siento como si me hubiera atropellado un camión de cien toneladas.

Irene se había sentado en la cama y estaba mirando la casa de Elner por la ventana.

—Estoy… desconcertada. ¿Dónde está?

—En el hospital de Kansas City. Norma y Macky se encuentran ahora allí.

—Oh, pobre Norma, va a ser duro para ella, seguro.

—Sin duda… Espero que le den algo para los nervios.

Irene se mostró de acuerdo.

—Yo también… Bueno… ¿Y qué va a pasar ahora?

—Aún no conozco los detalles, pero te tendré al corriente.

Después de colgar, Tot volvió a sentarse.

—Se ha quedado hundida, apenas podía hablar.

—Supongo que deberíamos hacer una lista de todas las personas a las que hay que llamar y comunicarles la noticia, así le ahorramos a Norma el mal trago.

—Tienes razón, va a estar ocupándose de todo, así la descargaremos de algo. Supongo que Dena y Gerry vendrán de California, ¿no?

—Sí, seguro que sí, será agradable volver a verlos, aunque… ojalá fuera en otras circunstancias —señaló Ruby.

—Sí, es cierto. No sé cuándo será el entierro.

—Imagino que en un par de días.

Tot miró a Ruby. Dijo:

—Estoy tan harta de ir a entierros que no sé qué hacer.

Ruby, que era algo mayor que Tot, exhaló un suspiro:

—Cuando tienes mi edad, los bautizos, las bodas y los funerales empiezan a mezclarse. Con el tiempo te acostumbras.

—Yo no —dijo Tot—. No quiero llegar a acostumbrarme. —Se volvió y miró por la ventana de la cocina las hinchadas nubes blancas en el cielo azul y añadió—: Y además hace un día tan bonito.

Irene Goodnight

11h 20m de la mañana

Tras colgar el teléfono, Irene tuvo náuseas. Vio el tarro de jalea con el pequeño ramo de narcisos amarillos que Elner le había traído hacía unos días. Sintió que la embargaba la tristeza al darse cuenta de que sólo faltaban unas semanas para la Pascua y que este año Elner no estaría, mejor dicho…, no estaría nunca más. Hasta donde alcanzaban sus recuerdos, todas las Pascuas ella había llevado a sus hijos, y luego a sus nietos, al patio de Elner a buscar huevos escondidos. Cada año sin falta, Elner había pintado más de doscientos huevos y los había ocultado por el patio. Siempre organizaba esa fiesta para todos los niños del barrio. Un año fueron las nietas gemelas de cinco años de Irene, Bessie y Ada Goodnight, quienes encontraron el huevo de oro. ¿Qué harían este año los padres y los niños sin Elner? ¿Qué pasaría con el Club de la Puesta de Sol? ¿Qué iba a hacer ella sin Elner? La conocía desde que era pequeña, y recordaba cuando Elner criaba gallinas en el patio trasero. La madre de Irene solía mandarla a la casa de Elner a por huevos, y siempre se llevaba también una bolsa de higos. Una vez Elner le dijo: «Dile a tu madre que últimamente mis gallinas han estado poniendo huevos de dos yemas, así que ojo», y seguro que de una docena hubo cinco de dos yemas. Cuando Irene era más joven, para ella Elner era la señora de los huevos y los higos; a medida que se fue haciendo mayor y pasó más tiempo con ella, llegó a conocerla como señora Elner sin más. Y la señora Elner siempre tenía historias divertidas que contar, principalmente sobre sí misma. Recordaba aquella en que explicaba lo sucedido en la tormenta de nieve de las primeras navidades que pasó en la ciudad tras llegar del campo. Estaba esperando que el esposo de Norma pasara a recogerla y la llevara a casa para la cena de Nochebuena, y al ver un coche verde que aminoraba la marcha pensó que era Macky y corrió y se subió al asiento delantero. El caso es que era un completo desconocido que iba conduciendo en busca del tercer cinturón y que de pronto vio que una mujer gorda abría de golpe la puerta y se subía de un salto. Elner explicaba que el hombre se asustó tanto que casi estrella el coche. Aquella historia las hacía reír de tal manera que les corrían las lágrimas por las mejillas. Pequeñas historias tontas, como aquella en que su esposo, Will, vio un botón de nácar que ella había dejado sobre la mesilla de noche y se lo tragó al confundirlo con una aspirina. Por lo visto, nunca le había contado la verdad. Por muy deprimida que estuviera Irene, Elner siempre conseguía hacerla reír. Sería triste pasar por la vieja casa de la Primera Avenida Norte y no verla en el porche saludando, y saber que nunca más estaría allí. Pero, con los años, Irene había descubierto que, por desgracia, la vida era así: algo está aquí durante años, y de pronto deja de estar. Hoy Elner está en el porche, y mañana hay sólo una mecedora vacía, una silla vacía, otra casa vacía esperando a las próximas personas que la habitarán y empezarán de nuevo. Irene se preguntaba si las casas echaban de menos a las personas cuando éstas se marchaban, o si los muebles se enteraban de algo. ¿Sabría la silla que era una persona distinta la que se sentaba ahí? ¿Y la cama? Suspiró. «La muerte… ¿en qué consiste? Ojalá lo supiera.»

El paseo en ascensor

Elner se preguntaba cuándo el ascensor se detendría y la dejaría salir. ¡En su vida se había subido a un ascensor más chiflado! La cosa aquélla no sólo subía, sino que además zigzagueaba, daba vueltas sobre sí misma y se desplazaba de lado. Cuando por fin se paró y se abrieron las puertas, Elner no reconoció el sitio. No le sonaba de nada. «Dios mío, este trasto tarado me habrá traído a otro edificio.» Desde luego no se trababa del hospital; era un lugar muy bonito, pero absolutamente desconocido. Le pareció que podía estar en el otro lado de la ciudad, allá donde quedaban los juzgados. «Bueno, ahora seguro que estoy perdida», se dijo a sí misma mientras recorría el pasillo en busca de alguien que le ayudara a regresar al hospital.

—¡Yuju! —gritó—. ¿Hay alguien ahí? —Había caminado un trecho cuando de pronto vio a una bonita señora rubia de ojos azules que corría hacia ella con un par de zapatos de claqué y una boa de plumas blancas—. ¡Eh! —exclamó.

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