Me llamo Rojo (45 page)

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Authors: Orhan Pamuk

Tags: #Novela, #Historico, #Policíaco

BOOK: Me llamo Rojo
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2. En un día especialmente animado de las fiestas de la circuncisión se veía un destacamento de empobrecidos veteranos de la frontera, todos vestidos con harapos, al pie de la ventana desde la que Nuestro Sultán contemplaba el Hipódromo. Uno de ellos decía: «Sultán nuestro, nosotros, heroicos soldados tuyos, caímos prisioneros mientras luchábamos por la fe contra los infieles y sólo nos pusieron en libertad para que encontráramos el dinero de nuestro rescate después de que dejáramos como rehenes a algún pariente o algún hermano, pero al regresar a Estambul nos encontramos con que todo estaba tan caro que ahora no podemos reunir el dinero necesario para liberar a nuestros familiares, que siguen como rehenes en manos del infiel, y necesitamos tu ayuda; danos oro o danos prisioneros para que podamos intercambiarlos por nuestros hermanos rehenes y podamos salvarlos». Las uñas del perro perezoso que desde un rincón observaba con su único ojo abierto a Nuestro Sultán, a los pobres veteranos empobrecidos y a los embajadores tártaros y persas que estaban en el Hipódromo eran claramente las mismas uñas que las del perro que, en el libro del tío, llenaba un rincón en una escena donde se mostraban las aventuras del áspero y debían de haber salido del mismo pincel, de las manos de Cigüeña.

3. Los dedos de uno de los titiriteros que daban vueltas de campana y sostenían huevos en palos, uno calvo, con un chaleco morado, con las piernas desnudas y que tocaba una pandereta en cuclillas sobre una alfombra roja que había a un lado, coincidían exactamente con los de la mujer que sostenía una bandeja en la pintura roja del libro del Tío (Aceituna).

4. Los adoquines azules del suelo rosado sobre el que pasaban ante Nuestro Sultán los maestros cocineros llevando sus cazuelas y un carro que avanzaban a empujones, en cuyo interior habían colocado un hogar sobre el que había una enorme marmita en la que los miembros de la sección de cocineros preparaban hojas de col rellenas de carne y cebolla, habían salido de la misma mano que los guijarros rojos del suelo azul marino sobre el que caminaba sin pisarlo aquella cosa medio fantasmal que se veía en la pintura que el Tío llamaba de la muerte (Mariposa).

5. El ostentoso palacio del embajador persa, que no hacía sino lisonjear a Nuestro Sultán, el Escudo del Mundo, y que le decía continuamente que el sha de los persas era su amigo y que sólo alimentaba sentimientos fraternales hacia él, era derribado en un instante cuando mensajeros tártaros trajeron noticias de que el ejército persa había iniciado preparativos para una nueva campaña contra los otomanos, y los porteadores de agua corrían para sofocar la nube de polvo que se había levantado en el Hipódromo mientras otros hombres llevaban pellejos llenos de aceite de linaza para verterlo sobre la multitud que se disponía a atacar al embajador con la intención de calmarla. La forma que tenían de levantar los pies cuando corrían los porteadores de agua y los hombres que llevaban los pellejos llenos de aceite de linaza y la forma que tenían de levantar los pies los soldados que corrían en la página pintada en rojo debían de haber salido de la misma mano (Mariposa).

Este último descubrimiento no fue mío, aunque fuera yo quien dirigiera aquella caza de pistas moviendo la lente a izquierda y derecha y llevándola de una pintura a otra, sino de Negro, que mantenía los ojos enormemente abiertos tanto por el miedo a la tortura como por la esperanza de volver a ver a su esposa, que le esperaba en casa. Nos llevó toda la tarde investigar las nueve ilustraciones que teníamos del difunto Tío siguiendo el método de la dama para averiguar qué ilustrador había trabajado en cada una de ellas y luego evaluar la información.

El difunto Tío de Negro no había dejado ninguna página al talento y los pinceles de un solo ilustrador y los tres maestros habían trabajado en la mayoría de ellas. Eso nos demostraba que las ilustraciones habían ido de casa en casa y que tales idas y venidas habían sido frecuentes. Comenzaba a enfurecerme pensando que el asqueroso asesino además era un incompetente al notar las inexpertas pinceladas de una quinta mano que se había unido al trabajo de los ilustradores que ya conocía cuando Negro identificó la labor de su Tío por la prudente forma de extender la pintura y así nos libramos de seguir una pista falsa. Si dejábamos a un lado al pobre Maese Donoso, que había hecho prácticamente el mismo dorado para el libro del Tío y para nuestro
Libro de las festividades
(sí, claro que me partía el corazón) y que me daba la impresión que de vez en cuando había tocado con su pincel las paredes, las hojas y las nubes, quedaba absolutamente claro que sólo los tres maestros más brillantes de toda la sección de ilustradores habían trabajado en aquellas pinturas. Eran los hijos que yo había criado con amor desde que eran aprendices, mis tres queridos talentos: Aceituna, Mariposa, Cigüeña...

Hablar sobre el talento, la maestría y el carácter de cada uno de ellos con la esperanza de que nos ayudara a encontrar lo que buscábamos no sólo era hablar sobre ellos sino también sobre mi propia vida.

LOS ATRIBUTOS DE ACEITUNA

Su nombre verdadero es Velican e ignoro si tiene algún otro sobrenombre aparte del que yo le di porque nunca he visto su firma. Cuando era aprendiz venía a casa a recogerle los martes. Es muy orgulloso; y esto quiere decir que si alguna vez se hubiera rebajado a firmar su trabajo habría querido que la firma se viera y se reconociera, por lo que no la habría ocultado. Dios le concedió facultades de sobra. Todo le resulta fácil, desde dorar hasta trazar líneas, y todo lo hace bien. Él es el artista más brillante de los talleres en lo que respecta a pintar árboles, animales y rostros humanos. El padre de Velican, que lo trajo a Estambul cuando tenía diez años, creo, había sido formado por Siyavus, el famoso pintor de rostros, en los talleres de Tabriz del sha safaví, y la genealogía de sus maestros llegaba hasta los mismísimos mongoles. Como trae consigo la influencia chinomongola, pinta a los jóvenes amantes como lo hacían los ancianos maestros que se instalaron en Samarcanda, Bujara y Herat hace ciento cincuenta años, con cara de luna, a la manera de los chinos. Ni de aprendiz ni de maestro pude quitarle aquella terca manía suya. Quise que se apartara del estilo y de los modelos de los maestros mongoles, chinos y de Herat que guardaba en las profundidades de su alma e incluso, si era necesario, que los olvidara. Cuando se lo decía me respondía que, como casi todos los ilustradores que cambian de taller y de país, de hecho ya los había olvidado y que en realidad jamás había aprendido aquellos modelos. La mayoría de los ilustradores son inestimables precisamente por esos modelos maravillosos que guardan en la memoria, pero si Velican los hubiera olvidado habría sido aún más grande. No obstante, el que guardara en el fondo de su alma lo que había aprendido de sus maestros, como si fueran pecados irrenunciables, le servía para dos cosas, aunque él mismo no fuera consciente:

1. Aquello le daba un sentimiento de culpabilidad y de ser ajeno a los otros que permitiría que un ilustrador con tanto talento como él tenía llegara a su madurez.

2. En los momentos difíciles recordaba lo que decía haber olvidado y podía salir con bien de cualquier historia o tema nuevos, de cualquier escena desacostumbrada, recurriendo a alguno de los viejos modelos de Herat. Como tenía buen ojo, sabía adaptar armónicamente a la nueva pintura lo que había aprendido de los viejos modelos, de los antiguos maestros del sha Tahmasp. Guiadas por su mano, la pintura de Herat y la ilustración de Estambul se mezclaban de una manera armónica.

En cierta ocasión, como hacía con todos mis ilustradores, me presenté en su casa sin avisar. Al contrario de lo que ocurre conmigo y con la mayoría de los ilustradores, el rincón donde se sentaba a trabajar era un revoltijo impresionante, con las pinturas, los pinceles, los pulidores de conchas marinas y el atril todo revuelto y lleno de suciedad. Para mi aquello era un enigma: pero él ni siquiera se avergonzó. Además, no hacía trabajos para fuera con la intención de ganarse un puñado de ásperos de más. Cuando se lo conté, Negro me dijo que era Aceituna quien mayor entusiasmo sentía por el estilo de los maestros francos de su difunto Tío y quien mejor se adaptaba a él. Comprendí que para el difunto imbécil aquello era un elogio. Y también un diagnóstico erróneo. No sé si en secreto Aceituna permanecería aún más vinculado de lo que parecía al estilo de Herat, que había pasado a él a través de Siyavus, el maestro de su padre, y de Muzaffer, el maestro de éste, y a la época en la que vivió Behzat y a los antiguos maestros, pero siempre me ha hecho pensar si no habría en él otras cosas ocultas. De todos mis ilustradores, él es el más silencioso, el más sensible, el más culpable, el más traidor y el más retorcido (dije todo aquello tal y como lo sentía). Cuando el Comandante de la Guardia mencionó la tortura él fue quien primero se me vino a la cabeza (quería tanto que lo torturaran como que no lo hicieran). Tiene unos ojos vivísimos: todo lo ve, de todo se da cuenta, incluso de mis defectos; pero raras veces, con la prudencia de un desterrado capaz de adaptarse a todo, abre la boca para señalar nuestros errores. Es retorcido, sí, pero no creo que sea un asesino (eso no fui capaz de decírselo a Negro). Porque no cree en nada. Ni siquiera cree en el dinero, aunque lo acumule como un cobarde. En cambio, al contrario de lo que se piensa, los asesinos no surgen de entre los descreídos, sino de entre los que creen demasiado. La ilustración es una puerta que conduce a la pintura y la pintura, Dios nos libre, lleva a desafiar a Dios; eso lo sabe todo el mundo. Aceituna es un auténtico pintor a causa precisamente de la falta de fe entendida así. Pero ahora pienso que sus aptitudes son inferiores a las de Mariposa e incluso a las de Cigüeña. Me habría gustado que fuera mi hijo. Diciendo esto último quise provocar los celos de Negro, pero se limitó a abrir sus ojos oscuros y a lanzarme una mirada infantil. Entonces le dije que Aceituna era maravilloso cuando trabajaba con tinta negra dibujando para álbumes guerreros solitarios, escenas de caza, paisajes con cigüeñas y garzas como los chinos, apuestos muchachos que tocaban el laúd y recitaban poesías al pie de un árbol, pintando la tristeza de amantes legendarios, la ira de un sha armado con su espada, o el temor en el rostro del héroe al esquivar el ataque de un dragón.

—Quizá quería que fuera él quien hiciese la última pintura, esa en la que aparecerían con todo detalle, a la manera de los francos, el rostro y la manera de sentarse de Nuestro Sultán.

¿Acaso quería confundirme?

—De haber sido así, ¿para qué iba a llevarse Aceituna una pintura que ya conocía después de haber matado al Tío? —le respondí—. O ¿para qué iba a haber matado al Tío para ver esa pintura?

Durante un rato meditamos en silencio.

—Porque en esa pintura faltaba algo —dijo Negro—. O porque se había arrepentido de algo y tenía miedo. O... —pensó un poco—. ¿No podría ser que se la hubiera llevado porque simplemente quiso hacer daño después de haber matado a mi Tío, o porque quisiera un recuerdo, o sencillamente sin razón alguna? Aceituna es un gran ilustrador y naturalmente sentirá respeto por una pintura hermosa.

—Ya hemos hablado de que Aceituna es un gran ilustrador —le contesté enfureciéndome—. Pero ninguna de estas pinturas de tu Tío es hermosa.

—No hemos visto la última —me respondió Negro audazmente.

LOS ATRIBUTOS DE MARIPOSA

Se le conoce por el nombre de Hasan Çelebi, el del barrio de la Fábrica de Pólvora, pero para mí siempre ha sido Mariposa. Ese nombre me recuerda la hermosura de su infancia y juventud. Es tan apuesto que quienes lo ven no dan crédito a sus ojos y quieren verlo por segunda vez. Siempre me ha sorprendido el milagro: que tenga tanto talento como belleza. Es un maestro del color, ésa es su faceta más notable; pinta con amor, repasando una y otra vez, como por el puro placer de extender los colores. Pero también le dije a Negro que era venal, indeciso y que carecía de objetivos. Para ser justo añadí que era un auténtico ilustrador que pintaba con el corazón. Si la ilustración no se hace para la inteligencia, ni para dirigirse al animal que hay en nosotros, ni para alimentar el orgullo del sultán, sino para que sea una fiesta para los ojos, entonces Mariposa es todo un ilustrador. Como si hubiera recibido lecciones de los maestros de Kazvin de hace cuarenta años, traza curvas amplias, cómodas, felices, aplica con audacia colores puros y brillantes y siempre hay una dulce redondez en la secreta composición de sus páginas, pero he sido yo quien le ha formado y no esos maestros de Kazvin muertos hace tanto. Quizá por eso lo quiero como a un hijo, incluso más, pero no lo admiro en absoluto. En su niñez y en su primera juventud, como he hecho con todos mis aprendices, le pegué bastante con los mangos de los pinceles, con reglas, y hasta con algún leño, pero no es por eso por lo que no lo respeto. Porque también le pegué mucho con la regla a Cigüeña pero a él sí lo respeto. Al contrario de lo que se cree, las palizas del maestro no acobardan a los duendes y el demonio del talento que tiene en su interior el joven aprendiz, sino que sólo los suprimen temporalmente. Si es una buena paliza, y merecida, los duendes y el Diablo surgirán de nuevo y estimularán en su trabajo al ilustrador que se está formando. En cuanto a las palizas que le di a Mariposa, lo convirtieron en un ilustrador dichoso y obediente.

A pesar de todo, sentí la necesidad de elogiarlo ante Negro: El arte de Mariposa, le dije, es una buena prueba de que la imagen de la felicidad por la que se pregunta el poeta en su
Mesnevi
sólo puede ser posible gracias a una habilidad con los colores otorgada por Dios. Cuando lo comprendí, comprendí también qué era lo que le faltaba a Mariposa. Carecía de esa falta de fe momentánea que Câmi en su poesía llama «la noche oscura del alma». Como si fuera un ilustrador que pintara en medio de la felicidad del Paraíso, se pone a trabajar convencido y feliz creyendo que va a hacer una pintura alegre y realmente la hace. El sitio de la fortaleza de Doppio por nuestro ejército, el embajador húngaro besando los pies de Nuestro Sultán, la ascensión por los Siete Cielos de Nuestro Profeta en su caballo: por supuesto todos estos son acontecimientos felices en sí mismos, pero en las manos de Mariposa se convierten en auténticas fiestas que se salen aleteando de las páginas. Si en alguna pintura que he ordenado hacer se nota en exceso la negrura de la muerte o la seriedad de una reunión del Consejo, entonces le digo a Mariposa «coloréalo como quieras» y así los silenciosos faldones, hojas, banderas y mares sobre los que parece que se hubiera esparcido tierra de cementerio ondean de inmediato agitados por una alegre brisa. A veces pienso que Dios quiere que el mundo se parezca a como lo pinta Mariposa, que ha ordenado que la vida sea una pura fiesta. Un mundo en el que los colores se recitarían poesías perfectas en armonía unos con otros, donde se detendría el tiempo y por el que el Diablo nunca asomaría.

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