Matrimonio de sabuesos (5 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Matrimonio de sabuesos
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—¡Sería realmente ingenioso! —exclamó admirada la aludida. Y sin añadir comentario adicional alguno, condujo a Tommy a sus habitaciones, donde éste hizo uso una vez más de su aparato especial para tomar fotografías.

Poco después se le incorporó Tuppence.

—Espero que no pondrá objeción mistress Betts, a que mi ayudante eche una mirada a sus armarios. —¡Claro que no! ¿Me necesita usted para algo más? Tommy le aseguró que no había ya motivo alguno para su retención. Así es que mistress Betts se marchó, dejando el campo enteramente a disposición de los investigadores.

—No tenemos más remedio que proseguir con la farsa —dijo Tommy—, pero maldita la confianza que pueda yo tener en encontrar lo que buscamos. Y de esto nadie tiene la culpa sino tú y tu dichoso servicio de veinticuatro horas.

—Escucha, Tommy. No creo que sean las criadas las que hayan cometido el robo, pero me las he compuesto para tirarle un poco de la lengua a la camarera francesa. Según ésta, lady Laura pasó aquí también unos días el año pasado y al volver de tomar té en casa de unos amigos del coronel Kingston Bruce, parece ser que se le cayó, en presencia de todos, una cucharita de plata que llevaba escondida dentro del manguito. Todos creyeron al principio que se trataba meramente de uno de tantos accidentes fortuitos. Pero hablando de robos similares he conseguido ampliar mi informa-ción. Lady Laura no tiene ni un céntimo y le gusta siempre pasar confortables temporadas con gentes para quienes un título tiene todavía una gran significación. Quizá sea una coincidencia, o quizá no lo sea, pero lo cierto es que cinco robos han tenido lugar en cinco sitios diferentes, en que ella se ha hospedado, unos de objetos insignificantes, y otros de joyas de gran valor.

Tommy dejó escapar de sus labios un prolongado y agudo silbido.

—¿Dónde está el cuarto de esa pájara? —preguntó.

—Frente por frente de este en que estamos.

—Entonces creo que lo mejor será que echemos un vistazo a esas habitaciones.

Por la puerta entornada se podía ver un espacioso departamento con muebles esmaltados y cortinas de un raso brillante. Una puerta interior comunicaba con el cuarto de baño y frente a ésta se hallaba una muchacha morena y delgada, vestida con gran pulcritud.

Tuppence vio la expresión de estupor que su súbita entrada hizo aparecer en las facciones de la sirvienta.

—Soy Elise, mister Blunt —dijo tratando de dibujar una de sus más encantadoras sonrisas—. La doncella de lady Laura.

Tommy cruzó el umbral de la puerta que separaba la alcoba del cuarto de baño y quedó sorprendido del lujo y modernismo que reinaba en su interior. Se puso a curiosear las diferentes instalaciones con objeto de disipar la mirada de sorpresa que había aparecido en el rostro de la sirvienta.

—Parece que está usted muy entretenida con sus quehaceres, ¿verdad, mademoiselle Elise?

—Sí, monsieur, estaba limpiando el baño de milady.

—¿Podría usted ayudarme unos instantes a tomar unas cuantas fotografías? Tengo aquí una cámara especial y deseo retratar con ella los interiores de todas las habitaciones de la casa.

Fue interrumpido por el estrépito que produjo la puerta al cerrarse de pronto. Elise dio un respingo. —¿Qué ha sido eso?

—Debe haber sido el viento —contestó Tuppence. —Volvamos a la alcoba.

Elise se adelantó para abrirla, pero por más esfuerzos que hizo sólo consiguió arrancar del pomo unos débiles chirridos.

—¿Qué pasa? —preguntó Tommy.

—Ah, monsieur, alguien debe haber cerrado desde fuera —contestó Elise. Tomó un trapo y lo volvió a intentar. Esta vez el pomo giró con facilidad y consiguió abrir—.
Voilá ce qui est curieux
. Debió de haberse atascado. No había nadie en el dormitorio.

Tommy recogió su aparato y se puso a manipularlo ayudado por Tuppence y por la doncella. De vez en cuando no podía por menos de dirigir una furtiva mirada a la misteriosa puerta.

—Tengo curiosidad por saber —se dijo entre dientes— qué demonios le ha pasado a esa puerta.

La examinó detenidamente, abriéndola y cerrándola repetidas veces. La manecilla funcionaba rápidamente y a la perfección.

—Bueno, una fotografía más —exclamó acompañando la petición con un suspiro—. ¿Quiere usted hacer el favor de descorrer un poco esa cortina, mademoiselle Elise? Gracias. Manténgala así unos segundos.

Sonó el clic familiar. Tommy entregó la placa a Elise, y a Tuppence el trípode, mientras él reajustaba y cerraba cuidadosamente la cámara. Se valió de un fútil pretexto para alejar a Elise, y cuando ésta hubo partido, cogió de un brazo a Tuppence y le habló rápidamente:

—Escucha, Tuppence, tengo una idea. ¿Puedes permanecer aquí unas cuantas horas más? Registra los cuartos uno por uno, esto te dará tiempo. Trata de tener una entrevista con esa pájara, ya sabes a quién me refiero, a lady Laura, pero ¡por Dios!, no la alarmes innecesariamente. Dile que sospe-chamos de la camarera. Y hagas lo que hagas, no permitas de ningún modo que abandone la casa. Yo me voy con el coche y trataré de estar ausente el menor tiempo posible.

—Está bien —dijo Tuppence—, pero no des por tan seguras tus conclusiones. Te has olvidado de una cosa.

—¿De qué?

—De miss Kingston Bruce. Hay algo en ella que no acabo de comprender. Escucha. Me he enterado de la hora en que salió de aquí esta mañana. Tardó dos horas en llegar a nuestra oficina. ¿No te parece una exageración? ¿Dónde estuvo durante todo ese tiempo?

—Si, parece que hay algo de sentido en lo que dices —admitió su marido—. Bien, tú sigue la pista que quieras, pero vuelvo a repetirte que bajo ningún concepto permitas que lady Laura salga de la casa. ¿Qué es eso?

Su fino oído había captado un leve crujido que venía del descansillo. Salió al corredor, pero no vio a nadie.

—Bueno, hasta la vista —dijo despidiéndose—. No tardaré.

Capítulo IV
-
El caso de la perla rosa (Continuación)

Al ver partir a su marido, Tuppence quedó pensativa. Tommy parecía estar muy seguro de cuanto hacía, y ella, en cambio, no. Había una o dos cosas que, a su juicio, aún quedaban por poner en claro.

Se hallaba todavía junto a la ventana contemplando distraída la calzada cuando vio de pronto que un hombre salía de una de las puertas, cruzaba la calle y hacía sonar la campana de la puerta.

Como un relámpago, Tuppence salió del cuarto y bajó rápidamente las escaleras. Gladys Hill, la camarera, iba a contestar a la llamada, pero Tuppence le obligó con un gesto autoritario a que se retirara. A continuación se dirigió a la puerta y la abrió de par en par.

Un joven larguirucho, con ropas de un corte bastante deplorable y ojos ávidos y oscuros, apareció en el umbral. Titubeó un instante y después preguntó: —¿Está miss Kingston Bruce? —¿Quiere usted tener la bondad de entrar? Se retiró a un lado para dar paso al joven. —Mister Rennie, ¿no es así? —preguntó con dulzura. —Sí, el mismo.

—¿Quiere usted venir por aquí?

Abrió la puerta del despacho, que volvió a cerrar una vez hubieron entrado ambos. Estaba vacío.

—Quiero ver a miss Kingston Bruce —dijo Rennie volviéndose a ella y frunciendo el entrecejo.

—No estoy muy segura de que pueda conseguirlo —respondió Tuppence con voz sosegada.

—Oiga, ¿quién demonios es usted? —preguntó Rennie con rudeza.

—Agencia Internacional de Detectives —respondió lacónicamente Tuppence.

Al ver el efecto que sus palabras habían causado en su interlocutor prosiguió:

—Tenga la bondad de sentarse, mister Rennie. Empezaré diciendo que todos estamos enterados de la visita que miss Kingston Bruce le hizo esta mañana.

El tiro, disparado al azar, había dado en el blanco. Dándose cuenta de la consternación de su víctima, prosiguió sin pausa:

—Es la recuperación de la perla lo que en estos momentos les interesa a todos, mister Rennie, no la publicidad. Creo que podríamos llegar a un arreglo. El joven se la quedó mirando fijamente.

—No sé exactamente dónde quiere usted ir a parar —dijo pensativamente—. Déjeme pensar un momento.

Hundió la cabeza entre las manos; después hizo una pregunta tan curiosa como inesperada.

—¿Es cierto que el joven Saint Vincent va a casarse pronto?

—Lo es. Conozco a la novia.

A partir de aquel momento Rennie se hizo más comunicativo.

—He sufrido mucho —confesó—. Han estado invitándole aquí mañana, tarde y noche, y metiéndo-le a Beatrice por las narices. Y todo porque no ha de tardar en heredar un título. Si las cosas cambian, como espero...

—Bien, no hablemos de política —se apresuró a interponer Tuppence—. ¿Tendrá usted algún inconveniente en decirme, mister Rennie, por qué cree usted que fue miss Kingston Bruce quien robó la perla?

—Yo no lo he creído nunca.

—No intente negarlo —replicó Tuppence con calma—. Espera usted escondido a que se marche el detective y cuando usted cree que el campo está libre, viene y pide permiso para ver a la muchacha. Todo está claro como el agua. De haber sido usted el autor del robo, no estaría ni la mitad de preocupado de lo que está en estos momentos.

—Su conducta era tan extraña... —comenzó a hablar el joven—. Vino a verme esta mañana, antes de ir a no sé qué agencia de detectives y me explicó lo del robo. Parecía como ansiosa de decir algo, sin encontrar la forma de hacerlo.

—Bueno —añadió finalmente Tuppence—. Todo cuanto yo quiero es la perla. Más vale que ahora vaya y hable con ella.

En aquel momento se abrió la puerta y apareció el coronel Kingston Bruce.

—La comida está preparada, miss Robinsón. Espero que nos honrará usted aceptando un asiento en nuestra mesa. El... Se detuvo, mirando fijamente al indeseado visitante.

—Por lo que veo —dijo mister Rennie—, no se decide usted a extenderme esa misma invitación. Está bien, me voy.

—Vuelva más tarde —susurró Tuppence en su oído al pasar junto a sí.

Tuppence siguió al coronel Kingston Bruce, que aún continuaba mascullando imprecaciones contra la desfachatez de ciertas gentes, a un espacioso comedor, donde se hallaba ya congregada la familia. Sólo una de las personas presentes le era desconocida a Tuppence.

—Ésta, lady Laura, es miss Robinsón, que está también prestando su ayuda en el esclarecimiento del dichoso caso de la perla.

Lady Laura hizo una ligera inclinación de cabeza y se quedó mirando fijamente a Tuppence a través de las gafas. Era una mujer alta, delgada, de sonrisa triste, de voz suave y ojos duros y astutos. Tuppence le devolvió la mirada sin pestañear.

Al terminar la comida, lady Laura entró en la conversación con aire de simple curiosidad. ¿Qué tal seguía la investigación? Tuppence puso un gran énfasis en sus sospechas por la camarera, ya que la persona de lady Laura no entraba en sus cálculos. Lady Laura podría esconder cucharillas y otras chucherías por el estilo entre sus ropas, pero no una perla como ésta.

Poco después, Tuppence prosiguió con el registro de la casa. El tiempo iba pasando sin que Tommy, y lo que aún era peor, Rennie, dieran señales de vida. De pronto, al salir de una de las alcobas, se dio de bruces con Beatrice Kingston, que, completamente ataviada, se encaminaba en dirección a la escalera.

—Me temo —le dijo Tuppence— que no va usted a poder salir a la calle en estos momentos.

—Eso no es asunto de usted —respondió la joven con altanería.

—Quizá no, pero sí lo es el telefonear a la policía en el caso de que se decida a contravenir mis órdenes.

La muchacha se quedó pálida como un muerto.

—No, no, a la policía no... Haré lo que usted diga, pero no llame a la policía.

Extendió los brazos en ademán de súplica.

—Mi querida miss Kingston Bruce —dijo Tuppence con sonrisa compasiva—, este caso lo he visto claro como la luz desde su comienzo. Cuando...

No terminó la frase. El incidente le había absorbido de tal manera que no oyó lo que abajo ocurría. De pronto y con gran sorpresa, vio a Tommy subir apresuradamente las escaleras, mientras en el vestíbulo sonaba una voz recia que decía:

—Soy el inspector Marriot, de Scotland Yard. Con un giro, Beatrice se apartó de Tuppence y descendió rápidamente a tiempo de ver abrirse de nuevo la puerta y aparecer en ella la figura de Rennie.

—Ahora sí que lo has estropeado todo —rugió Tuppence con rabia.

—¡Ah, sí! —replicó Tommy sin detenerse. Entró en la habitación de lady Laura, pasó al cuarto de baño y salió a los pocos instantes con una gran pastilla de jabón entre las manos. El inspector llegaba en aquel momento al descansillo.

—No ha opuesto la menor objeción a su arresto —anunció—. Es una antigua cliente del Departamento, y sabe muy bien cuándo el juego está perdido. ¿Qué hay de la perla?

—No sé por qué —dijo Tommy entregándole la pastilla—, pero me figuro que va usted a encontrarla aquí dentro.

El inspector la observó apreciativamente.

—Un viejo truco, y bueno —contestó el inspector—. Cortar la pastilla en dos, escarbar un pequeño hueco para el objeto y volver a juntar los pedazos alisando bien las junturas con agua caliente. Un buen trabajo por parte de usted y de la agencia.

Tommy aceptó agradecido la lisonja. Al descender después las escaleras acompañado de su esposa, se encontró con el coronel Kingston Bruce, que le estrechó calurosamente las manos.

—Caballero —exclamó—. No sé cómo darle las gracias no sólo en mi nombre, sino también en el de lady Laura.

—Oh, de nada, de nada. Lo único que nos complace es saber que están ustedes satisfechos de nuestro trabajo, y ahora nos vamos. Tengo una cita muy urgente. Con un miembro del Gabinete.

Salió apresuradamente de la casa, con Tuppence pisándole los talones, y ambos se metieron en el automóvil.

—Pero, Tommy —observó ella—; después de todo no han arrestado a lady Laura.

—¿Ah, no te lo he dicho? —contestó su marido—. No, no arrestaron a lady Laura. A quien arrestaron fue a la camarera Elise.

» Verás —prosiguió mientras Tuppence se sentaba dando muestras del más vivo estupor—. He intentado a menudo abrir una puerta con las manos llenas de jabón. Es imposible hacerlo, las manos resbalan. Así, pues, me pregunté: ¿qué es lo que Elise habría estado haciendo para tener las manos tan enjabonadas? Como recordarás, cogió después una toalla y con ella limpió las huellas de jabón que hubiesen podido quedar en el pomo. Pero se me ocurrió que si tú hubieses sido una ladrona profesional, no habría sido un mal plan el de convertirte en camarera de una dama sospechosa de cleptomanía y que se pasaba grandes temporadas en las casas de los demás. Le tomé una fotografía a Elise con el pretexto de sacar una vista general, la induje a que cogiera entre los dedos una de las placas y lo llevé todo, sin pérdida de tiempo, a Scotland Yard. Un rápido revelado del negativo, identificación de las huellas dactilares, y luego una foto. Elise resultó ser una antigua conocida. Para referencias, a Scotland Yard.

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