Matrimonio de sabuesos (2 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Matrimonio de sabuesos
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—No es eso exactamente —replicó mister Cárter. —Pero hay algo de lo que digo, ¿no es así? —Algo hay, es cierto, y no creo equivocarme al suponer que no son ustedes personas de las que tiemblan ni reculan ante el peligro.

Los ojos de Tuppence brillaron con extraño fulgor. —Hay un trabajo que preciso llevar a cabo en colaboración con el Departamento y pensé que quizá pudiese convenirles a ustedes dos. —Continúe —dijo Tuppence.

—Veo que están suscritos al
Daily Leader
—prosiguió mister Cárter, cogiendo el periódico que había sobre la mesa.

Buscó la sección de anuncios, señaló uno con el dedo y pasó el diario a Tommy. —Lea usted eso —dijo. Tommy obedeció.

—Agencia Internacional de Detectives. Theodore Blunt, gerente. Investigaciones privadas. Plantel competente de agencias. Discreción absoluta. Consultas gratuitas. Calle Halchan, número 118, W. C.

Levantó la vista y miró interrogativamente a Cárter. Éste asintió con un movimiento de cabeza.

—Esa agencia de investigación ha estado haciendo una serie de equilibrios durante los últimos meses —explicó—. Un amigo mío la ha comprado por una bicoca y estamos pensando en hacer una prueba de digamos seis meses para ver si conseguimos volver a ponerla de nuevo en marcha. Como es natural, durante ese tiempo necesitaremos los servicios de un gerente.

—¿Y qué hay de mister Theodore Blunt? —preguntó Tommy.

—Me temo que mister Blunt no mostró la discreción que su cargo exigía y Scotland Yard se vio obligado a intervenir en el asunto. Hoy está hospedado a expensas del Gobierno de Su Majestad, y no creo que logremos extraer de él algunas informaciones, que por cierto nos interesaría grandemente conocer.

—Comprendo —dijo Tommy—. O al menos, pretendo comprender.

—Sugiero que curse usted una instancia solicitando seis meses de vacaciones. Por razones de salud. Y como es natural, yo no sabré nada de que usted dirige, con el nombre de Theodore Blunt, una agencia de detectives privados. Tommy se quedó mirando fijamente a su jefe.

—¿Hay alguna instrucción especial? —preguntó. —Tengo entendido que míster Blunt mantenía correspondencia con el extranjero. Vigile unos sobres azules con sellos de Rusia. Son de un comerciante de jamones ansioso de encontrar a su esposa, que vino aquí como refugiada hace algunos años. Humedezca el sello y encontrará usted el número dieciséis impreso bajo él. Haga copia de estas cartas y mándeme los originales al Yard. Y si alguien se presenta haciendo cualquier referencia al número dieciséis, también comuníquemelo inmediatamente.

—Comprendido, señor —dijo Tommy—. ¿Algo más? Míster Cárter recogió los guantes que había dejado sobre la mesa y se dispuso a partir.

—Puede usted llevar la agencia como mejor le parezca. Se me ocurre también —terminó haciendo un picaresco guiño— que quizá tampoco le disgustaría a mistress Beresford que le diera una oportunidad de probar sus dotes de sabueso.

Capítulo II
-
El debut

Míster y mistress Beresford tomaron posesión de las oficinas de la Agencia Internacional de Detectives unos días después. Estaban emplazadas en el segundo piso de un edificio bastante ruinoso, por cierto, de Bloomsbury. En la diminuta dependencia exterior, Albert abandonó su papel de mayordomo de Long Island para convertirse en un mensajero de la oficina, cargo que, al parecer, sabia desempeñar a la perfección. Una bolsita de papel llena de caramelos, manos manchadas de tinta y una cabeza desgreñada era el concepto que él tenía del personaje.

Dos puertas comunicaban esta especie de salita de espera con las oficinas interiores. En una de ellas se leía «Empleados». En la otra «Privado». Tras esta última había una pequeña, pero confortable habitación amueblada con una enorme mesa de despacho, unos archivadores artísticamente rotulados, vacíos todos, y unos cuantos sillones de piel. Tras la mesa se sentaba el supuesto míster Blunt tratando de dar la impresión de no haber hecho otra cosa en su vida que dirigir agencias de investigación. Como es natural, había un teléfono al alcance de la mano. Tuppence había ensayado varios efectos telefónicos y Albert tenía también sus correspondientes instrucciones.

En la habitación adjunta estaba Tuppence con una máquina de escribir, un montón de mesas y sillas de clase inferior a las que había en el despacho del gran jefe, y una cocinilla de gas para hacer el té.

Nada faltaba en realidad, excepto los clientes. Tuppence, en el primer éxtasis de su iniciación, abrigaba lisonjeras esperanzas.

—Será maravilloso —declaró—. Atraparemos a los asesinos, descubriremos los lugares en que se esconden joyas familiares desaparecidas misteriosamente, encontraremos personas secuestradas y desenmascararemos a los impostores.

Al llegar a este punto de sus divagaciones, Tommy se creyó en el deber de intervenir.

—Cálmate, Tuppence —dijo—, y procura olvidar esas novelas folletinescas a las que eres tan aficionada. Nuestra clientela, si llegamos a tenerla, constará exclusivamente de maridos que querrán que vigilemos a sus esposas y de esposas que querrán que vigilemos a sus maridos. Obtención de pruebas para un divorcio será casi la única misión de nuestra agencia.

—Pues yo —contestó Tuppence arrugando la nariz en una mueca de fastidio— no aceptaría ningún caso de divorcio. Hemos de elevar el valor material y moral de nuestra profesión. —¿Ah, sí? —respondió Tommy con aire de duda. Una semana después de instalarse volvieron apenadamente a hacer un resumen de sus más que pobres y ridículos progresos.

—Total, tres neuróticas cuyos maridos acostumbran a pasar el fin de semana fuera de sus respectivas casas —suspiró Tommy—. ¿Ha venido alguien mientras yo estaba fuera comiendo?

—Sí, un viejo con una mujer poco enamorada, por lo visto, de las delicias del hogar —respondió Tuppence con desaliento—. Hace años que he venido leyendo en la prensa el alarmante incremento de los casos de divorcio, pero hasta esta última semana no me había dado cuenta de la gravedad del asunto. Estoy ya harta de estar diciendo a cada momento: «No, señor, no admitimos casos de divorcio».

—Lo hemos hecho constar así en nuestros anuncios —le recordó su esposo— y espero que no vuelvan a molestarnos en lo sucesivo.

—¡Quién sabe! —respondió Tuppence con un tono de melancolía en su voz—. De todos modos estoy decidida a no dejarme vencer. Seré yo quien cometa el crimen, si es preciso, y así podrás tú hacerte cargo de su investigación.

—¿Y qué saldríamos ganando con ello? Pienso en nú desesperación cuando tuviera que darte mi beso de despedida en la puerta de la cárcel.

—Tú estás pensando en nuestros días de noviazgo —replicó ella con ironía—. De todos modos —prosiguió—, es preciso que hagamos algo. Aquí estamos tú y yo cargados de talento y de grandes ideas y sin la menor oportunidad de ejercitar el uno y de llevar a la práctica las otras.

—Me admira tu optimismo, Tuppence. ¿De modo que estás segura de tu capacidad mental?

—¡Claro que lo estoy! —estalló Tuppence abriendo unos ojos como platos.

—Y, sin embargo, no tienes la más mínima experiencia en esta clase de asuntos.

—He leído todas las novelas policíacas que se han publicado en los últimos diez años.

—También yo —dijo Tommy—, y no sé por qué, pero tengo la idea de que de muy poco nos va a servir el haberlo hecho.

—Siempre has sido un pesimista, Tommy. Fe en sí mismo, ésa es la base del triunfo.

—Y tú, por lo visto, la tienes.

—¡Naturalmente! Claro que en las novelas detectivescas la solución es fácil, puesto que el autor basa sus deducciones en el proceso inverso que ha seguido para llegar a ellas. Quiero decir que si uno conoce la solución de antemano es fácil establecer después las pistas que le han de conducir a ella. Y ahora que pienso...

Se detuvo frunciendo pensativamente el entrecejo.

—Di...

—Se me ha ocurrido de pronto algo que... —prosiguió Tuppence—. Todavía no consigo darle forma, pero... Se levantó resueltamente.

—Creo que debo ir a comprar aquel sombrero del que te hablé el otro día.

—¡Otro sombrero! —exclamó Tommy con desesperación.

—Si, una verdadera obra de arte —respondió ella con dignidad.

Y a continuación abandonó la estancia con un gesto de determinación retratado en su semblante.

Al día siguiente Tommy trató de inquirir acerca de la misteriosa idea de su esposa, pero en vano. Ésta se limitó a mover la cabeza pensativamente y a pedirle que le concediera tiempo para madurar debidamente su plan.

Al fin, y en una gloriosa mañana, llegó el tan ansiado primer cliente. Todo lo demás fue echado en el olvido.

Hubo una llamada en la puerta exterior de la oficina y Albert, que acababa de colocarse un caramelo de limón entre los labios, gruñó un displicente «adelante». El deleite y la sorpresa que le produjo lo que vio a continuación le dejó de momento sin habla.

Un joven alto, exquisitamente ataviado, se detuvo indeciso en el umbral.

«Un petimetre», se dijo Albert para sí. Su juicio en esta materia no carecía de exactitud. El joven en cuestión debería tener unos veinticuatro años de edad, pelo meticulosamente planchado y echado hacia atrás, tendencia a la coloración rosácea del círculo que rodeaba sus ojos y prácticamente ausencia absoluta de mentón.

En un éxtasis, Albert oprimió el botón que había bajo su mesa y casi a continuación se dejó oír un furioso tableteo que procedía de la habitación de «Empleados». Se veía que Tuppence había acudido presurosa a su puesto frente a la máquina de escribir. El efecto que en el joven causó esta sensación de actividad fue sorprendente.

—¿Es ésta —prosiguió cohibido— la Agencia Internacional de Detectives?

—¿Desea usted hablar con míster Blunt en persona? —preguntó Albert con aire de duda en cuanto a la consecución del propósito.

—Pues... sí, jovenzuelo. Ésa es mi idea... si es posible.

—Por lo que veo, no tiene usted visita concertada.

—A decir verdad, no.

—Pues siempre es aconsejable tenerla. Míster Blunt es un hombre terriblemente ocupado. En este momento está conversando por teléfono con Scotland Yard. Una consulta urgente. El joven quedó profundamente impresionado. Albert bajó el tono de voz y, en forma amistosa, se avino a hacer partícipe al visitante de una pequeña información.

—Un importante robo de documentos en una de las oficinas gubernamentales. Desean que míster Blunt se encargue del caso.

—¿Qué me dice?

—Como lo oye.

El joven se sentó en una de las sillas, ignorante del hecho que dos pares de ojos le observaban atentos desde agujeros astutamente disimulados entre los objetos que adornaban las paredes, los de Tuppence, en intervalos de descanso de su frenético teclear, y los ojos de Tommy, en espera del momento oportuno de la admisión del anhelado cliente.

Poco después, un timbre sonó ruidosamente en la mesa de Albert.

—El jefe está libre. Voy a ver si puede recibirle —dijo Albert encaminándose en dirección a la puerta señalada con el nombre de «Privado». Reapareció casi inmediatamente.

—¿Quiere usted pasar, caballero?

El visitante fue introducido en el despacho del gerente y un joven de rostro placentero, pelo rojo y aire de suficiencia se adelantó a recibirle.

—Siéntese, por favor. ¿Desea usted consultarme alguna cosa? Soy mister Blunt.

—¿Ah, si? Perdone mi sorpresa, pero le creía más viejo.

—Los días de los hombres de edad se han terminado —dijo Tommy, agitando una de sus manos—. ¿Quiénes fueron los causantes de la guerra? Los viejos. ¿Quiénes los responsables del presente desempleo? Los viejos. ¿Y de todo lo malo que siempre ocurre? Los viejos, y sólo los viejos.

—Creo que tiene usted razón —contestó el cliente—. Conozco a un muchacho que es poeta, al menos así lo dice él, que afirma exactamente lo mismo que acaba usted de decir tan convencido.

—Permítame que le diga que ni uno de los miembros que componen mi eficiente plantel de agentes pasa un solo día de los veinticinco años. Ésta es la verdad.

Ya que el
eficiente plantel
quedaba reducido a las personas de Albert y Tuppence, la declaración no carecía de veracidad.

—Y ahora los hechos —dijo mister Blunt.

—Quiero que encuentre usted a alguien que acaba de desaparecer —articuló bruscamente el joven. —Bien. ¿Quiere hacer el favor de contarme los detalles?

—Eso ya es un poco difícil. Quiero decir que se trata de un asunto delicadísimo y que si la interesada llega a enterarse de este paso que doy... En fin, no sé cómo explicárselo.

Miró desesperadamente a Tommy, que empezó a dar muestras de impaciencia. Había estado a punto de salir a comer y preveía que la operación de extraer los datos que necesitaba iba a tomar más tiempo que el que su vacío estómago estaba dispuesto a concederle.

—¿Desapareció por su propia voluntad o sospecha usted de un rapto? —preguntó con hosquedad. —No lo sé —contestó el joven—. No puedo decírselo.

Tommy cogió un bloque de papel y lápiz.

—Primero de todo, ¿quiere tener la bondad de decirme su nombre? El muchacho que recibe a las visitas tiene instrucciones de no preguntar el nombre a nadie. De ese modo las consultas se hacen en forma muy confidencial.

—Excelente idea —dijo el joven—. Me llamo... me llamo Smith.

—No, no —exclamó Tommy—. El nombre verdadero, por favor.

Su visitante le miró desconcertado.

—Saint Vincent —dijo, después de titubear unos instantes—. Lawrence Saint Vincent.

—Es curioso el hecho —aclaró Tommy— de que son muy pocas las personas que realmente se llaman Smith. Personalmente le diré que no conozco a nadie con ese nombre. Sin embargo, nueve personas de cada diez acostumbran a dar el de Smith. Estoy escribiendo una monografía sobre el particular.

En aquel momento, un zumbador que había sobre su mesa dejó oír su amortiguado tintineo. Eso quería decir que Tuppence solicitaba permiso para tomar cartas en el asunto. Tommy, cuyo estómago daba ya señales de inquietud y sentía una profunda antipatía contra el joven Saint Vincent, acogió gustoso la transferencia de poderes.

—Perdóneme —dijo cogiendo el auricular del teléfono. Su cara reveló rápidos y consecutivos cambios: sorpresa, consternación, júbilo contenido.

—No me diga —dijo fingiendo una gran sorpresa—. ¿El primer ministro en persona? No, no, en ese caso iré inmediatamente.

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