Matrimonio de sabuesos (13 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Matrimonio de sabuesos
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—¿Ha traído usted su automóvil, Harker? —preguntó mirando por encima del hombro.

—Sí; está a la vuelta de la esquina.

—Pues tenga la bondad de llevar en él a miss Ganges. Sin dar tiempo a cruzar palabra adicional alguna, saltó ligero dentro del vehículo y se sentó junto a Tommy. El coche se puso suavemente en movimiento.

—Se trata de un asunto delicadísimo. Pronto podré darle toda clase de detalles. Tommy se llevó una mano a la cabeza.

—Creo ya innecesario el seguir usando esta visera —observó complacido—. Era sólo el resplandor de las luces artificiales lo que me obligaba a su uso.

Pero una mano le obligó a bajar el brazo sin miramiento alguno. Al mismo tiempo sintió que algo duro y redondo se apoyaba con fuerza contra sus costillas.

—No, querido mister Blunt —dijo la voz del duque, voz, sin embargo, completamente diferente a la que antes oyera—. No se quite usted esa visera. Quédese como estaba, sin hacer, a ser posible, el más mínimo movimiento. ¿Entendido? No quisiera tener la necesidad de hacer uso de la pistola que llevo en la mano. Como usted podrá comprender, no soy en realidad el duque de Blairgowrie. Escogí este nombre por considerarlo muy a propósito para la ocasión, sabiendo que no se negaría usted a acompañar a tan distinguido cliente. Yo soy algo más prosaico, un comerciante de jamones que ha perdido a su esposa.

Sintió el ligero estremecimiento que corrió por el cuerpo del otro.

—Parece que esto le dice algo —añadió riendo—. Querido joven, ha cometido usted una gravísima equivocación, y me temo que no podrá en lo sucesivo seguir dedicándose a sus actividades. Poco después el coche aminoró la marcha hasta detenerse. —Un momento —dijo el falso duque. Retorció un pañuelo y se lo introdujo diestramente en la boca, que cubrió después con otro de seda que llevaba al cuello.

—Es para evitar que cometa usted la torpeza de pedir auxilio —le explicó con suavidad.

La puerta del automóvil se abrió y apareció el chofer en actitud expectante. Entre él y su amo cogieron a Tommy y se lo llevaron casi en volandas por las escaleras de una casa cuya puerta se cerró tras ellos.

Había en el ambiente un rico olor a perfume oriental. En el suelo una mullida alfombra en la que los pies de Tommy se hundieron. Del mismo modo que antes, fue obligado a subir más de prisa un tramo de peldaños y a entrar en un cuarto que, a su juicio, estaba en la parte posterior de la casa. Aquí los dos hombres le amarraron las manos a la espalda. Salió el chofer y el otro le quitó la mordaza.

—Puede usted hablar ya con entera libertad —le anunció complacido—. Supongo, joven, que tendrá muchas cosas que decirme.

—Espero que no me hayan perdido el bastón —dijo Tommy después de aclararse la garganta—. Me costó mucho dinero el conseguir que lo ahuecasen.

—No sé si creer que es usted un pobre loco o un caradura de lo más grande que he visto en mi vida. ¿No comprende que está usted completamente en mi poder? ¿Qué es muy posible que ninguno de sus conocidos vuelva a verle de nuevo... con vida?

—¡Oh, por Dios! Dejemos la parte melodramática. ¿O es que espera que yo exclame: «Villano, te haré apalear por esto»?

—¡Ah! ¿Lo toma usted a broma? ¿Y la muchacha?, ¿no se le ha ocurrido pensar en ella?

—Pensando durante mi forzado silencio —dijo Tommy— llegué a la conclusión de que ese a quien usted llamó Harker es su compinche y que mi infortunada secretaria, por lo tanto, no tardará en incorporarse a esta agradable reunión.

—Su conclusión ha sido acertada en lo que respecta a master Harker. En cuanto a mistress Beresford, ya ve que estoy bien enterado de su personalidad, no será traída aquí como usted dice. Es una pequeña precaución que juzgué oportuno tomar. Se me ocurrió que quizás alguno de sus amigos de los altos cargos estaría vigilándole y lo he organizado de modo que le sea imposible seguir la pista de ambos a la vez. A usted me lo he reservado para mí; conque ¡ya puede empezar! Se detuvo al abrirse la puerta. Entró el chofer y dijo:

—Nadie nos ha seguido, señor. El campo está libre.

—Bien. Puede marcharse, Gregory. Volvió a cerrarse la puerta.

—Hasta este instante, todo parece salir a pedir de boca —añadió el «duque»—. Y ahora, mi querido míster Beresford Blunt, ¿qué es lo que cree que voy a hacer con usted?

—Lo primero, quitarme esta maldita visera —contestó Tommy.

—Nada de eso. Sin ello podría usted ver tan bien como yo, y eso no conviene para el pequeño plan que tengo preparado. Porque tengo un plan, ¿no lo sabe? Usted es muy amigo de las emociones, míster Blunt, y este juego que usted y su esposa estaban llevando a cabo hoy lo prueba. Pues bien, yo he dispuesto asimismo otro pequeño entretenimiento, algo que, en cuanto se lo explique, verá que no carece de ingenio.

»Sepa usted que el suelo sobre el que se halla en estos momentos es de metal y que desparramados en su superficie existen una serie de contactos. Sólo hay que dar a una palanca, así. Se oyó el inconfundible clic de un conmutador.

—Ya está dada la corriente. Pisar ahora en uno de esos pequeños botoncitos que sobresalen en el suelo significa... ¡el adiós a la vida! ¿Me comprende bien? Si usted pudiese ver... la cosa sería sencilla por demás. Pero así... En fin, ya conoce usted el juego, la gallina ciega... Con la muerte. Si consigue llegar a salvo a la puerta, significa su libertad. Así, pues, en marcha.

Se acercó a Tommy y le desató las manos. Después le entregó el bastón haciéndole una cómica reverencia.

—Veamos si el ciego problemático puede resolver este problema. Yo me quedo aquí con la pistola en la mano. Como levante una mano intentando quitarse la visera, disparo. ¿Está claro?

—Clarísimo —respondió Tommy palideciendo, pero con gesto de determinación—. A propósito, ¿me permite que fume un cigarrillo? El corazón me da unos saltos que parece querer salírseme del pecho.

—Si no es más que eso... —dijo el «duque» encogiéndose de hombros—; pero cuidado con intentar treta alguna. No olvide que tengo el dedo en el gatillo.

Tommy extrajo un cigarrillo de la pitillera. Después se palpó los bolsillos tratando de buscar su caja de fósforos.

—No crea que intento sacar un revólver —dijo—. Sabe bien que no voy armado. De todos modos quiero decirle que ha olvidado usted un punto muy importante. —¿Ah, sí? ¿Y cuál es, si puede saberse? Tommy sacó un palito de la caja y lo acercó al raspador. —Yo estoy ciego y en cambio usted ve. Admito que la ventaja está de su parte. Pero ¿qué haría si los dos estuviésemos a oscuras? ¿Cuál sería su ventaja entonces?

Aplicó el fósforo al raspador y lo encendió. El «duque» se echó a reír despectivamente. —¿Piensa usted acaso disparar contra el interruptor de la luz y dejarnos a oscuras? Pruébelo si quiere.

—No —replicó Tommy—. Ya sé que es imposible. Pero ¿y si diera más luz?

Al decir estas palabras acercó la llama a algo que tenía entre los dedos y que dejó caer rápidamente al suelo. Un brillo cegador iluminó de pronto la habitación. Durante unos segundos, cegado por la intensidad del resplandor, el «duque» cerró los ojos, cubriéndoselos con la mano que empuñaba el arma.

Al volverlos a abrir sintió que algo agudo se clavaba dolorosamente en su pecho.

—Suelte esa pistola —ordenó Tommy—. ¡Pronto! Sabía que un palo hueco no habría de servirme de gran utilidad en un caso como éste. Así que decidí cambiarlo por un bastón estoque. ¿Qué le parece la idea? Tan útil, quizá, como lo fue hace un momento un pequeño alambre de magnesio. ¡He dicho que suelte esa pistola!

Obediente ante la amenazadora punta de aquella espada, el falso noble dejó caer el arma que tenía entre sus manos. A continuación dio un salto hacia atrás soltando una triunfante carcajada.

—Aún sigo siendo el más fuerte de los dos —dijo—, porque yo aún veo y en cambio usted no.

—Ése es precisamente el detalle al que antes hice referencia y que por lo visto no entró en sus cálculos, pero que ahora puedo revelárselo sin temor alguno. Veo perfectamente. Esta visera no es opaca como, para fines de mi comedia, pretendía hacer creer a Tuppence. Podría haber llegado fácilmente a la pared sin tropezar con ninguno de esos contactos que tan hábilmente ha diseminado usted por el suelo. Pero no creí nunca en su buena fe y sabía que mi intento hubiera resultado inútil. No habría salido con vida de esta habitación... ¡Cuidado!

Esta exclamación le salió de los labios al ver que el «duque», ciego de furia y sin mirar dónde ponía los pies, se había lanzado imprudentemente en su dirección.

Sonó un chasquido acompañado de una brillante llamarada azul. Se tambaleó unos instantes y al fin dio pesadamente con su cuerpo en tierra. Un fuerte olor a ozono mezclado con otro tenue de carne quemada se esparció por toda la habitación.

Tommy lanzó un agudo silbido y se secó el frío sudor que de pronto había perlado su frente.

Luego se movió cauteloso tomando toda suerte de precauciones, llegó a la pared e hizo girar el interruptor que había visto manipular al «duque».

Después cruzó la habitación, abrió la puerta y miró cautelosamente en todas direcciones. No había nadie. Bajó las escaleras y salió sin perder un solo segundo.

Ya a salvo en la calle, miró a la casa sin poder reprimir un estremecimiento de horror y anotó su número. A continuación se dirigió a la cabina telefónica más próxima.

Hubo un momento de angustiosa espera, pasado el cual respondió la voz que con tanta ansia esperaba escuchar.

—¡Bendito sea Dios, Tuppence! ¿Conque eres tú?

—Sí, hombre, soy yo —contestó la voz—. Entendí lo que me quisiste decir:
«Honorarios, Camarón, venga al Blitz y sigo a los dos extraños»
. Albert llegó a tiempo y al ver que nos separábamos optó por seguirme a mí, vio dónde me conducían y telefoneó inmediatamente a la jefatura.

—No cabe duda que Albert es un buen muchacho —dijo Tommy—; y caballeresco al haberse decidido por ti. Pero estaba preocupado. Voy en seguida, pues tengo muchas cosas que contarte. Y lo primero que haré cuando llegue es extender un bonito cheque para el pobre Saint Dunstan. No sabes, Tuppence, lo horrible que debe ser verse privado de un don tan preciado como es el de la vista.

Capítulo XI
-
El hombre de la niebla

Tommy no estaba satisfecho de la vida. Los brillantes detectives de Blunt habían experimentado un revés que les afectó tanto al bolsillo como a su orgullo personal. Llamados profesionalmente a dilucidar el misterio del robo de un collar de perlas en Adlington Hall, Adlington, los brillantes de-tectives de Blunt fracasaron en la empresa. Mientras Tommy, disfrazado de pastor protestante, seguía la pista de una condesa muy aficionada por cierto a la ruleta y al bacará y Tuppence a un sobrino de la casa, el inspector local, sin grandes esfuerzos, había arrestado a uno de sus lacayos, pájaro bien conocido en jefatura y que al instante admitió su culpabilidad.

Tommy y Tuppence, por lo tanto, hubieron de retirarse mohínos y apenados y se hallaban ahora tomando sendos combinados en el salón de bebidas del Hotel Adlington. Tommy llevaba aún su disfraz de clérigo.

—Veo que esto de representar al padre Brown —dijo éste con lúgubre acento— tiene también sus problemas.

—Naturalmente —respondió Tuppence—. Lo que hace falta es saber crearse una atmósfera apropiada desde el principio. Obrar con naturalidad. Los acontecimientos vienen después por sí solos. ¿Comprendes la idea?

—Sí. Bien, creo que es hora ya de que volvamos a la ciudad. ¡Quién sabe si todavía el destino nos deparará alguna sorpresa antes de que lleguemos a la estación!

El contenido del vaso que había acercado a sus labios se derramó súbitamente bajo el impulso de una fuerte palmada que alguien, inopinadamente, le había dado por la espalda, mientras una voz, que hacía perfecto juego con la acción, le saludaba ruidosamente.

—¡Pero si es Tommy! ¡Tuppence! ¿Dónde demonios os metéis que, según mis cálculos, hace varios años que no os veo?

—¡Bulger! —exclamó Tommy con alegría, dejando en la mesa lo que había quedado de su combinado y volviéndose para mirar al intruso, hombre de unos treinta años, corpulento y vestido con ropa de jugar al golf.

—Oye, oye —dijo Bulger (cuyo nombre, diremos de paso, no era Bulger, sino Mervin Estcourt)—; no sabia que te hubieses ordenado. La verdad, me sorprende verte con esa ropa.

Tuppence soltó una carcajada que acabó por desconcertar a Tommy. De pronto, ambos se dieron cuenta de la presencia de una cuarta persona.

Era una joven alta, esbelta, de cabello rubio y ojos grandes y azules, llamativamente hermosa, vestida con elegante contraste de raso negro y pieles de armiño, y largos pendientes cuajados de valiosas perlas. Sonreía con esa complacencia que da la seguridad de ser quizá la mujer más admirada de Inglaterra. Tal vez del mundo entero. Y no es que fuese vana, no. Simplemente, lo sabía. Eso era todo.

Tommy y Tuppence la reconocieron al instante. La habían visto tres veces en
El secreto del corazón
y otras tantas en su gran éxito
Columnas de fuego
. No había actriz en Inglaterra que tuviese la habilidad de cautivar al auditorio como Gilda Glen. Estaba considerada como la mujer más hermosa de Inglaterra. También se rumoreaba que su belleza corría parejas con su estupidez.

—Antiguos amigos míos, miss Glen —dijo Estcourt con un matiz de disculpa en su voz por haberse, siquiera por un solo instante, olvidado de tan radiante criatura—; Tommy y mistress Tommy, permítanme que les presente a miss Gilda Glen.

El timbre de orgullo que había en su voz era inconfundible. El mero hecho de ser visto en compañía de la famosa artista debía parecerle un honor, el más grande.

—¿Es usted verdaderamente sacerdote? —preguntó la joven.

—Pocos, en realidad, somos lo que aparentamos ser —contestó Tommy cortésmente—. Mi profesión no difiere grandemente de la sacerdotal. No puedo dar absoluciones, pero sí escuchar una confesión. Yo...

—No le haga caso —interrumpió Estcourt—. Se está burlando de usted.

—No comprendo entonces por qué razón viste de ese modo. A menos que...

—No —se apresuró a declarar Tommy—. No soy ningún fugitivo de la justicia, sino todo lo contrario.

—¡Oh! —exclamó ella frunciendo el ceño y mirándole con ojos de sorpresa.

«No sé si me habrá entendido», se dijo Tommy para sí. Y añadió en voz alta, cambiando de conversación:

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