—¡Mi hijo! —estaba gritando el de Talabecland—. ¡Encontrad a mi hijo!
Al oír eso, Félix situó por fin aquella cara. Era un reflejo de mediana edad de la de Giselbert von Volgen, uno de los jóvenes señores que habían conducido aquel pequeño ejercito contra el abrumador poder de los hombres bestia. Ese tenía que ser el padre de Giselbert, y estaba gritando en vano. Giselbert, ¡ay!, ya estaba muerto, asesinado por Gargorath y reanimado como todos los otros cadáveres del campo de batalla. No oiría los gritos de su padre.
A diez metros de la columna, Félix, Kat y los matadores se encontraron con que el camino estaba cerrado por un carro de suministros que había quedado varado en medio de los pululantes no muertos El conductor y los cargadores luchaban por su vida encima de la carga, compuesta por la lona bien apilada y los palos de una veintena de tiendas para oficiales, mientras los caballos pateaban y relinchaban.
—¡Ayudadnos! —les gritaba el conductor a los soldados.
Pero con un irregular toque de cuerno y un rugido de «¡compañía, marchen!» los caballeros y los soldados de infantería empezaron a abrirse paso hacia el sur, luchando a cada paso.
Gotrek le hizo a Rodi un gesto con la cabeza para indicar el carro, mientras el conductor se lamentaba, consternado.
—Aquí —dijo el Matador, que clavó la punta del hacha en un zombie para apartarlo a un lado y empujó con el hombro para llegar hasta la parte posterior del carro—. Arriba, Muerdenarices.
Él y Rodi colocaron a Snorri sobre el montón de lona; luego hicieron retroceder a los zombies trazando un arco en el aire con las armas, y treparon para sentarse junto a él, jadeantes.
—¡Arranca! —le gritó Gotrek al conductor, en tanto él y Rodi hacían retroceder a los hombres bestia y los humanos no muertos que se acercaban a la parte posterior del carro—. Nosotros los contendremos.
—¡Ah, gracias, señor enano! —dijo el hombre—. ¡Gracias!
Recogió las riendas mientras Gotrek, Rodi, Félix y Kat se reunían con los cargadores en los costados del carro y comenzaban a asestar tajos y patadas a la horda que los rodeaba.
—¡Humano, pequeña! —bramó Gotrek—. ¡Mantenedlos apartados de los caballos!
Félix gimió a causa de la fatiga, pero pasó gateando junto al conductor, acompañado por Kat, y ambos saltaron con torpeza sobre el lomo de los caballos de tiro. Los aterrorizados animales corcoveaban y relinchaban con Félix y Kat aferrados a la cruz, al mismo tiempo que lanzaban patadas contra los zombies que intentaban arañarlos; cuando quedó despejado un paso, sin embargo, lo siguieron y avanzaron con lentitud y dificultad hacia la columna, que retrocedía a través de un pantano de cadáveres dos veces muertos que les llegaba hasta los espolones.
Luego, se alzó una voz por encima del estruendo de la batalla.
—¡Mi hijo! ¡Alto! ¡Tenemos que retroceder!
Félix levantó la mirada. El señor Von Volgen estaba señalando directamente al carro, con los ojos desorbitados.
—¡Von Kotzebue! —gritó—. ¡Detened la columna! ¡Mi hijo!
¿Su hijo? Félix miró hacia atrás. Una figura que llevaba una armadura hermosamente manufacturada estaba subiendo al carro por la parte posterior, a la cabeza de un numeroso grupo de no muertos. Llevaba los mismos colores mostaza y burdeos que el señor Von Volgen, pero la cara que había bajo el casco abollado estaba tan arrugada y carente de vida como cuando Félix la había visto por última vez; momentos antes, su cadáver y el de su primo, Oktaf Plaschke-Miesner, avanzado hacia él arrastrando los pies en una horrenda parodia vital.
Gotrek y Rodi le rompieron la crisma al cadáver del joven señor y lo decapitaron, para luego lanzarlo de una patada hacia el resto.
Un lamento de angustia se alzó desde la columna. —¡Giselbert! ¡No! ¡Mi hijo!
Una zarpa arañó un brazo de Félix, que tuvo que devolver la atención a los zombies que rodeaban el caballo y apartarlos a tajos, golpes y patadas, mientras Kat, a lomos del segundo caballo, hacía lo mismo. Los ataques de los muertos resultaban desmañados y fáciles de bloquear, pero eran tantos y tan sumamente persistentes que ella y Félix apenas si podían mantenerlos a distancia y permanecer sobre la montura.
Tras lo que pareció una hora, el carro llego hasta la columna, y la línea de lanceros que estocaba con desesperación a la horda de seres que arrastraban los pies se abrió para dejarlos pasar. Una vez tras las líneas, Félix y Kat se echaron sobre el cuello de los caballos y se quedaron así, jadeando. Félix estaba más exhausto que nunca en su vida, y ahora que sus extremidades se hallaban en reposo, el dolor comenzó a hacerse sentir en las docenas de heridas que había sufrido durante la larga, larga noche. Tenía tajos, contusiones, roces y magulladuras de la cabeza a los pies. No había un solo punto de su cuerpo que no le doliera.
—Bueno, pues esto se ha acabado —dijo Rodi detrás de él—. Ya podemos volver a buscar nuestro fin.
—Tú puedes —dijo Gotrek—. Yo me quedaré con Snorri Muerdenarices hasta que la columna haya ganado del todo la batalla.
—Pero…
Félix se volvió en el momento en que Rodi apartaba la vista del mar de zombies para mirar con ferocidad a Snorri, que yacía en medio del carro apretándose el torniquete que le rodeaba la pierna cercenada.
—De acuerdo —gruño Rodi, al fin—. Eso se lo debo, pero después se habrán acabado las esperas. Aquí hay un final grandioso.
—Sí —asintió Gotrek—. Se habrán acabado las esperas. —Saltó del carro y se encaminó hacia el flanco izquierdo de la columna—. Vamos, barbanueva. Entraremos en calor con éstos.
Rodi bajó de un salto tras él, sonriendo.
—Bien. Cuanto antes se marchen estos humanos, antes tendremos el resto para nosotros.
Los dos matadores se abrieron paso a golpes de hombros para unirse a la línea de lanceros que caminaban de lado y alanceaban mecánicamente a la masa de no muertos que los acometía, mientras la columna marchaba para salir del valle.
—¡Cabezas, cuellos y piernas! —rugió Rodi, que se puso a asestar golpes a los zombies con su martillo.
Los lanceros aclamaron y recogieron el grito.
—¡Cabezas, cuellos y piernas!
Gotrek no se unió al clamor. Estaba demasiado ocupado matando.
—Deberíamos ayudarlos —dijo Kat, al levantarse débilmente de encima del cuello de su caballo.
—Sí —reconoció Félix—, deberíamos.
Pero cuando intentó enderezarse, los brazos le temblaron tanto que supo que no serviría para nada en primera línea. No haría más que sumarse a los muertos, y no le hacía gracia que Gotrek lo matara por haberse convertido en un zombie. De todos modos, había más trabajo que hacer.
Félix vio que los ayudantes del cirujano estaban abrumados por el número de heridos que quedaban en los flancos y la retaguardia. Los transportaban a los carros de provisiones con toda la velocidad posible, pero aún quedaban hombres atrás por falta de portadores que pudieran recogerlos.
Desmontó y llamó a Kat con un gesto.
—Vamos —le dijo—. Esto podemos hacerlo.
Se alzó una aclamación grandiosa, y Félix y Kat levantaron la mirada después de haber dejado a otro lancero herido en el carro que los había llevado hasta allí. Recorrieron con la vista la maltrecha columna de caballeros, lanceros y alabarderos de Von Kotzebue a través de un paso bajo que se abría entre dos colinas en el extremo sur del valle de la Corona de Tarnhalt; todos los hombres estaban agitando las armas, rugiendo y saludando con dos dedos extendidos hacia el campo de batalla.
Félix parpadeó. Él y Kat habían estado tan concentrados en transportar a los heridos que no se habían fijado en el avance de la columna. No había zombies en torno a ellos. Los muertos que arrastraban los pies se encontraban todos pendiente abajo, donde los retenía una retaguardia de lanceros que bloqueaba el estrecho paso; un noble sacrificio que iba a permitir que el resto del ejército escapara.
—Hemos…, hemos logrado escapar —dijo Kat, mirando fijamente hacia abajo.
—Y ahora vamos a volver atrás —dijo Gotrek cuando él y Rodi se reunieron con ellos en la parte posterior del carro.
El corazón de Félix dio un salto dentro de su pecho Eso significaba que él y el Matador iban a separarse al fin. No supo qué decir.
Pero cuando abrió la boca con la esperanza de que por ella saliera algo apropiado para la ocasión, un viento frío que hedía a muerte y tierra ascendió desde el valle e hizo que las valientes aclamaciones vacilaran y se apagaran. El relámpago destelló en lo alto, y fue seguido por el trueno, un restallar ensordecedor que resonó por las interminables Colinas Desoladas.
Félix y los otros miraron hacia lo alto, al igual que todos los miembros de la columna. Las dos lunas estaban ocultas tras un pálido velo de nubes, ya separadas tras concluir el eclipse Ahora parecían los relumbrantes ojos de un adicto al polvo de disformidad que brillaran a través de una mascara de gasa sucia. Y ante ellos, saliendo de una nube de sombra que se disipaba en la cima de la colina que dominaba el paso, estaba la retorcida figura de Hans el Ermitaño, riendo como un maníaco.
—Sí —siseó mientras los soldados se estremecían y lo miraban con ojos fijos—. Huid junto a vuestros señores. Decidles que voy hacia allí. Decidles que cada castillo y ciudad que haya desde aquí hasta Altdorf caerá ante mi. Decidles que sus muertos formarán mi ejército. Decidles que tomare Altdorf con cien mil cadáveres, y que el Imperio de Sigmar se convertirá en el Imperio de los Muertos.
Detonaron arcabuces contra el Ermitaño y Kat descolgó el arco y dirigió una flecha hacia él; pero el nigromante no les hizo el menor caso, y al parecer ninguno de los proyectiles dio en el blanco.
—Ahora podréis correr más que la marea —dijo el Ermitaño—, pero pronto el mar de muerte saltará por encima de vuestras murallas y os ahogará. Entonces, os alzaréis y caminaréis con nosotros. Todos morirán. Todos serán uno. Todos serán míos.
Los lanceros y los caballeros rugieron desafiantes ante ese pronunciamiento y rompieron filas para comenzar a ascender por la empinada cuesta. Gotrek y Rodi los siguieron mientras bramaban maldiciones en khazalid. Peto antes de que cualquiera de ellos pudiera dar tres pasos, la niebla y la sombra se reunieron en torno al Ermitaño, que desapareció de modo tan repentino como había aparecido, y la cima quedó desierta.
Félix se estremeció y se ajustó mejor alrededor de los hombros la capa roja de lana de Sudenland, mientras los hombres susurraban plegarias para protegerse contra la mágica desaparición. Esperaba que las palabras de Hans fueran sólo fanfarronería, pero después de ver cómo el supuesto eremita los había engañado a él, Gotrek y los otros para que destruyeran la piedra de Urslak con el fin de que él pudiera obrar su oscura magia, no estaba dispuesto a apostar por ello. Quienquiera que fuese, Hans era un astuto y poderoso nigromante, y Félix temía que sólo hubieran visto una fracción de su poder.
—Vamos, Gurnisson —dijo Rodi—. Los humanos se alejan a buen paso. Nosotros podremos retener a los cadáveres allí durante bastante tiempo.
Gotrek asintió con la cabeza.
—Sí.
—Snorri podría ayudar, si tuviera una muleta —dijo Snorri, que se incorporó en el carro.
Gotrek se volvió y lo miró con el ceño fruncido.
—Tú vas a ir a Karak-Kadrin, Muerdenarices. Este no es tu fin.
Snorri dejó caer la cabeza.
—Snorri ha vuelto a olvidarlo.
Félix y Kat se acercaron a los matadores.
Félix tragó saliva con dificultad.
—Así que…, así que es un adiós, al fin —dijo tontamente.
—Sí, humano —replicó Gotrek, y aunque intentó mostrarse solemne, Félix se dio cuenta de que estaba resultándole difícil no permitir que la impaciencia aflorara a su voz—. Recuerda tu juramento. Lleva a Snorri Muerdenarices al santuario de Grimnir, y quedarás en libertad.
—Adiós, Gotrek —dijo Kat—. Adiós, Rodi. Que Grimnir os dé la bienvenida a sus Salones.
Félix tendió una mano, pero cuando Gotrek iba a estrecharla, el suelo se sacudió bajo un pataleo de cascos. Una veintena de caballeros se acercaba galopando a lo largo de la columna, con el barón Von Kotzebue y el señor Von Volgen en cabeza. Se detuvieron cerca de la parte posterior del carro, para formar un círculo de caballos, arcabuces y espadas desnudas en torno a Gotrek, Félix, Kat y Rodi.
—¡Ahí! —dijo Von Volgen, al mismo tiempo que señalaba a los matadores con su espadón—. ¡Ahí están los enanos enloquecidos que han asesinado a mi hijo!
Félix se quedó mirando a Von Volgen mientras Gotrek y Rodi se ponían en guardia. ¿De qué estaba hablando aquel lunático? ¿No había visto el semblante marchito de su hijo? ¿No lo había visto atacar a los matadores junto con los otros zombies?
—Moriréis aquí, enanos —declaró Von Volgen con voz ahogada.
—Sí, es verdad —dijo Gotrek, mirando más allá de él, hacia el interior del valle donde los zombies comenzaban a hacer retroceder a la retaguardia—. Si os apartáis de nuestro camino.
—Os interponéis entre nosotros y nuestro fin —gruñó Rodi.
Los matadores echaron a andar directamente hacia los dos señores.
—¡Matadlos! —gritó Von Volgen, agitando los brazos hacia sus hombres—. ¡Ejecutadlos por el asesinato de mi hijo!
—Venid a intentarlo —dijo Gotrek sin dejar de avanzar.
—¡Esperad, mi señor! —gritó Félix, que avanzó corriendo en el momento en que desmontaban los caballeros de Von Volgen—. ¡Los matadores no han matado a vuestro hijo! ¡Ya estaba muerto!
Von Volgen se volvió a mirarlo con ferocidad.
—¿Qué estúpida mentira es ésa? ¡Lo he visto con mis propios ojos! Mi hijo intentaba escapar de los no muertos, y estos malditos enanos lo han matado sin mirarlo dos veces.
Los caballeros avanzaban para rodear a los matadores. En cualquier instante se produciría el derramamiento de sangre.
—No estaba escapando de los no muertos —dijo Félix, desesperado—. ¡El mismo era un no muerto! ¡Murió luchando contra los hombres bestia antes de que llegarais, y se ha levantado con los otros!
—Es cierto —dijo Kat, que fue a situarse junto a Félix—. Por favor. Yo lo vi morir. Fue una muerte heroica, pero…
—¿Cuestionas lo que han visto mis ojos, campesina? —La cara de Von Volgen se puso morada de cólera. Se volvió hacia sus hombres—. ¡Apartaos de los enanos, o moriréis con ellos!
—Que alguien ayude a Snorri a levantarse —dijo Snorri desde el carro—. Quiere morir con sus amigos.