Mataelfos (24 page)

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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

BOOK: Mataelfos
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—Muy bien, herr Jaeger, pero antes quiero que todos los miembros de vuestro grupo juren que si suben a bordo, no me causarán daño, ni a mí, ni a mis propiedades, ni a mi tripulación. En especial el enano —añadió, mirando a Gotrek con ferocidad.

Max, Claudia y los elfos juraron al instante, pero Gotrek gruñó en voz baja. Félix sabía que hacer un juramento no era poca cosa para un enano.

—¿Hacerle un juramento a un mentiroso y chantajista? —preguntó—. No lo haré.

—Gotrek —dijo Félix—. No podemos quedarnos en esta balsa. Debemos ir tras tu profetizada muerte, ¿recuerdas?

Gotrek gruñó, fastidiado.

—Muy bien, humano. —Se volvió para alzar la mirada hacia Euler—. Juraré no causaros daño ni a vos, ni a vuestras propiedades, ni a vuestra tripulación, a menos que se nos cause daño a nosotros primero.

—Yo también lo juro —dijo Félix.

Euler les lanzó una mirada iracunda, pero finalmente suspiró y agitó una mano.

—Bien. Acepto los términos. —Les hizo un gesto a sus hombres—. Echad una escalerilla.

Pocos minutos después estaban todos a bordo, de pie sobre la cubierta y temblando en la fría brisa. Claudia se apoyaba contra Max, temblorosa y con los labios azules, pero Euler aún no les había ofrecido ni comida, ni cobijo, ni ropa seca.

Se encontraba de pie ante ellos, con los brazos cruzados sobre su redonda barriga.

—Bueno —dijo—. ¿Quiénes han robado esos tesoros y adonde han ido?

Félix miró a Max y Aethenir, que asintieron con la cabeza.

—Fueron unos elfos oscuros. Hundieron nuestro barco y se dirigieron a… —De hecho, no podía estar seguro de adonde se habían dirigido, pero Euler había llegado del sur, y los habría visto si se hubieran marchado por ese lado, así que el norte era una apuesta segura—. Se dirigieron al norte. Nuestra vidente puede adivinar dónde se encuentran si —dijo, con voz cargada de intención—, no muere antes por permanecer a la intemperie.

—¿Elfos oscuros? —dijo Hans, dubitativo.

Sus hombres se miraron entre sí con inquietud.

—No era un barco de guerra —se apresuró a decir Félix—. Era uno de exploración, más pequeño que vuestro buque. —Tosió, y luego mintió descaradamente—. Se llevaron el oro suficiente como para compensaros por vuestra casa y comprar otra igual, así como para proporcionarnos una buena suma en el reparto a nosotros y vuestros hombres.

Euler se acarició el mentón con los dedos, pensativo.

—¿Un sólo barco? —preguntó.

—Un sólo barco —asintió Félix.

—¿Algún hechicero?

—Ni uno —replicó Félix. Técnicamente, no era una mentira. Las hechiceras eran diferentes de los hechiceros, ¿verdad?

Pasado un segundo más, Euler asintió.

—Muy bien, herr Jaeger, pero si me habéis engañado, encontraré la manera de hacéroslo pagar. —Se volvió a mirar a sus hombres—. Proporcionadles camarotes y comida. —Dio media vuelta, y luego giró la cabeza para lanzarle a Félix una mirada severa—. Traedme noticias de la vidente en cuando averigüe la localización de los elfos.

Félix le hizo una reverencia.

—Por supuesto, herr Euler.

Cuando se sirvió la cena, Gotrek, Félix y Claudia fueron con sus platos al camarote de Max y Aethenir para hablar de sus planes. Sólo a los hechiceros y a los elfos les habían dado camarotes privados, probablemente más por miedo que por hospitalidad. Gotrek y Félix habían tenido que buscar un sitio en cubierta donde dormir, ya que ninguno de los hoscos tripulantes de Euler estaba dispuesto a cederles ni un centímetro de hamaca bajo cubierta.

Ahora estaban todos encajados dentro de un pequeño camarote que tenía dos estrechas literas en los laterales. Félix estaba sentado sobre un cubo invertido, junto al mamparo. Gotrek se hallaba de pie cerca de la puerta, con las piernas muy separadas.

—No creo —dijo Max, entre bocados de estofado con guisantes— que herr Euler vaya a estar muy contento cuando se entere de que lo hemos engañado.

También Félix comía con voracidad. Por muchos defectos que Euler tuviera como ser humano, no escatimaba a la hora de dar de comer a su tripulación. La comida estaba entre la mejor que Félix había comido a bordo de un barco.

—¿A quién le importa? —gruñó Gotrek.

—A mí, enano —replicó Aethenir, sorbiendo por la nariz—. Si este hombre es nuestro único medio para volver a casa cuando les hayamos arrebatado el arpa a los druchii, no podemos permitirnos provocar su enojo.

Gotrek sonrió despectivamente mientras se metía un gran trozo de carne en la boca.

—Después de lo que hiciste, debería darte vergüenza regresar a casa. Un enano se habría afeitado la cabeza y jurado morir.

—Estoy dispuesto a morir —replicó Aethenir, que irguió la cabeza e hizo todo lo posible por parecer noble—. Pero también estoy dispuesto a vivir y continuar compensando mi crimen.

—Una vergüenza semejante exige la muerte —dijo Gotrek.

Aethenir meneó la cabeza.

—Por eso cayeron los enanos. Sus mejores guerreros están siempre afeitándose la cabeza y matándose.

Gotrek bajó la cuchara y posó una feroz mirada en el alto elfo.

Max tosió.

—Amigos, por favor, si podemos volver al asunto del capitán Euler… Algunos de nosotros no tenemos ninguna gran vergüenza que purgar, y nos gustaría volver vivos de este viaje. ¿Tenéis alguna sugerencia?

Por un momento no se oyó nada más que el sonido de la masticación.

—No podemos luchar contra su tripulación sin sufrir bajas —dijo Max, al fin—. Y no podemos permitirnos ni una baja más.

—¿Podríamos tomar el barco druchii? —preguntó Félix.

Max negó con la cabeza.

—Somos muy pocos para tripularlo.

Claudia alzó la mirada del cuenco de estofado que sujetaba con ambas manos. Aún tenía los ojos apagados, pero había recobrado el color de las mejillas.

—¿Podríamos… podríamos asegurarnos de que el barco druchii se hundiera? —preguntó—. ¿De modo que el capitán Euler pensara que el tesoro se ha hundido con el barco y no descubriera que le hemos mentido?

Félix asintió para manifestar su aprobación. La muchacha era rápida —loca, por supuesto—, pero rápida.

—Eso sería menos peligroso que enfrentarnos mano a mano con ellos.

Aethenir, no obstante, fruncía el ceño.

—¿Hundir el barco? ¿Y perder el arpa?

—¿No es ésa la idea general? —gruñó Gotrek.

—¿Estáis loco, enano? —gritó Aethenir—. Un tesoro como ése no puede volver a perderse. Podríamos aprender mucho de él.

—Dado que sois estudiante de historia, erudito —dijo Max al alto elfo—, sin duda tenéis que saber que los tesoros como ése tienen tendencia a ser utilizados para cosas terribles, independientemente de las intenciones que tengan quienes los guardan. Tal vez lo mejor sería dejar que se hundiera.

—Pero ¿qué garantía nos da eso? —preguntó el alto elfo—. Los druchii ya lo han sacado una vez del mar. ¿Qué va a impedir que vuelvan a hacerlo?

—Que esta vez tú no les dirás dónde está —replicó Gotrek con sequedad.

—¡Queréis dejarlo ya, enano! —le espetó Aethenir—. Estoy haciendo lo que puedo para enmendar mi falta.

—Pero ¿cómo vamos a hacerlo? —preguntó Max, para atajar la réplica de Gotrek—. Euler sospecharía si viera que alguno de nosotros intenta hundirlo deliberadamente.

—¿Un hechizo, tal vez? —sugirió Félix.

Max arrugó la frente al ponerse a pensar. Claudia frunció los labios, pero al final negaron con la cabeza y los otros se pusieron a cavilar otra vez.

—Bueno —dijo Max cuando nadie propuso idea alguna—. Continuaremos pensando en ello. Marchaos a dormir. Tal vez la respuesta se nos ocurrirá por la mañana.

Cuando seguía a Gotrek hacia la cubierta, Félix sintió una mano en un brazo y se volvió. Era Claudia, que alzaba los ojos hacia él y se mordía el labio inferior.

—Parece que siempre estoy disculpándome con vos, herr Jaeger —dijo, al fin.

—Eh… no es necesario —dijo Félix, que retrocedió poco a poco.

—Sí que lo es —insistió ella—. Esta mañana he sido vil con vos y me siento terriblemente mal por eso. Os contesté de la peor manera cuando vos sólo estabais interesándoos por mi bienestar.

—Ah, no ha sido nada —le aseguró Félix, que subió otro escalón de espaldas.

—Sí que lo ha sido. Me di cuenta de que os había herido. Y sin embargo… —Se le cerró la garganta—. Y sin embargo, cuando el agua llegó arrasándolo todo, vos me recogisteis y me llevasteis a lugar seguro, a pesar de estar gravemente herido. Un altruismo semejante, un espíritu tan caritativo ante mi grosero comportamiento…

—Bueno, no podía dejar que os ahogarais, ¿verdad? —El tacón de una bota de Félix tropezó con el escalón siguiente. Logró sujetarse en el momento en que Claudia extendía una mano para hacer lo mismo, y acabaron el uno muy cerca del otro.

Ella alzó hacia él sus grandes ojos azules y sonrió con timidez.

—Os he causado considerable enojo, dolor y azotamiento, herr Jaeger, pero creo que estabais comenzando a encariñaros conmigo antes de todo esto. El capitán Euler me ha dado un camarote privado. Si queréis dormir en un lecho más cómodo que la cubierta…

—Ah, la verdad es que no —replicó Félix, y la frente se le empapó de sudor al retroceder hasta el ultimo escalón—. Gracias, de todos modos. Por deliciosa que me resulte vuestra compañía, no creo que la reputación de ninguno de los dos sobreviviera a una repetición de los acontecimientos de anoche. Y ahora, si me excusáis…

—No es algo que suceda cada noche —dijo Claudia, haciendo un puchero.

—Es cierto, pero si sucediera —replicó Félix, sin dejar de recular—, creo que, en conjunto, el riesgo es demasiado grande.

Los ojos de Claudia comenzaron a clavársele.

—No es que no aprecie el honor —continuó él—, pero, eh… creo que es mejor así, ¿no es parece? Buenas noches.

Y con esto último huyó hacia la cubierta principal, sintiendo la colérica mirada de ella en la espalda durante todo el camino.

Gotrek y Félix se acostaron en la cubierta de proa, donde extendieron los lechos de viaje uno a cada lado de las jaulas que contenían la cabra y los pollos del barco. El hedor a corral era lo bastante fuerte como para hacer que a Félix le lloraran los ojos, pero allí estaban fuera del camino de la tripulación y, lo más importante, al menos para Félix, fuera del alcance de Claudia.

Extendió la capa entre la borda y las jaulas para formar una pequeña tienda sobre el lecho antes de tumbarse, porque la noche estaba nublada y fría, y una gélida llovizna mojaba la cubierta. La cabra lo contempló con expresión de reproche durante un rato, pero luego perdió el interés y se acurrucó en su lecho de heno.

A Félix le costaba dormirse. El día había estado tan preñado de terrores y peligros que no había dispuesto ni de un momento para pensar, pero al tumbarse volvieron a él en torrente todos los pensamientos que habían sido apartados por la necesidad de luchar para salvar la vida, y lo abrumaron. ¿Esta-

ría ileso su padre? ¿Estaría vivo aún? ¿Qué le habían hecho los skavens? Deseaba desesperadamente regresar y averiguar las respuestas a estas preguntas y, sin embargo, en el calor del momento había convencido a Euler de que fuera en sentido contrario para perseguir al barco de los elfos oscuros. Conociendo la escala de lo que tenían intención de hacer las hechiceras druchii, sabía que había hecho lo correcto. Las necesidades de la mayoría se anteponían a su necesidad de conocer la suerte de su padre, pero a pesar de eso le causaba sufrimiento estar navegando en la dirección contraria a Altdorf.

Una parte de su preocupación por su padre era, sin duda, culpabilidad. En muchas ocasiones le había deseado la muerte al viejo, y ahora que era posible que pudiera estar muerto de verdad, Félix se sentía responsable, como si uno de sus despreciables deseos pudiera haberse hecho realidad. Pero no sólo por eso. En verdad, era responsable porque no cabía duda de que los skavens habían visitado a su padre debido a que los perseguían a él y a Gotrek. Gustav Jaeger —si, en efecto, estaba muerto o herido— no era más que otra víctima de las alimañas que había estado siguiendo el rastro de Félix desde Altdorf, y que no era más que una cepa menor de la epidemia de mutilación y derramamiento de sangre que seguía a Gotrek y Félix adondequiera que fuesen. «En verdad —pensó—, probablemente haya sido lo mejor para el Imperio que hayamos permanecido ausentes durante veinte años. Probablemente, el territorio tendría la mitad de su población actual si nos hubiéramos quedado.»

Al fin, el agotamiento se impuso a la preocupación y la culpabilidad, y lo arrastró a un sueño oscuro e inquieto.

Una vez más despertó, como la madrugada anterior, a causa de un roce en las proximidades, y al principio su mente soñolienta pensó que tenía que tratarse otra vez de Claudia.

—Realmente, fraulein Pallenberger—murmuró—, vuestra tenacidad es alarmante.

El roce cesó y oyó un gruñido que no era nada propio de Claudia. Quedó petrificado y abrió los ojos. Aún era de noche, una noche muy oscura, pero hasta él llegaba un débil resplandor amarillo de los faroles que colgaban en la cubierta principal, y que le proporcionaba la luz justa para ver.

Lo primero que vio fue la cabra, cuyos ojos casi tocaban los de él, que volvía a mirarlo fijamente. Félix soltó un suspiro de alivio. Sólo era la cabra. Luego contuvo el aliento otra vez. La cabra no había parpadeado. Y estaba tendida de lado. Y tenía una oxidada estrella de metal clavada en la garganta. Y la sangre empapaba la paja sobre la que yacía. Desde algún lugar cercano le llegó otro gruñido sordo, seguido por ruidos de pataleos y golpes.

—¿Gotrek?

A través de la jaula de la cabra veía destellos de movimiento. Oyó roncos gritos de sorpresa procedentes de la cubierta principal, y miró en esa dirección. Un tripulante estaba desplomado sobre el coronamiento de popa, con tres estrellas metálicas clavadas en la espalda.

—¡Gotrek!

Entonces volvió a oír sonidos susurrantes justo detrás de sí. Se volvió. Una forma negra con destellantes ojos negros estaba acuclillada junto a la borda, con algo sujeto en las huesudas manos. Las manos salieron disparadas hacia él y algo se encajó de repente en torno de su cabeza.

Félix lanzó un grito ahogado e inhaló un olor horrible: el olor de los globos de vidrio usados por los skavens. Todo comenzó a darle vueltas de inmediato y las extremidades empezaron a entumecérsele. Una horrible náusea lo acometió. Gritó y blandió la espada envainada. Se produjo un impacto, y oyó un chillido y un golpe sordo. Se quitó el saco de la cabeza, y, al ponerse de pie en medio de tambaleos, se fue contra la jaula de la cabra. Tenía las manos y la cara pegajosas de la repulsiva pasta narcótica.

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