SPIELBERG ME HIZO CONSCIENTE DE LA CÁMARA
Mi mayor lección de puesta en escena la recibí viendo las películas de Spielberg. Con él comprendí la diferencia que hay entre los artífices, es decir, aquellos que se sirven de la cámara para filmar del modo más grandilocuente posible lo que ocurre ante ellos, y los verdaderos cineastas, que saben expresar un punto de vista a través de su puesta en escena. Spielberg posee una verdadera conciencia de la cámara. En su caso, la cámara es un actor a tiempo completo, es una parte integrante del film. La hace vivir, y nunca gratuitamente, está ahí con un propósito, un tema, un verbo y un complemento. La diferencia entre esta puesta en escena y la de un artífice es la que existe entre un zoom y un
travelling
. En uno el acercamiento es óptico; en el otro, físico. La diferencia de sensación es enorme. Spielberg me ha enseñado lo que es la eficacia en materia de puesta en escena, y no hablo de eficacia comercial, ni siquiera visual, sino en realidad de eficacia intelectual. En sus películas no hay errores de realización. Puede haber falta de gusto, cosas cuyo tono nos guste más o menos, pero en el nivel de la puesta en escena pura, de la ubicación de la cámara, los movimientos y el ritmo en el interior de la escena, es absolutamente perfecto. Evidentemente, no nos encontramos ante la opacidad de Kubrick, donde justamente el hecho de no comprender siempre por qué ciertas cosas se han filmado de una cierta manera hace sus películas fascinantes, pero sigue siendo brillante. La lección que he aprendido de este tipo de cineastas es, ante todo, expresar un punto de vista a través de mi modo de filmar, y siempre he tratado de imponérmelo, a veces hasta el exceso. Por ejemplo, recuerdo un momento, en
El odio
(La Haine, 1995), en el que los tres tipos presencian un tiroteo delante de una discoteca. La escena está filmada en un único plano, con el rostro de Vincent Cassel en una mitad de la pantalla, y el resto de la acción tras él. Es un plano un poco extraño, y en toda lógica habría debido rodar un plano-contraplano por seguridad, a fin de cubrirme en el montaje, por si el efecto no funcionaba. Los técnicos insistieron, diciéndome: «Sólo nos llevará cinco minutos…». Pero yo no quería. Yo decía que si lo hacía así, sería una falta de personalidad, y prefería esforzarme en hacerlo funcionar antes que rebajarme a un recurso fácil. Era bastante vanidoso y, al volver a pensar en ello, también rayaba en el ridículo.
EL FILM CONTROLA AL DIRECTOR
Paradójicamente, la otra gran lección que creo haber aprendido es que la puesta en escena debe adaptarse al tema y no al contrario.
Un director llega con su personalidad, con sus preferencias y sus gustos de puesta en escena, pero debe tratar cada película como una entidad independiente. No puede decirse: «Mira, hice aquello en una película y fue bien, voy a repetirlo ahora…». Por ejemplo, filmé muchos planos secuencia en
Asesino(s)
(Assassin[s], 1997), pero era una película muy conceptual, en la que el plano secuencia casi pasaba a ser el tema del film. Sin embargo, si me hubiera dedicado a hacer esas cosas en
Los ríos de color púrpura
(Les Rivié-res pourpres, 2000) me habría arriesgado a sobrecargar la atmósfera de la película. Cuando se hace un film de género, no se pueden abrigar muchas pretensiones. En fin, tenemos derecho a tenerlas, pero hemos de poder asumirlas. Si decidimos ir contra el género, nos interesa apellidarnos Kubrick, y ¡lo siento, chicos, pero yo no soy Kubrick! Por lo tanto, hago lo que todo el mundo: trato de cocinármelo yo mismo, de modo que pase lo que pase sea una película personal porque soy un director y tengo personalidad, pero respeto las reglas y códigos del género. En un film como
Los ríos de color púrpura
, mi deber era no traicionar la novela, y para ello respetar —lo que puede resultar extraño, como idea— la identidad visual del libro. Así pues, hice lo que prácticamente nunca había hecho antes, es decir, planos-contraplanos. Y me cubrí un poco más. Y adopté decisiones menos radicales, porque en una película de 100 millones de francos, uno deja de ser un artista. Se tiene una responsabilidad, uno pasa a ser el director de una empresa. En una película como
Asesino(s)
, actué como artista. Ensayaba cosas y me decía: «Puede que funcione, puede que no…». Pero en este caso no me parecía bien asumir riesgos tan radicales y buscar a Jean Reno unos días más tarde para decirle: «Lo siento, Jean, pero tenemos que repetir esa escena porque quise hacerme el listo y he fracasado…». De todos modos, la película siempre acaba por superar al director, porque no se trata de fabricar sillas, e incluso en películas muy personales, entre la voluntad del director y el resultado media mucho tiempo, la influencia de muchas personas y energías diferentes, la tecnología, y todo ello conspira para que el film tenga su propia vida. A todo esto se añade el espectador, que se forma su propia opinión y, al final, hace su propia película. Me han dicho cosas sobre
El odio
y
Asesino(s)
que yo no había advertido, que no había deseado necesariamente, pero que están ahí. Y esto relativiza no poco la noción de control del director.
NECESIDAD Y LÍMITES DEL GUIÓN
El guión es la base. Sin un guión sólido, el director no puede ir a ninguna parte. Por supuesto, el guión no lo es todo, puede incluso revelarse completamente engañoso. En el guión de
Los ríos de color púrpura
, las idas y venidas de Jean Reno y Vincent Cassel al principio del film eran mucho más rápidas, y sobre el papel parecía tener marcha. Pero al montar las secuencias me di cuenta de que iba demasiado rápido, y que, en tanto espectador, me sentía frustrado al no detenerme lo bastante en cada personaje. Así pues, hubo que cambiarlo todo en el montaje. Pero aunque un guión nunca es perfecto, ha de ser lo suficientemente sólido y logrado para imbuir de confianza al director. En películas como
Métisse
y
El odio
el guión era el 100% cuando empecé a rodar. Pero se trataba de temas personales en los que pensaba desde hacía tiempo y que dominaba inconscientemente. En el caso de
Los ríos de color púrpura
fue un poco más complicado. Adaptar una novela es realmente un ejercicio de matemáticas, cuya finalidad es lograr determinar qué conservamos y qué suprimimos. Es como disponer de la carrocería de un coche y tener que decidir qué piezas introducimos en el motor y en qué orden, para que el coche sea lo más veloz posible pero también para no rompernos la crisma con él. La novela es mucho más rica, no podemos conservarlo todo. Y además hay un problema de temporización, porque un
thriller
debe ser tenso, y si el film es demasiado largo todo se derrumba. Por lo tanto, ¿qué sacrificamos y qué destacamos? Evidentemente, al realizar una película destacamos todo cuanto es visual e intentamos eliminar lo que es demasiado explicativo, o intentamos transmitirlo a través de elementos visuales.
Y a continuación, hay que fiarse de los actores y de la magia del cine. En el libro hay páginas y páginas que relatan el pasado del personaje central. En la película no hay tiempo. Entonces cogemos a Jean Reno, le ponemos una vieja chaqueta de cuero en la espalda y, normalmente, cuando el espectador lo ve, se dice: «Ese tipo ha vivido». Sin embargo, soy consciente de que hay zonas de sombra, que no todo en la película se ha explicitado a la perfección, pero por encima de todo cuento con lo que llamo «el efecto Pizza Pino». Es decir, que a priori, después de ver este tipo de películas, los espectadores cenan con sus amigos en Pizza Pino, discuten, cada uno explica lo que ha comprendido y, poco a poco, se ordenan las piezas del puzzle. Y luego, si de verdad necesitamos la receta, siempre tendremos el libro…
SOY CAÓTICO PERO ME CUIDO
Aún no he conseguido encontrar una buena técnica de trabajo. Soy más bien caótico, y esto es un problema. Al llegar al plato te interesa saber lo que quieres, porque hay cien personas que te esperan, y cada una de ellas te propondrá tres opciones por cada decisión que adoptes. Por lo tanto, si dudas en lo básico, pierdes a los técnicos, pierdes a los actores y al final te pierdes tú mismo. Hay que concentrarse y ser riguroso, algo que aún me cuesta bastante. Alucino cuando veo trabajar a Jean-Pierre Jeunet: todos los planos del día están decididos de antemano, casi al milímetro, incluso los ha filmado en vídeo digital y dibujado en el guión para que todo el mundo sepa bien lo que hay que hacer… Es el nirvana. Bueno, por supuesto, cada método posee sus ventajas y sus defectos. El propio Jean-Pierre afirma que pretende ser tan preciso que a veces puede impedir que la vida entre en la película. En mi caso es un poco al contrario: no es muy preciso, pero se basa más en la energía. Creo que en mis inicios, por ejemplo cuando rodaba
Métisse
, había una parte de ingenuidad que hacía que supiera mejor lo que quería. Me decía: «Es mi primera película, así que no puedo limitarme a filmar planos “normales”, es demasiado banal», y como había una gran parte de experimentación, también había, lógicamente, mucha reflexión. Con el tiempo me he vuelto juicioso, me he vuelto consciente de que mi puesta en escena debe estar al servicio de la película, y tiendo a esperar a estar en el plato para tomar mis decisiones. El problema es que soy muy dependiente de mi estado anímico, que puede deteriorarse con las cosas más ínfimas. Percibir que un operador se aburre mientras rodamos una escena basta para desestabilizarme completamente. Y puedo sucumbir a los nervios, a la angustia. En realidad, no consigo utilizar el
storyboard
. Lo hice un poco en
Los ríos de color púrpura
porque había efectos especiales y no podía hacer otra cosa, por ejemplo, con la escena de la avalancha. Si no es así, y creo que es una mentalidad bastante extendida en Francia, prefiero más bien el sistema D. En función de si la escena rodada concierne más a la realización o a la interpretación, comienzo situando la cámara o los actores, y empiezo a rodar desde los ensayos. En primer lugar porque, a menos de que realmente dispongamos de muy poco dinero, el precio de la película no es nada al lado de lo que nos arriesgamos a malograr. Durante los ensayos pueden ocurrir cosas mágicas. También puede haber accidentes, y, en el peor de los casos, será simpático para las tomas falsas…
(Risas.)
Además, hay actores que no interpretan correctamente a no ser que la cámara esté filmando. No voy a criticarlos, porque hago algo parecido cuando actúo en las películas de otros. Es cierto que saber que la cámara está filmando es muy estimulante. Por lo tanto, filmo los ensayos, y luego soy capaz de hacer muchas tomas. Muchas, en verdad. A veces hasta quince, porque siempre hace falta un tiempo para lograr un acuerdo entre la técnica y la interpretación de los actores. Y aunque la primera toma sea buena, la segunda mejor y la tercera perfecta, no puedo evitar filmar otras cinco o seis. Porque sé que un plano perfecto durante el rodaje no es necesariamente el plano ideal para la película, y que en el montaje quizá escogeré algo menos poderoso pero que se adecúe mejor a la armonía general de la escena.
ACTORES, OS ODIO (A VECES)
Al final podemos inventar todos los movimientos de cámara que queramos que no haremos sino filmar a los actores. Así pues, hay que saber dirigirlos, pero ante todo hay que saber escogerlos. Si elegimos a un mal actor, todo se va al traste, no hay nada que hacer. No podemos interpretar en su lugar, no podemos darle patadas… Si es malo, es malo. Y a la inversa, si cogemos a De Niro, hay que ser realmente inútil o especialmente depravado para hacer que actúe mal. Con un actor de este calibre, imagino que las indicaciones en el plato se limitan a «un poco más lento y ponte un poco más a la izquierda, ahí, gracias». Queda por elegir el buen actor, lo que no siempre es evidente. Yo tiendo a escoger basándome en criterios puramente humanos. No intento encontrar al actor que corresponda exactamente a lo que está escrito en el guión. Escojo a alguien con quien mantengo un buen contacto intelectual, aunque más tarde tenga que modificar el personaje. En
Los ríos de color púrpura
, uno de los policías se llama Karim Abdouf, es marroquí y lleva
dreadlocks
.
Pero yo quería trabajar con Vincent y cambié el papel para él. Por otra parte, la clave para dirigir bien a los actores consiste en saber discernir, entre la masa de problemas que te plantean, cuáles son verdaderos y cuáles falsos. El hecho de haber sido actor me ha ayudado mucho en este aspecto. Cuando un actor me dice: «Escucha, no consigo hacer eso…», de vez en cuando, lo miro fijamente a los ojos y le replico: «¿Y quieres que lo haga yo?». Si es un falso problema, el actor me responderá enseguida: «No, no, está bien…». Pero a veces me tomará la palabra, lo intentaré y me daré cuenta de que, en efecto, es complicado. Creo que todo director debería aprender a interpretar para comprender lo que un actor necesita. Del mismo modo que todo actor debería, no realizar un film, sino hacer el montaje, para comprender lo que un director necesita. Cuando rodé
El odio
, recuerdo que fue difícil porque dos de mis actores principales no tenían experiencia y no comprendían bien mis exigencias en términos de ritmo. Yo les decía: «¡Mierda, en lugar de traeros a una ciudad para que os impregnéis del entorno, os tendría que haber llevado a una sala de montaje!». Tiendo a ser un poco terrorista con los jóvenes actores. Con Nadia, en
Los ríos de color púrpura
, mi dirección de actores consistía en el terror. Hacía escenas de pelea a 3.200 metros, y al cabo de un rato tenía frío y estaba cansada, pero yo le decía: «Me da igual, repetimos una toma». Interpretaba el papel de una guerrera, y yo la trataba como tal. Si hubiera interpretado a una princesa, la habría mimado, sin duda. Suelo decir que los actores son un coñazo —lo digo muy a menudo, por otra parte—, pero soy consciente de que yo mismo, cuando actúo para otros, también soy un coñazo. Es algo inherente al oficio, porque el actor es esencial para la película, pero al mismo tiempo trabaja muy, muy poco. En un plato, un actor trabaja unos diez minutos cada dos horas. El resto del tiempo, a menos de disponer de una super caravana, se aburre. Por lo tanto, es un trabajo extraño, porque hay que tener a un tiempo un ego muy fuerte y lograr ser humilde, lo que resulta casi imposible. Pero algunos lo consiguen.
El CINE NO ES UNA CIENCIA
Creo que el mayor peligro para un cineasta es dormirse en sus laureles, es decir, creer que ha comprendido todo lo que respecta al cine y sabe hacerlo todo. Sé que no trabajé bastante en
Los ríos de color púrpura
y, aunque salí airoso gracias a mi instinto, no volveré a cometer ese error. Aún tengo muchas cosas que aprender, y soy consciente de que nunca dejaré de hacerlo. Pero en esto radica la genialidad del cine, en que no es una ciencia. Podemos rodar cien películas, creo que en la ciento uno estaremos igual de desamparados. Estoy seguro de que incluso Scorsese, pese a todo su genio y experiencia, no consigue obtener la película que quiere cuando filma hoy. La perfección es imposible, hay demasiados accidentes. A menos de hacer como Kubrick, que dejaba de rodar en cuanto las cosas no iban como quería, y sólo regresaba cuando volvía a estar seguro de sí mismo, a veces varias semanas más tarde. O como Chaplin, que era capaz de repetir cincuenta mil veces la misma toma y rodar durante meses y meses. Evidentemente, esto permite acercarse bastante a la perfección. ¡Pero para los menesterosos como yo es algo más complicado!