—Glinn, capullo, esta vez te equivocas —dijo Lloyd, en quien volvía a surtir todo su efecto el terror—. Da la orden.
Glinn sonrió de manera casi despectiva.
—Perdone, señor Lloyd. Soy el único que tiene los códigos, y voy a salvarle otra vez el meteorito a pesar de usted.
De pronto Lloyd embistió a Glinn con un grito ahogado. Glinn le esquivó ágilmente y, mediante un simple revés de la mano, le hizo rodar jadeando por la cubierta.
McFarlane dio un paso hacia él. Glinn se giró con ligereza y le plantó cara. Tenía los ojos tan impenetrables y opacos como de costumbre. McFarlane comprendió que no cambiaría de parecer. Era una persona que no fallaba, y moriría demostrándolo.
Britton miró al primer oficial, y al verle la cara McFarlane supo que había tomado una decisión.
—Señor Howell —dijo ella—, que abandone todo el mundo sus puestos. Vamos a evacuar el barco.
La sorpresa hizo contraerse un poco los párpados de Glinn, que sin embargo no dijo nada.
Howell se volvió hacia él.
—Nos manda a una muerte segura. Con este tiempo, y en botes salvavidas… Está loco.
—Puede que sea la única persona cuerda que queda en el puente.
Lloyd se levantó del suelo, dolorido, mientras el barco volvía a ascender. No miró a Glinn.
Este dio media vuelta y abandonó el puente inclinado sin añadir nada más.
—Señor Howell —dijo Britton—, que suba toda la tripulación a los botes. Si no vuelvo en cinco minutos, asumirá usted las funciones de capitán.
También se volvió y desapareció.
Eli Glinn estaba en la pasarela de hierro encima del tanque central número tres. Oyó un eco metálico, debido a que Puppup cerraba la escotilla de salida al corredor, y se sintió agradecido al indio, última persona leal después de fallarle todos, incluida Sally.
Le había afectado mucho la escena de histeria del puente. Después de haber tenido éxito en todas las ocasiones, lo lógico era que confiaran en él. Sonaba a lo lejos el eco fantasmal y molesto de una sirena. En las próximas horas morirían muchos en la tormenta, y sin necesidad. Si de algo estaba seguro era de que el
Rolvaag
sobreviviría, con cargamento y las personas que quedaran en él. Al alba, cuando la tormenta fuera un simple recuerdo, serían recibidos por las autoridades de Georgia del Sur. El
Rolvaag
volvería a Nueva York con el meteorito. Lástima que se quedara tanta gente en el camino.
Volvió a pensar en Britton. Magnífica mujer. Le provocaba gran tristeza pensar que al final le hubiera fallado su confianza. No volvería a encontrar otra igual. Estaba convencido.
Le salvaría el barco, pero se habían cerrado las puertas de una relación personal.
Se apoyó en el mamparo longitudinal y comprobó con vaga sorpresa que tardaba mucho en volver a respirar normalmente. Se asió al mamparo, porque el barco se escoraba; en ángulo sin duda alarmante, pero muy por debajo del límite crítico de treinta y cinco grados.
Oyó ruido de arrastrarse cadenas, y chirridos de metal bajo sus pies, hasta que el barco volvió a enderezarse vibrando. Después de todo lo que había hecho (de aquella sucesión insólita de éxitos por él urdida), era doloroso que se negaran a depositar por última vez su confianza en él. Menos Puppup. Miró al viejo de reojo.
—¿Qué, jefe? ¿Piensa bajar?
Glinn asintió.
—Necesitaré que me ayude.
—A eso vengo.
Se arrimaron a la baranda. El meteorito estaba debajo, con lonas de plástico envolviendo la parte superior de la red. Las luces de emergencia lo bañaban de una luz escasa. El tanque aguantaba muy bien, y estaba seco. Gran barco. La diferencia estaba en el triple casco. Hasta tapada con lonas presentaba la roca un magnífico aspecto: el epicentro de los miedos y esperanzas de todos. Descansaba en el andamio, como había previsto él.
A continuación posó la mirada en los puntales y las vigas. Había que reconocer que había muchos destrozos: barras torcidas, fracturas de compresión, metal desgarrado… Los soportes transversales de la base del tanque habían quedado sembrados de remaches rotos, cadenas partidas y astillas de madera, y se oía un crujido de fondo, pero lo esencial de la red permanecía intacto.
Lo que estaba estropeado era el ascensor. Empezó a bajar con pies y manos.
El barco se levantó y volvió a ladearse.
Glinn guardó el equilibrio y reanudó el descenso, que duró más de lo esperado. Al llegar al fondo tenía la sensación de estar más horizontal que vertical; más de bruces en la escalerilla que sujeto a ella. Pasó el brazo por detrás de un peldaño y esperó a que pasara lo peor. Ahora debajo de las lonas se veía el flanco rojo de la roca. Los ruidos de la bodega iban en aumento, como una sinfonía infernal de metal, pero no significaban nada. Faltando poco para la cresta de la ola, se sacó el reloj del bolsillo, extendió el brazo y cogió la punta de la cadenilla a fin de calcular la oscilación. Veinticinco grados, muy por debajo del valor crítico.
De repente oyó una especie de murmullo, y tuvo la impresión de que la curva roja y enorme del meteorito se movía. El barco siguió escorándose, y el meteorito se desplazó con él hasta que Glinn no estuvo seguro de cuál de los dos movimientos, el del meteorito y el del barco, era la causa del otro. Ahora parecía que la roca estuviera en equilibrio al borde del andamio y a punto de salirse. Se oyó un crujido de romperse algo. Veintisiete grados.
Veintiocho.
El barco sufrió una sacudida, quedó en suspenso y empezó a enderezarse. Glinn volvía a respirar. Veintiocho grados. Quedaba mucho margen. El meteorito volvió a rodar con una monstruosa vibración. El chirrido metálico cesó de manera abrupta. Al hundirse el barco entre dos olas, se atenuó el fragor del viento y el agua al otro lado del casco.
Los ojos de Glinn inspeccionaron el tanque. Lo principal era tensar las cadenas que quedaban más cerca del meteorito. Estaban diseñadas para que pudiera hacerlo una persona sola con ayuda de un dispositivo motorizado con anclaje en cada punto de tensión. Le sorprendió que no lo hubiera hecho Garza.
Se dio prisa en llegar al punto de tensión principal y encender el dispositivo. El motor respondió perfectamente, como no podía ser menos.
La hondonada entre olas le dio tiempo y estabilidad suficientes para trabajar.
Bajó la palanca delantera del dispositivo y le satisfizo ver que volvían a tensarse las cadenas con recubrimiento de caucho que se habían soltado con el balanceo del meteorito.
¿Por qué no lo había hecho Garza? Estaba claro: por culpa del pánico. Fueron segundos de desilusión, porque hasta entonces su jefe de construcción siempre le había merecido la mayor confianza. No era típico de Garza. A Glinn le había fallado mucha gente, cosa que no podía decirse de él. Algo era algo.
Las cadenas se tensaban bien. Se giró hacia Puppup.
—Acérqueme la caja de herramientas —dijo, señalando una que se había dejado Garza.
El barco empezó a trepar por otra ola y a escorarse. Comenzaron a tensarse las cadenas, hasta que se soltaron con un ruido como de carraca. Glinn escrutó la penumbra y vio que de hecho Garza lo había intentado. Estaban rotos los engranajes del dispositivo motorizado y se había partido el cabezal del trinquete de acero de diez centímetros. El dispositivo no servía de nada.
La nave subía y subía. De repente oyó una voz arriba, salió de debajo de la red y levantó la cabeza.
Era Sally Britton, a punto de cruzar la escotilla y pisar la pasarela. Sus movimientos poseían la misma dignidad innata que tanto había impresionado a Glinn al conocerla.
¡Cuánto tiempo desde que la había visto al sol, bajando por aquellos escalones! Le dio un salto inesperado el corazón. Sally había cambiado de parecer e iba a quedarse a bordo.
Se produjo un balanceo largo y chirriante que obligó a la capitana a quedarse quieta.
Ella y Glinn se miraron fijamente, mientras el meteorito bailaba en su andamio y el barco protestaba. En cuanto pudo, Britton exclamó:
—¡Eli! ¡El barco está a punto de partirse!
Se sintió aguijoneado por la decepción. No, Sally no había cambiado de idea. En fin, no había que distraerse. Volvió a concentrarse en el andamio, y lo vio: la manera de fijar la roca era apretar el perno de la cadena superior. Para eso había que cortar la lona. Se trataba de una operación fácil, sólo quince centímetros de tensado manual. Empezó a escalar por la cadena que le quedaba más cerca.
—¡Eli, por favor! Queda un bote de reserva para los dos. ¡Deja eso y ven!
Glinn trepaba, seguido por Puppup con la caja de herramientas. Tenía que centrar todos sus pensamientos en el objetivo, sin permitirse ninguna distracción.
Al llegar al punto más alto del meteorito, se llevó la sorpresa de que la lona ya tuviera un corte. Debajo el perno estaba flojo, según lo previsto. Mientras el barco salía de la hondonada y empezaba de nuevo a escorarse, Glinn fijó la llave inglesa a la tuerca, sujetó el tornillo con otra y empezó a enroscar.
No se movió nada. Glinn no se había dado cuenta (ni podía) de lo descomunal de la presión que sufría el tornillo.
—Aguante esta llave —dijo.
Puppup, obediente, la cogió con sus brazos nervudos.
El ladeamiento del barco se pronunció.
—Eli, vuelve conmigo al puente —dijo Britton—. Puede que aún haya tiempo de poner en marcha la compuerta. Quizá podamos sobrevivir los dos.
Glinn, en pleno forcejeo con el tornillo, levantó brevemente la mirada. El tono de la capitana no era de súplica. Habría sido impropio de ella. Glinn detectó paciencia, raciocinio y la más profunda convicción, lo cual le entristeció.
—Sally —dijo—, los únicos que van a morir son los insensatos que se suban a los botes.
Si te quedas, sobrevivirás.
—Conozco mi barco, Eli —se limitó a decir ella.
Arrodillado y encorvado sobre el tornillo superior, Glinn luchaba con la tuerca. Lo había intentado alguien antes que él, porque en el metal había marcas recientes. Notó que al escorarse el barco se movía el meteorito. A fin de mejorar su equilibrio, afianzó los dos pies en los eslabones de la cadena. Empleó todas sus fuerzas, pero no se movía. Volvió a insertar la llave inglesa jadeando.
Y el navío seguía ladeándose.
La voz de Britton descendió de la oscuridad y se hizo oír sobre el estruendo.
—Eli, acepto tu invitación a cenar. De poesía no sé mucho, pero podría explicarte lo poco que sé. Me gustaría.
El meteorito tembló, y al moverse con el barco obligó a Glinn a sujetarse con ambas manos. Arriba había cuerdas atadas a las planchas del tanque. Se apresuró a enroscarse una a la muñeca para conservar su posición y volvió junto a la llave inglesa. Bastaba un cuarto de vuelta. El balanceo del barco se hizo más lento. Glinn volvió a coger la llave.
—Y podría enamorarme de ti, Eli…
Glinn interrumpió la operación y se quedó mirándola. Ella intentó decir algo más, pero el chirrido del metal, cada vez más agudo, llenó de ecos el gran espacio del tanque y ahogó su voz. Glinn sólo distinguía su menuda silueta en la pasarela de arriba. Deshecha su rubia cabellera, se le había repartido por los hombros sin orden ni concierto, y a pesar de la poca luz resplandecía.
Mientras miraba, Glinn tuvo vaga conciencia de que el barco no estaba enderezándose.
Apartó la vista de la capitana para fijarla en el tornillo, y después en Puppup. El indio enseñaba los dientes, y le caían gotas de agua por las puntas del bigote. Glinn se enfadó consigo mismo por no concentrarse en el problema que tenía entre manos.
—¡La llave inglesa! —pidió a Puppup, entre chirridos metálicos.
El navío estaba inclinadísimo, y el ruido de metal era ensordecedor. Deseando tener mejor pulso, Glinn se sacó el reloj del bolsillo para volver a calcular la inclinación. Lo sujetó por la cadena, pero oscilaba sin descanso. Intentando remediarlo le resbaló entre los dedos y se hizo pedazos en el flanco de la roca. Vio destellos de oro y cristal rebotando por la superficie roja y desapareciendo en las profundidades.
Justo entonces se acentuó de modo brutal la inclinación del casco, a menos que fueran imaginaciones suyas. No, no podía ser real. Habían introducido doble previsión, habían repetido los cálculos y habían previsto todas las posibilidades de que fallara algo.
En ese momento notó que el meteorito empezaba a moverse a sus pies y oyó el ruido de las lonas desgarrándose y de la red desmoronándose. De repente su campo de visión quedó inundado por el rojo del meteorito, como si se abriera una herida gigantesca; el color del meteorito cruzado en todos los sentidos por cuerdas y cables enredados, entre un vuelo y un rebote de remaches. La nave seguía ladeándose, pronunciándose el ángulo, pronunciándose… Glinn hacía esfuerzos desesperados por desatarse la cuerda de la cintura, pero el nudo era demasiado fuerte.
Lo siguiente fue un ruido indescriptible, como de abrirse a la vez el cielo y el abismo.
El tanque se partió con un diluvio de chispas, y el meteorito (con un bamboleo de fiera pesada) rodó hacia la oscuridad llevándose consigo a Glinn. Quedó enseguida todo oscuro, y Glinn notó una ráfaga de aire frío…
Se oía un tintineo de copas y un murmullo de voces. Era un jueves por la noche, la temperatura era agradable y L'Ambroisie rebosaba de aficionados al arte y parisinos acaudalados. Tras la discreta fachada del restaurante, la luna pálida de otoño infundía brillos delicados al barrio del Marais. Glinn sonreía a Sally Britton, sentada al otro lado del mantel de damasco.
—Pruébalo —dijo cuando el camarero descorchó una botella de Veuve Cliquot y vertió un chorro frío en cada copa.
Cogió la suya y la levantó. Ella sonrió y dijo:
…
cómo se desentiende todo tranquilamente del desastre; el labrador quizá oyera el ruido de agua, el grito desolado, pero no le pareció un fracaso importante.
Un fracaso importante…
Al mismo tiempo que se apoderaba la perplejidad de su ánimo, el recitado sucumbió a una risa repulsiva de Puppup. Fue antes de que se vaporizara todo en un puro fogonazo de luz brillante y hermosa.
McFarlane se aferraba con desesperación a las anillas de seguridad del bote salvavidas, capeando las cimas y valles de un mar alborotado con Rachel asida a su brazo. Los últimos veinte minutos habían sido de miedo y confusión: Britton saliendo del puente sin decir nada, Howell cogiendo el mando y ordenándoles que abandonasen el barco, la gente reunida al lado de los botes, la angustia de hacerles descender a un mar embravecido… Después de la tensión de varias horas perseguidos y en lucha contra la tormenta y el meteorito, aquella última calamidad había sucedido tan deprisa que parecía irreal. Por primera vez miró el casco interno de la lancha. De una pieza, su minúscula entrada y sus ventanillas todavía menores, parecía un torpedo más grande de lo normal. Howell estaba al timón. Dentro iban Lloyd y unas veinte personas en total, incluidos los cinco o seis cuya lancha se había soltado de los pescantes durante el arriamiento y que habían tenido que ser rescatados del gélido oleaje.