Marte Azul (54 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Azul
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Nirgal siguió la costa occidental hacia el norte dejando atrás la chorrera de icebergs encallados que marcaban el límite del mar helado. Contemplando la tierra que se extendía debajo tuvo que coincidir con la opinión general: Elysium era muy hermoso. Esa franja costera del oeste era la región más poblada del planeta, fracturada por numerosas fossae, y en los lugares donde esos cañones se hundían en el hielo se estaban construyendo puertos: Tiro, Sidón, Pinflegueton, Hertzka, Morris. Rompeolas de piedra mantenían a raya el hielo y los puertos deportivos se apostaban tras ellos, atestados de pequeños barcos que esperaban tener paso libre.

En Hertzka viró al este, hacia tierra firme, y ascendió sobre los cinturones ajardinados que ceñían la suave pendiente del macizo elisio. La mayoría de los habitantes de Elysium se concentraba allí, en zonas residenciales cultivadas intensivamente que se extendían hasta la región situada entre Elysium Mons y su estribación septentrional, el cono de Hecates Tholus. Nirgal franqueó el desnudo asiento de piedra del paso entre el gran volcán y su pico vástago como una pequeña nube arrastrada por el viento.

La vertiente oriental de Elysium no tenía nada en común con la occidental: era roca desnuda, tosca y fracturada, con depósitos de arena, que se mantenía casi en su estado primitivo debido a que se encontraba en la zona del macizo que no recibía lluvias. Sólo cerca de la costa oriental volvió a ver Nirgal vegetación, sin duda favorecida por los alisios y las nieblas invernales. Las ciudades del flanco oriental eran como oasis, cuentas ensartadas en una pista que rodeaba la isla.

En el extremo noreste de la isla las viejas colinas melladas de los Phlegra Montes se adentraban en el hielo y formaban una península espinosa. En algún lugar de esa zona había visto aquella mujer a Hiroko, y mientras volaba sobre la vertiente occidental de los Phlegra Nirgal pensó que no sería extraño encontrarla en un lugar como aquél, tan agreste y marciano. Como muchas de las cadenas montañosas de Marte, los Phlegra eran lo que quedaba del borde de una antigua cuenca de impacto. Cualquier otro rasgo de la cuenca había desaparecido mucho antes. Pero los Phlegra se erguían aún como testigos de un momento de inconcebible violencia: el choque de un asteroide de cien kilómetros de diámetro, la fusión de grandes porciones de litosfera, que había saltado a los lados o ascendido para caer luego en anillos concéntricos alrededor del punto de impacto, la metamorfosis instantánea de la roca en minerales mucho más duros que los originales. Tras ese trauma, el viento había erosionado el paisaje, dejando sólo aquellas ásperas colinas.

También allí había asentamientos, en los sumideros, en los valles cerrados y en los pasos que miraban al mar, granjas aisladas, aldeas de menos de cien habitantes. Recordaba a Islandia. Siempre había gente que adoraba lugares tan remotos. Encaramada en una loma, unos cien metros sobre el mar, había una aldea llamada Nuannaarpoq, que en innuit significaba «sentir un placer excesivo por estar vivo». Los habitantes de las aldeas de los Phlegra se desplazaban por el resto de Elysium en dirigibles o iban hasta la pista circum-elisia y tomaban el tren. La ciudad más cercana en aquella zona de la costa era Aguas de Fuego, un puerto bien proporcionado en el flanco occidental, donde la cadena montañosa se convertía en una península. La ciudad estaba situada en una bahía cuadrangular, y después de divisarla Nirgal se posó en la diminuta pista de aterrizaje y se inscribió en una casa de huéspedes de la plaza principal, detrás de los muelles que dominaban el puerto deportivo cubierto de hielo.

En los días que siguieron voló a lo largo de la costa en ambas direcciones, visitando las granjas. Conoció mucha gente interesante, pero no encontró a Hiroko ni a nadie del grupo de Zigoto. Era incluso sospechoso: en aquella región vivían muchos issei, pero todos negaron haber visto a Hiroko o a sus compañeros. Sin embargo, cultivaban con gran éxito un yermo rocoso, tenían pequeños y exquisitos oasis de producción agrícola y vivían como creyentes de la viriditas... y aun así afirmaban no conocerla. Apenas si recordaban quién era. Un viejo norteamericano se le rió en la cara.

—¿Es que crees que tenemos un gurú? ¿Que te vamos a llevar ante nuestro gurú?

Tres semanas después Nirgal seguía sin encontrar rastros de Hiroko. No tenía otra alternativa que darse por vencido.

Vagando incesantemente. No tenía sentido buscar a una persona por la vasta superficie del mundo, era una empresa descabellada. Pero en algunas aldeas corrían rumores, y se mencionaban algunos encuentros. Siempre había un rumor más, un encuentro verosímil que investigar. Hiroko estaba en todas partes y en ninguna. Muchas descripciones pero nunca una fotografía, muchas historias pero ningún mensaje en la consola de muñeca. Sax estaba convencido de que ella vivía; Coyote, de que estaba muerta. Qué más daba; si es que vivía, se ocultaba o lo estaba forzando a una insensata búsqueda. Le enfurecía considerar el asunto desde esa perspectiva. Dejaría de buscarla.

Sin embargo, no podía detenerse. Si permanecía en un lugar más de una semana, empezaba a sentir una desazón nueva para él. Era como una enfermedad: la tensión se le acumulaba en los músculos, sobre todo en el estómago, le subía la temperatura, era incapaz de ordenar sus pensamientos y ansiaba volar. Y por eso volaba, de aldea a ciudad, de estación a caravasar. Algunos días se dejaba llevar por el viento. Siempre había sido un nómada, no había razón para dejar de serlo. ¿Por qué un cambio en la forma de gobierno había de influir en su manera de vivir? Los vientos de Marte eran increíbles: fuertes, volubles, estridentes, incesantes.

A veces lo arrastraban sobre el mar boreal y volaba todo el día sin ver otra cosa que hielo y agua, como si Marte fuese un planeta oceánico. Aquello era Vastitas Borealis, la Inmensidad Norteña, ahora de hielo, aquí liso, allá quebrado, a veces blanco, otras descolorido, o con el rojo del polvo o el negro de las algas de la nieve, y también con el color jade de las algas del hielo o el azul frío del hielo puro. En algunos lugares grandes tormentas de polvo habían dejado caer su carga, y después el viento había formado con los detritos pequeños campos de dunas semejantes a las de la antigua Vastitas. En otros, el hielo arrastrado por las corrientes había embestido los arrecifes de los bordes de los cráteres y había creado crestas circulares de presión. O bien el hielo de corrientes opuestas había chocado y se había unido en crestas rectas que recordaban el lomo de un dragón.

Las aguas eran negras o de los diferentes colores púrpura del cielo, y abundantes (bolsas, pasadizos, fisuras...), tal vez un tercio de la superficie total del mar. Aún más comunes eran los lagos de deshielo sobre la superficie del hielo, de aguas blancas y del color del cielo, que unas veces relumbraban con tonos violeta y otras mostraban colores diferenciados; sí, otra versión del verde y el blanco, el mundo superpuesto, dos en uno. Como siempre, la alternancia de los colores lo turbaba y fascinaba por igual. El secreto del mundo.

Los rojos habían volado un buen número de las grandes plataformas de perforación de Vastitas: ruinas ennegrecidas sobre el hielo blanco. Los verdes se habían hecho cargo de la defensa de otras, y las utilizaban ahora para derretir el hielo: al este de estas plataformas se extendían grandes bolsas líquidas, y las aguas humeaban como si las nubes brotaran de un cielo submarino.

En las nubes, en el viento. La orilla meridional del mar boreal era una sucesión de golfos y promontorios, bahías y penínsulas, fiordos y cabos, farallones y archipiélagos bajos. Nirgal la siguió durante días, aterrizando al caer la tarde en los nuevos y diminutos asentamientos costeros. Vio cráteres-isla con interiores más bajos que el hielo y el agua que los circundaban; lugares donde el hielo parecía en recesión, bordeado por unas playas negras surcadas por líneas paralelas que atravesaban los desiguales montones de hielo y roca. ¿Quedarían aquellas playas de nuevo bajo las aguas o por el contrario se ensancharían? Nadie en aquellas ciudades ribereñas lo sabía, nadie sabía dónde se estabilizaría la línea de costa. Los asentamientos se habían construido de manera que pudieran trasladarse con prontitud y unos pólders protegidos por diques revelaban que se estaba investigando el grado de fertilidad de las tierras que habían quedado al descubierto. Bordeando el hielo blanco, bancales verdes.

Pasó sobre una península baja al norte de Utopía que se extendía desde el Gran Acantilado hasta la isla polar boreal, la única interrupción en el océano que abrazaba el mundo. El Estrecho de Boone, un gran asentamiento situado en esas tierras bajas, estaba a medias cubierto por una tienda, a medias al aire libre, y sus habitantes se ocupaban en abrir un canal a través de la península.

Soplaba viento del norte y Nirgal lo siguió. El cierzo murmuraba, resoplaba, se lamentaba, algunos días aullaba. En el mar, a ambos lados de la península, había plataformas de icebergs tabulares. Unas altas montañas de hielo de color jade atravesaban esas láminas blancas. Nadie vivía allí, pero Nirgal ya había dejado de buscar; se había rendido, desesperado, y flotaba en el viento como una semilla de diente de león: ora sobre el blanco mar de hielo quebrado, ora sobre las aguas purpúreas surcadas por olas que brillaban al sol. De pronto la península se ensanchó y se convirtió en la isla polar, una superficie blanca y desigual en medio del mar helado. No quedaba ni rastro de las primitivas espirales de los valles de deshielo. Ese mundo había desaparecido.

Sobre el otro lado del mundo y el mar del Norte, sobre la isla Oreas, en el flanco oriental de Elysium, de nuevo sobre Cimmeria. Flotaba como una semilla. Algunos días el mundo se volvía blanco y negro: icebergs en el mar que miraban al sol, cisnes de la tundra contra el fondo negro de los acantilados, negros araos volando sobre el hielo, gansos de las nieves. Y nada más.

Vagando incesantemente. Sobrevoló la zona norte del mundo dos o tres veces, observando aquellos parajes, el hielo, los cambios que se estaban produciendo en todas partes, los pequeños asentamientos acurrucados bajo sus tiendas o desafiando los gélidos vientos. Pero nada de lo que viera en el mundo haría desaparecer la pena.

Cierto día llegó a una nueva ciudad portuaria situada a la entrada del estrecho fiordo de Mawrth Vallis y descubrió que Rachel y Tiu, sus compañeros de guardería de Zigoto, vivían allí. Los abrazó y durante la cena y después no dejó de mirar aquellos rostros tan familiares con intenso placer. Hiroko había muerto pero le quedaban sus hermanos y hermanas, prueba de que su infancia había sido real, y era algo. Y a pesar de los años transcurridos conservaban el aspecto de la infancia, no habían sufrido grandes cambios. Rachel y Nirgal habían sido amigos; de niños ella estaba colada por él y se habían besado muchas veces en los baños; recordó con un estremecimiento la ocasión en que ella le había besado una oreja mientras Jackie le besaba la otra. Y, aunque casi lo había olvidado, había perdido la virginidad con ella, una tarde en los baños, poco antes de que Jackie lo llevara a las dunas del lago. Sí, una tarde, casi por accidente, cuando el besuqueo de pronto se había tornado ansioso y exploratorio, como si sus cuerpos se movieran con independencia de la voluntad.

Rachel lo miraba con cariño: una mujer de su misma edad, con el rostro surcado por las líneas de su sonrisa, alegre e intrépida. Seguramente ella recordaba con la misma vaguedad aquel primer encuentro; era difícil precisar cuánto de la extraña infancia que habían compartido recordaban sus hermanos. Siempre se había mostrado amistosa con él, como ahora. Nirgal le habló de sus vuelos alrededor del mundo, llevado por los vientos, de los lentos descensos, luchando contra la fuerza ascensional del dirigible, a los pequeños poblados para preguntar por Hiroko.

Rachel meneó la cabeza y sonrió con ironía.

—Si está en algún sitio, allí estará. Pero puedes pasarte una eternidad buscándola.

Nirgal exhaló un suspiro atribulado y ella se echó a reír y le revolvió los cabellos.

—No la busques.

Esa tarde fue a pasear por la playa, ligeramente por encima de la devastada orilla sembrada de icebergs. Sentía la necesidad física de pasear, de correr. Volar era demasiado fácil, era disociarse del mundo: las cosas se veían lejanas y pequeñas, de nuevo miraba por el extremo indebido del telescopio. Necesitaba caminar.

Pero siguió volando, aunque empezó a mirar hacia abajo con más atención. Brezo, páramos, praderas que bordeaban los cursos de agua. Un riachuelo que caía en el mar después de un breve salto, otro que cruzaba una playa. En algunos sitios habían plantado bosques para tratar de frenar las tormentas de polvo que aún padecían, pero los árboles de los bosques eran jóvenes todavía. Hiroko sabría resolverlo. No la busques. Mira la tierra.

Regresó a Sabishii. Aún quedaba mucho trabajo pendiente allí: hacer desaparecer los edificios calcinados y levantar otros nuevos. Algunas cooperativas aceptaban nuevos miembros. Una de ellas intervenía en la reconstrucción pero también fabricaba dirigibles y otras aeronaves, incluso unos trajes de pájaro experimentales. Se unió a esta cooperativa.

Dejó el dirigible con ellos y empezó a correr largas distancias en los páramos que se extendían al este de Sabishii. Había recorrido aquellas tierras altas durante sus años de estudiante y muchos de los senderos en las crestas aún le eran familiares; más allá, territorio desconocido. Tierras altas con la vida propia del páramo. Aquí y allá en aquel terreno irregular, las piedras kami se erguían como centinelas.

Una tarde que corría por una cresta desconocida, miró abajo y descubrió una cuenca poco profunda que por el oeste se abría a una zona más baja. Parecía un circo glaciar, aunque era más probable que se tratara de un cráter erosionado con una brecha en el borde que lo convertía en una cresta en herradura. Tenía alrededor de un kilómetro de anchura, una de las numerosas arrugas del Macizo de Tyrrhena. Desde la cresta circundante se alcanzaban a ver los horizontes lejanos y el suelo irregular de la cuenca.

Le resultaba familiar. Tal vez la había visitado en alguna de las excursiones nocturnas de sus años de estudiante. Bajó despacio hasta alcanzarla, pero le pareció seguir en lo alto del macizo, tal vez por la limpidez e intensidad del índigo del cielo o la amplia vista que ofrecía la abertura en el lado oeste. Las nubes pasaban raudas sobre su cabeza, como grandes icebergs redondeados, y dejaban caer una nieve seca y granulada que el fuerte viento engastaba en las grietas. Sobre la cresta, cerca del punto noroccidental de la herradura, había una roca que parecía una cabaña de piedra apoyada en cuatro puntos, un dolmen erosionado hasta transformarse en un liso diente antiguo bajo el cielo de lapislázuli.

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