Marte Azul (49 page)

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Authors: Kim Stanley Robinson

BOOK: Marte Azul
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—Me parece que estás idealizándolo un poco.

—Pues claro, pero también en Marte fue así. Yo monté la Colina Subterránea, y fue muy divertido. Y un día, durante el viaje al polo norte, instalé una galería de permafrost... —Suspiró.— Lo que daría por esa clase de trabajo...

—Aún sigue habiendo muchas obras en marcha —observó Art.

—Realizadas por los robots.

—Tal vez podrías emprender algo más humano. Construir algo, una casa en el campo, o una urbanización. O una de esas nuevas ciudades costeras, sin robots, para probar diseños, métodos, nuevas técnicas. Un proceso de construcción más lento, y el TMG lo aprobaría.

—Tal vez, pero cuando concluya mí mandato, ¿no?

—No necesariamente. Podrías hacerlo durante los descansos, como esos otros viajes. Todos han sido sucedáneos, no verdadera construcción. Construye cosas reales. Pruébalo, y si te gusta, compagina las dos cosas.

—Conflicto de intereses.

—No si son proyectos públicos. ¿Qué me dices de la propuesta de construir una capital al nivel del mar?

—Humm —murmuró Nadia. Sacó un mapa y lo examinaron. En la línea de longitud cero la costa meridional del mar boreal formaba una pequeña península cuyo centro lo ocupaba un cráter bahía. Estaba a medio camino entre Tharsis y Elysium—. Habrá que echarle un vistazo.

—Sí. Anda, ven a la cama. Hablaremos de ello más tarde. En este momento tengo otra cosa en mente.

Unos meses después regresaban a Sheffield en avión desde Punto Bradbury y Nadia recordó aquella conversación con Art. Le pidió al piloto que aterrizara en una pequeña estación al norte del cráter Sklodovska, en la pendiente del cráter Zm, llamado Zoom. Mientras descendían divisaron, al este, una gran bahía, en ese momento cubierta de hielo. Más allá de la bahía se extendían las ásperas tierras montañosas de Mamers Vallis y las Deuteronilus Mensae. La bahía penetraba en el Gran Acantilado, cuya pendiente en ese punto era bastante suave. Longitud 0, latitud 46 norte. Bastante al norte, pero los vientos septentrionales eran benignos comparados con el sur. Alcanzaban a ver una extensa porción del mar helado, que formaba una larga línea de costa. La península circular que rodeaba Zoom era elevada y poco accidentada. La pequeña estación enclavada en la orilla albergaba unas quinientas personas, que trabajaban en la construcción, manejaban excavadoras, grúas y dragas. Nadia y Art se apearon, despidieron el avión, se inscribieron en una casa de huéspedes y pasaron allí una semana, hablando sobre el nuevo asentamiento con los lugareños, a quienes la propuesta de construir una nueva capital en la bahía les gustaba y desagradaba por igual. Habían pensado que la capital podía llamarse Greenwich, por su longitud 0, pero habían oído decir que los ingleses no lo pronunciaban como Green Witch
[1]
, y no sabían cómo se sentirían oyendo que la llamaban «Grenich». Podríamos bautizarla Londres, dijeron, ya se nos ocurrirá algo. Según les contaron, hacía mucho que llamaban al lugar Bahía Chalmers.

—¿De veras? —exclamó Nadia, y rió—. Qué apropiado.

Aquel paisaje la atraía mucho: el cono regular de Zoom, la curva que describía la gran bahía, la roca roja sobre el hielo blanco, presumiblemente un mar azul algún día. Mientras duró su visita las nubes volaron sobre el paisaje continuamente, cabalgando en el viento del oeste y barriendo el hielo y la tierra con sus sombras. Eran unas veces blancos cúmulos esponjosos semejantes a galeones, y otras, espigas que se desplegaban en lo alto, delimitando la cúpula oscura del cielo sobre sus cabezas y la curva tierra rocosa a sus pies. Podía ser una ciudad pequeña y hermosa, que rodeaba una bahía, como San Francisco o Sydney, tan hermosa como esas dos ciudades, pero más pequeña, a escala humana, arquitectura bogdanovista, construida a mano. Bueno, no exactamente a mano, aunque sí podían diseñarla a escala humana y trabajarla como si fuera una obra de arte. Durante sus paseos con Art por la orilla de la bahía helada, Nadia compartía con él esas ideas mientras contemplaba el desfile de las nubes.

—Claro que funcionará —dijo Art—. Va a ser una ciudad de todas maneras, eso es lo importante. Es una de las mejores bahías en este sector de costa, está destinada a ser un puerto. De manera que no será una de esas capitales en medio de ninguna parte, como Canberra o Brasilia, o Washington. Tendrá una vida propia como puerto de mar.

—Tienes razón. Será magnífico.

Siguieron paseando y Nadia pensó excitada en todas aquellas perspectivas, sintiéndose feliz después de tantos meses. El movimiento en favor de una capital que no fuera Sheffield era vigoroso y contaba con el apoyo de la mayoría de los partidos. Esa bahía ya había sido propuesta por los sabishianos, por tanto se trataría de apoyar una idea ya existente más que tratar de imponer algo nuevo. Ya contaban con el apoyo general. Y dado que era un proyecto público, ella podría participar en la construcción, como parte de la economía del regalo. Tal vez incluso pudiera tener alguna influencia en la planificación. Cuantas más vueltas le daba, más le gustaba.

El paseo los había llevado muy lejos por la orilla de la bahía; se volvieron y echaron a andar hacía el pequeño asentamiento. Las nubes pasaban velozmente arrastradas por el viento. La curva de tierra roja recibía al mar. Bajo las nubes, una desordenada formación en V de gansos que graznaban emplumó el viento en dirección al norte.

Ese mismo día, en el avión que los llevaba de vuelta a Sheffield, Art le tomó la mano y le inspeccionó el nuevo dedo.

—Caramba, levantar una familia también sería una forma de construcción.

—¿Qué...?

—Y ahora todo lo referente a la reproducción está bastante claro.

—¿Qué...?

—Quiero decir que mientras estés vivo puedes tener hijos, de un modo u otro.

—¿Qué...?

—Eso es lo que dicen. Si quieres, puedes.

—No.

—Eso es lo que dicen.

—No.

—Es una buena idea.

—No.

—La construcción está muy bien, no lo niego, uno puede pasarse la vida haciendo trabajos de fontanería, clavando clavos, conduciendo una excavadora... es trabajo interesante, supongo, pero no basta. Nos queda mucho tiempo por llenar. El único trabajo de veras interesante y de larga trayectoria sería criar a un hijo, ¿no crees?

—¡No, no lo creo!

—¿Pero es que has tenido algún hijo?

—No.

—Pues ahí lo tienes.

—Ay, Dios.

Su dedo fantasma le hormigueaba. Pero ahora se había encarnado.

Octava Parte
El verde y el blanco

Cadres llegó a Xiazha, en Guangzhou, y dijo: Por el bien de China es necesario recrear este pueblo en la Meseta de la Luna, en Marte. Irá el pueblo entero, de manera que tendrán a sus familias, amigos y vecinos con ustedes; serán diez mil. Dentro de diez años, si deciden regresar podrán hacerlo, y se enviará a la nueva Xiazha a quienes los sustituyan. Creemos que les gustará aquello. Está unos cuantos kilómetros al norte de la ciudad portuaria de Nilokeras, cerca del delta del río Maumee. La tierra es fértil y ya hay poblaciones chinas en la región, y barrios chinos en todas las ciudades importantes. Hay muchas hectáreas de tierra vacía. El traslado puede empezar dentro de un mes: tren a Hong Kong, ferry a Manila, y luego en el ascensor espacial a la órbita. Seis meses atravesando el espacio entre la Tierra y Marte, y después se bajará por el ascensor marciano a Pavonis Mons. Finalmente un convoy de trenes los llevará a la Meseta de la Luna. ¿Qué contestan? Si hay un consentimiento unánime, empezaremos con buen pie.

Más tarde, un empleado del pueblo se comunicó con la oficina de Praxis en Hong Kong y narró al operador lo que había sucedido. Praxis Hong Kong envió la información al grupo de estudios demográficos de la metanac en Costa Rica. Allí, una planificadora llamada Amy la añadió a una larga lista de informes similares y pasó toda la mañana meditando. Esa tarde llamó a William Fort, que estaba practicando surf en un nuevo arrecife en El Salvador, y le describió la situación.

—El mundo azul está lleno —comentó él—, y el mundo rojo, vacío. Vamos a tener problemas. Debemos reunirnos y deliberar.

El grupo de demógrafos y parte del equipo de estudios políticos de Praxis, incluyendo a varios de los Dieciocho Inmortales, se reunieron en el campamento de surf de Fort. Los demógrafos describieron la situación.

—Todo el mundo recibe el tratamiento de longevidad actualmente —dijo Amy—. Hemos entrado de lleno en la era hipermaltusiana.

Se trataba de una situación demográfica explosiva. Naturalmente, la emigración a Marte era considerada por casi todos los planificadores de los gobiernos terranos como una solución al problema. Incluso con el nuevo océano, Marte tenía tanta superficie emergida como la Tierra y una población infinitamente menor. Las naciones populosas ya estaban enviando tanta gente como podían. A menudo los emigrantes eran miembros de minorías étnicas o religiosas insatisfechos por su falta de autonomía en sus países natales, y por tanto partían de buena gana. En India, las cabinas del ascensor del cable que tocaba tierra en el atolón Suvadiva, al sur de las Maldivas, estaban siempre atestadas de emigrantes, día tras día, un flujo continuo de sikhs, cachemires, musulmanes e hindúes, que subían al espacio para trasladarse a Marte. Había zulúes de Sudáfrica, palestinos de Israel, kurdos de Turquía, indígenas norteamericanos.

—En ese sentido —dijo Amy—, Marte se está convirtiendo en la nueva América.

—Y al igual que en la vieja América —añadió una tal Elisabeth—, hay una población nativa que pagará las consecuencias. Piensen en los números por un momento. Si cada día las cabinas de los diez ascensores espaciales van a plena capacidad, es decir, unas cien personas por cabina, eso supone un total de veinticuatro mil personas diarias en los transbordadores. Ocho millones setecientas sesenta mil personas al año.

—Pongamos diez millones al año —dijo Amy—. Es una cifra alta, pero a ese ritmo se tardará un siglo en transferir a Marte sólo uno de los dieciséis mil millones de habitantes de la Tierra. Lo que no mejorará mucho las cosas aquí. ¡No es racional! Es imposible una reubicación a gran escala, nunca podremos trasladar a Marte una fracción significativa de la población terrana. Así que lo mejor sería concentrarse en resolver los problemas en casa. La presencia de Marte sólo puede ser útil como una suerte de válvula de escape psicológica. En resumidas cuentas, estamos solos.

—No tiene por qué ser racional —dijo William Fort.

—Precisamente —dijo Elizabeth—. Muchos gobiernos terranos lo siguen intentando. China, India, Indonesia, Brasil... y si mantienen el flujo en el máximo de la capacidad del sistema, en sólo dos años la población de Marte se doblará. De manera que aquí no habrá cambiado nada, pero Marte estará inundado.

Uno de los Inmortales hizo notar que una oleada migratoria semejante había contribuido al estallido de la primera revolución marciana.

—¿Que hay del tratado Tierra-Marte? —preguntó alguien—. Tengo entendido que prohibe de manera expresa una afluencia abrumadora.

—Así es —dijo Elizabeth—. Establece que no puede añadirse más del diez por ciento de la población marciana por cada año terrano. Pero también se especifica que Marte debe acoger más inmigrantes si puede hacerlo.

—Además —dijo Amy—, ¿desde cuándo los tratados han impedido a los gobiernos hacer lo que les viene en gana?

—Tendremos que enviarlos a otro lugar —dijo Fort. Los otros lo miraron.

—¿Adonde? —preguntó Amy. Fort hizo un ademán vago.

—Será mejor que se nos ocurra algún sitio —dijo Elizabeth con expresión sombría—. Los chinos e indios han sido siempre buenos aliados de los marcianos, pero ahora incluso ellos están haciendo caso omiso del tratado. Me enviaron la grabación de una reunión de estrategas políticos en India a propósito de este tema, y hablan de seguir con su programa, al máximo de su capacidad, durante un par de siglos, y ver hasta dónde pueden llegar.

La cabina del ascensor descendió y Marte fue creciendo bajo sus pies. Finalmente deceleraron a poca altura sobre Sheffield, y de pronto todo volvió a ser normal: la gravedad marciana sin las fuerzas de Coriolis torciendo la realidad. Entraron en el Enchufe: de nuevo en casa.

Amigos, periodistas, delegaciones, Mangalavid. En Sheffield la gente andaba ocupada en sus asuntos. De cuando en cuando alguien reconocía a Nirgal y agitaba alegremente una mano. Algunos incluso se detenían para estrecharle la mano o darle un abrazo, preguntando por el viaje o su salud.

—¡Nos alegra que estés de vuelta!

Sin embargo, en los ojos de muchos... La enfermedad era tan rara. Hubo muchos que apartaron la mirada. Pensamiento mágico, Nirgal comprendió de pronto que para la gran mayoría el tratamiento de longevidad equivalía a la inmortalidad. No querían cambiar de opinión, y por eso apartaban la mirada.

Pero Nirgal había visto morir a Simón a pesar de que le habían llenado los huesos con su joven médula. Había sentido su propio cuerpo desmoronándose, el dolor en los pulmones, en cada célula. Sabía que la muerte era real. No habían conseguido la inmortalidad, ni la conseguirían nunca. Senectud postergada, la llamaba Sax. Senectud postergada, sólo era eso, y Nirgal lo sabía. Y la gente advertía ese conocimiento en él y retrocedía. Era impuro y apartaban la mirada. Lo enfurecía.

Tomó el tren a Cairo y contempló el vasto desierto inclinado de Tharsis Este, seco y férrico, la tierra de Ur de Marte rojo, su tierra. Sus ojos lo reconocían. Su cerebro y su cuerpo resplandecían con ese reconocimiento. El hogar.

Pero de nuevo, los rostros en el tren que lo miraban y luego lo rehuían. Era el hombre que no había sido capaz de adaptarse a la Tierra, el mundo natal casi lo había matado. Era una flor alpina incapaz de resistir el mundo real, un espécimen exótico para el que la Tierra era como Venus. Eso decían sus miradas esquivas. Condenado a un exilio eterno.

Aquélla era la condición marciana. Uno de cada quinientos nativos marcianos que visitaba la Tierra moría; era una de las cosas más peligrosas para un marciano, más que el vuelo en los acantilados, que visitar el sistema solar exterior, que el parto. Una suerte de ruleta rusa, con muchas recámaras vacías en el tambor, sí, pero con una cargada.

Y él la había eludido, por muy poco, pero la había eludido, ¡y estaba vivo y en casa! Esas caras en el tren, ¿qué sabían ellos? Pensaban que la Tierra lo había derrotado; pero claro, también pensaban que era Nirgal el Héroe, nunca antes derrotado; lo veían sólo como una leyenda, como una idea. Nada sabían de Jackie o Simón, ni de Dao o Hiroko. No sabían nada de él. Tenía veintiséis años marcianos, era un hombre de mediana edad que había sufrido todo lo que cualquier hombre de su edad podía sufrir: la muerte de los padres, la muerte del amor, había traicionado y lo habían traicionado. Esas cosas le ocurrían a todo el mundo, pero ése no era el Nirgal que la gente quería.

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