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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (35 page)

BOOK: Marte Azul
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Los olivos agitaban sus ramas, gris-verde, verde-gris. Adiós, adiós. Esta vez no le ayudaban, no le proporcionaban una conexión eufórica con el tiempo perdido; ese momento era también pasado.

Inmerso en la danza de verde y gris, regresó a Arles. El recepcionista del hotel le estaba comentando a alguien que por lo visto el mistral ya no dejaría de soplar.

—Sí, lo hará —dijo Michel al pasar junto a ellos.

Subió a su habitación y llamó a Maya. Por favor, dijo. Por favor, ven pronto. Le enfurecía tener que implorar. Pronto, contestaba ella siempre. Unos pocos días más y llegarían a un acuerdo, un acuerdo serio por escrito entre la UN y un gobierno marciano independiente. Un acontecimiento histórico. Después de eso arreglaría las cosas para ir.

A Michel le traían sin cuidado los acontecimientos históricos. Paseaba por Arles, esperándola. Volvía a su habitación a esperarla. Salía de nuevo.

Arles había sido un puerto tan importante para los romanos como la propia Marsella. De hecho, César había arrasado Marsella por apoyar a Pompeyo y había concedido a Arles su favor como capital de la provincia. Las tres estratégicas calzadas romanas que confluían en la ciudad habían sido utilizadas durante siglos después del fin del imperio, y durante todo ese tiempo había sido una ciudad bulliciosa, próspera, importante. Pero el limo del Ródano había convertido las lagunas de la Camarga en un pantano pestilente, y las calzadas ya no se utilizaban. La ciudad menguó, y con el tiempo las refinerías de petróleo, las centrales nucleares y las industrias químicas fueron a añadirse a las marismas barridas por el viento de la Camarga y sus célebres manadas de blancos caballos salvajes.

Ahora, con la inundación, la región había recuperado las lagunas con su prístina transparencia. Arles volvía a ser un puerto de mar. Michel seguía esperando a Maya en ese lugar precisamente porque nunca había vivido allí. No le recordaba otra cosa que el presente. Y en aquella nueva tierra extranjera pasaba los días observando a la gente del momento viviendo sus vidas.

Un tal Francis Duval lo llamó al hotel. Sylvie se había puesto en contacto con él. Era su sobrino, el hijo de su hermano muerto, que residía en la Rué du 4 Septembre, al norte del anfiteatro romano, a unas pocas manzanas del Ródano crecido y del hotel de Michel. Lo invitaba a reunirse con él.

Tras un momento de vacilación, Michel aceptó. En el tiempo que tardó en cruzar la ciudad, deteniéndose brevemente para echar un vistazo al anfiteatro romano, al parecer su sobrino se las arregló para reunir a todo el vecindario: una celebración espontánea; los corchos de las botellas de champán saltaron como petardos mientras Michel era arrastrado al interior de la vivienda y abrazado por todos los presentes, con tres besos en las mejillas, al estilo provenzal. Tardó un rato en llegar hasta Francis, que le dio un caluroso y prolongado abrazo, hablando sin cesar mientras las cámaras de fibra óptica los enfocaban.

—¡Eres igual que mi padre! —exclamó Francis.

—¡Tú también! —dijo Michel, tratando de recordar si era cierto o no, tratando de recordar el rostro de su hermano. Francis era ya mayor y Michel nunca había visto a su hermano con aquella edad. Era difícil decirlo.

Pero todas las caras le resultaban familiares y el idioma, comprensible; las palabras, el olor y el sabor del queso y el vino encendían imágenes en su mente. Francis resultó ser un
connoisseur
, y descorchó alegremente varias botellas polvorientas de Cháteau-neuf du Pape, luego un sauternes centenario de Cháteau d'Yquem y su especialidad, grandes tintos de Burdeos, un Pauillac, dos Cháteaux Latour, dos Lafitte y un Chateau Mouton-Rothschild de 2064 etiquetado por Pougnadoresse. Aquellas maravillas con los años se habían metamorfoseado en algo más que un simple vino, y sus sabores estaban cargados de matices y armonía. Fluían por su garganta como su propia juventud.

Podría haber sido una fiesta para un político local; y aunque Michel llegó a la conclusión de que Francis no se parecía en nada a su hermano, sonaba exactamente como él. Michel creía haber olvidado aquella voz, pero la conservaba perfectamente en la memoria. La manera en que Francis arrastraba
«normalement»
, que ahora aludía a cómo eran las cosas antes de la inundación, mientras que el hermano de Michel la había usado para referirse a un hipotético estado de funcionamiento sin contratiempos que nunca se daba en la Provenza real, pero pronunciada con la misma cadencia:
nor-male-ment...

Todo el mundo quería hablar con Michel, o al menos escucharlo, así que, vaso en mano, echó un rápido discurso al estilo de un político de pueblo en el que alabó la belleza de las mujeres y se las arregló para manifestar el placer que sentía en semejante compañía sin ponerse sentimental o revelar su desorientación: una actuación diestra y competente, justo lo que la sofisticación de Provenza, con su retórica chispeante y llena de humor, como las corridas de toros locales, requería.

—¿Y qué tal en Marte? ¿Cómo es? ¿Cuáles son sus planes? ¿Todavía quedan jacobinos?

—Marte es Marte —dijo Michel, esquivando el tema—. El suelo es del color de las tejas de Arles, ya saben.

La fiesta se prolongó toda la tarde. Un sinfín de mujeres le besaron las mejillas, y él se sentía ebrio de aquellos perfumes, de aquellas pieles y cabellos, de las sonrisas y los ojos oscuros y líquidos que lo miraban con amistosa curiosidad. Con las nativas marcianas uno siempre tenía que mirar hacia arriba, y acababa inspeccionando barbillas, cuellos y fosas nasales. Era un placer mirar hacia abajo y ver unos cabellos negros y relucientes hendidos por una raya.

Al anochecer, la gente empezó a dispersarse. Francis lo acompañó al anfiteatro romano y juntos subieron los escalones combados de una de las torres medievales que lo fortificaban. A través de los ventanucos del pequeño recinto de piedra que la coronaba contemplaron los tejados, las calles sin árboles y el Ródano. Por las ventanas que miraban al sur se divisaba una porción de la lámina de agua moteada de la Camarga.

—De vuelta al Mediterráneo —dijo Francis muy satisfecho—. La inundación habrá sido un desastre para muchos lugares, pero para Arles ha sido una bendición. Los cultivadores del arroz han venido a la ciudad dispuestos a pescar o a lo que caiga. Y los barcos que sobrevivieron fondean aquí con fruta de Córcega y Mallorca, y comercian con Barcelona y Sicilia. Nos hemos hecho cargo de buena parte de los negocios de Marsella, aunque se están recuperando bastante deprisa, todo sea dicho.

¡Pero esto vuelve a estar vivo! Antes, Aix tenía la universidad, Marsella, el mar, y nosotros, sólo estas ruinas y los turistas que venían a visitarlas en un día. Y el turismo es un negocio feo. No es una ocupación decente para seres humanos hospedar a parásitos. ¡Pero ahora vivimos de nuevo! —Estaba un poco achispado.— Tengo que llevarte un día en barca a la laguna.

—Me gustaría mucho.

Esa noche Michel llamó a Maya otra vez.

—Tienes que venir. He encontrado a mi sobrino, a mi familia. Maya no pareció impresionada.

—Nirgal ha ido a Inglaterra para buscar a Hiroko —dijo con brusquedad—. Alguien le dijo que andaba por allí y él salió corriendo.

—¿Qué has dicho? —exclamó Michel, aturdido por la súbita intrusión de la idea de Hiroko.

—Vamos, Michel, sabes que no puede ser cierto. Alguien le dijo eso a Nirgal, eso es todo. No puede ser cierto, pero él salió corriendo para allá.

—¡Como yo habría hecho!

—Por favor, Michel, no seas estúpido. Con un tonto basta. Si Hiroko está de veras viva, estará en Marte. Alguien le dijo eso a Nirgal simplemente para alejarlo de las negociaciones. Sólo espero que no tuviese peores intenciones. Nirgal estaba causando una gran impresión en la gente. Y no tenía cuidado con lo que decía. Tienes que llamarlo y decirle que vuelva. Tal vez a ti te escuche.

—Yo no lo haría si fuese él.

Gene, Rya, todo el grupo, su familia. Su verdadera familia. Se estremeció, y cuando intentó hablarle a la impaciente Maya de su familia de Arles, las palabras se le atrancaron en la garganta. Su verdadera familia había desaparecido cuatro años antes, ésa era la verdad. Al fin, desesperado, sólo pudo decir:

—Por favor, Maya. Por favor, ven.

—Pronto. Le he dicho a Sax que iré para allá en cuanto terminemos con esto. Eso significa que él tendrá que ocuparse de todo lo demás, y apenas puede hablar. Es ridículo. —Estaba exagerando, ya que disponían de todo un equipo diplomático y además Sax, a su manera, era muy competente.— Pero, sí, sí, iré. Así que deja ya de darme la lata.

Maya fue la semana siguiente.

Michel la esperaba con el coche en la nueva estación ferroviaria, nervioso. Había vivido con Maya, en Odessa y Burroughs, durante casi treinta años; pero mientras la llevaba a Aviñón, tuvo la sensación de que la persona sentada junto a él era una extraña, una beldad envejecida de mirada velada y con una expresión difícil de leer que le contaba en un inglés seco y rápido lo ocurrido en Berna. Habían firmado un tratado con la UN en el que ésta reconocía la independencia marciana. A cambio ellos aceptarían una inmigración anual moderada, nunca superior al diez por ciento de la población marciana, proveerían algunos recursos minerales y se comprometían a tener contactos diplomáticos para resolver ciertas cuestiones.

—Está muy bien, de veras. —Michel trataba de concentrarse en las noticias, pero le costaba. De cuando en cuando, mientras hablaba, Maya echaba una breve mirada a los edificios que dejaban atrás velozmente, pero bajo la polvorienta luz del sol no parecían impresionarla.

Con la sensación de que todo se acaba, Michel aparcó todo lo cerca que pudo del palacio del papa en Aviñón y la llevó a caminar junto al río; dejaron atrás el puente, que no alcanzaba la otra orilla, y luego tomaron el ancho paseo que partía del palacio hacia el sur, en el que los cafés se acurrucaban a la sombra de unos viejos plátanos. Almorzaron allí y Michel saboreó voluptuosamente el aceite de oliva y el casis mientras observaba a su compañera instalada en la silla metálica como un gato.

—Esto está muy bien —dijo ella, y él sonrió. Sí, tranquilo, relajado, civilizado, la comida y la bebida, excelentes. Pero mientras para él el sabor del casis liberaba todo un caudal de recuerdos, emociones de anteriores reencarnaciones que se mezclaban con las de aquel momento y lo intensificaban todo, los colores, las texturas, el tacto de las sillas metálicas y del viento, para Maya el casis sólo era una bebida ácida de grosellas negras.

Mirándola se le ocurrió que el destino lo había llevado hasta una compañera aún más atractiva que la mujer francesa con la que había convivido en aquella vida temprana. Una mujer en cierto modo superior. También en eso le había ido mejor en Marte. Había asumido una vida superior. Ese sentimiento y la nostalgia luchaban en su corazón, y mientras tanto Maya engullía el
cassoulet
, el vino, los quesos, el casis, el café, ajena a las interferencias de las vidas de Michel, que se agitaban en su interior.

Charlaron de naderías. Maya estaba relajada y de buen humor, contenta por lo conseguido en Berna, sin la apretura de tener que ir a algún sitio. A Michel lo recorría una oleada de calor, como si estuviese bajo los efectos del omegendorfo. Mirándola, poco a poco empezó a sentirse feliz, simplemente feliz. Pasado, futuro, nada era real. Sólo el almuerzo bajo los plátanos en Aviñón. No necesitaba pensar en nada que no fuera aquello.

—Es tan civilizado —dijo Maya—. Hacía años que no sentía tanta paz. Comprendo por qué te gusta. —Y entonces se echó a reír y Michel notó que una sonrisa de idiota le cubría la cara.

—¿No te gustaría volver a ver Moscú? —le preguntó con curiosidad.

—La verdad es que no.

Maya rechazaba la idea pues le parecía una intromisión en el momento. Michel se preguntaba qué significaba para ella el regreso a la Tierra. No era posible que una cosa así dejara indiferente a nadie.

Para algunos el hogar era el hogar, un cúmulo de sentimientos complejos que escapaban a la racionalidad, una suerte de cuadrícula o campo gravitatorio en el que la personalidad adquiría su forma geométrica. Mientras que para otros, un lugar sólo era un lugar, y el ser era independiente, el mismo sin importar dónde estuviera. Los unos vivían en el espacio curvo einsteiniano del hogar, los otros, en el espacio absoluto newtoniano del ser independiente. Él pertenecía a la primera clase, y Maya a la segunda, y era inútil luchar contra ese hecho. Con todo, deseaba que a ella le gustara la Provenza. O al menos que comprendiera por qué la amaba él.

Por eso, cuando terminaron de comer la llevó al sur, cruzando St-Rémy, a Les Baux.

Maya durmió durante el viaje, pero a él no le molestó; entre Aviñón y Les Baux el paisaje se reducía a feos edificios industriales diseminados por la polvorienta planicie. Despertó justo en el momento oportuno, cuando él avanzaba con dificultad por la carretera estrecha y sinuosa que trepaba por un reborde de los Alpilles y llevaba hasta la antigua villa en lo alto de la colina. Aparcó en el espacio destinado a los coches y subieron a pie hasta el pueblo. Era evidente que lo habían dispuesto así pensando en los turistas, pero la calle curva de la pequeña localidad estaba muy tranquila, como abandonada, y era muy pintoresca. Todo estaba cerrado, el pueblo parecía dormir. En la última revuelta de la carretera se cruzaba un terreno despejado semejante a una plaza irregular e inclinada, y más allá asomaban las protuberancias de caliza de la colina, en las que antiguos ermitaños habían excavado cuevas para resguardarse de los sarracenos y demás peligros del mundo medieval. En el sur, el Mediterráneo centelleaba como una lámina de oro. La roca era amarillenta, y cuando un tenue velo de nubes broncíneas apareció en el cielo occidental, la luz adquirió un matiz ambarino metálico, como si estuviesen inmersos en un gel añejo.

Gatearon de una cámara a otra, maravillados de su pequeñez.

—Es como la madriguera de un perrillo de las praderas —comentó Maya asomándose a una pequeña cueva escuadrada—. Como en la Colina Subterránea.

Regresaron a la plaza inclinada, sembrada de pedruscos de caliza, y se detuvieron a contemplar el resplandor mediterráneo. Michel señaló el fulgor más claro de la Camarga.

—Antes sólo se veía una pequeña porción de agua. —La luz viró a un tono oscuro de albaricoque y tuvieron la sensación de que la colina era una fortaleza sobre el ancho mundo, sobre el tiempo. Maya le pasó un brazo por la cintura y lo estrechó, temblando.— Es precioso. Pero yo no podría vivir aquí, está demasiado expuesto.

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