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Authors: Kim Stanley Robinson

Marte Azul (30 page)

BOOK: Marte Azul
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—Sí —dijo Nirgal, con el pulso acelerado—. Es japonesa.

—Humm. —El hombre frunció el entrecejo.— Sólo la vi una vez, pero hubiera jurado que era asiática, de Bangladesh quizá. Están por todas partes desde la inundación. Pero ¿quién puede asegurarlo, eh?

Cuatro de los acompañantes de Nirgal subieron a bordo y el patrón apretó el botón que ponía en marcha el motor, giró la rueda del timón y fijó la vista delante mientras el motor de popa impulsaba el barco vibrante y lo alejaba de la línea de edificios inundados. El cielo estaba encapotado, con nubes bajas; mar y cielo se confundían en una bruma grisácea.

—Iremos al embarcadero —dijo el pequeño capitán. Nirgal asintió.

—¿Cuál es su nombre?

—Mi nombre es Bly. Be, ele, y griega.

—Yo soy Nirgal.

El hombre inclinó la cabeza.

—¿Así que esto era antes el puerto? —preguntó Nirgal.

—Esto era Faversham. Aquí estaban las marismas: Ham, Magden... era casi todo marisma, hasta la isla de Sheppey. El Swale. Más pantanos que agua, si usted me entiende. Ahora te metes aquí en un día ventoso y es como si estuvieras en el mar del Norte. Y Sheppey sólo es aquella colina que se ve allá a lo lejos. Ahora es una isla de verdad.

—¿Y allí es dónde usted vio...? —Nirgal no supo cómo referirse a ella.

—La abuela asiática de usted vino en el ferry de Flessinga a Sheerness, al otro lado de esa isla. Sheerness y Minster tienen al Támesis haciendo las veces de calles, y cuando sube la marea también de tejado. Ahora estamos sobre las marismas de Magden. Rodearemos el promontorio Shell, porque el Swale está demasiado espeso.

El agua de aspecto fangoso se rizaba, surcada por largas y onduladas franjas de espuma amarillenta. En el horizonte el agua se veía grisácea. Bly viró y encontraron mar picada. El barco cabeceaba, arriba y abajo, arriba y abajo. Era la primera vez que Nirgal navegaba. Nubes grises se cernían sobre ellos y sólo había una cuña de aire entre los vientres de las nubes y el agua agitada. El barco avanzaba como podía, sacudido como un corcho. Un mundo líquido.

—Ahora se tarda mucho menos en rodearlo —dijo el capitán Bly desde el timón—. Si el agua estuviese más clara, podría ver Sayes Court justo debajo de nosotros.

—¿Qué profundidad hay? —preguntó Nirgal.

—Depende de la marea. La isla estaba más o menos una pulgada sobre el nivel del mar antes de la inundación, así que la profundidad es todo lo que haya subido el nivel del mar. ¿Cuánto dicen que es ahora, veinticinco pies...? Más de lo que esta vieja muchachita necesita, eso seguro. Tiene muy poco calado.

Hizo girar la rueda del timón a la izquierda y el oleaje embistió el costado del barco, que avanzó espasmódicamente. Bly señaló a barlovento:

—Allí, cinco metros. Harty Marsh. ¿Ve ese bancal de patatas, el agua picada de allí? Eso emergerá cuando la marea esté a medio bajar, parece un gigante ahogado sepultado en el barro.

—¿Cómo está la marea ahora?

—Casi pleamar. Cambiará dentro de una media hora.

—Cuesta creer que la Luna pueda arrastrar el mar de esa forma.

—Caramba, ¿acaso no cree en la gravedad?

—Claro que creo en ella, en este momento me está aplastando. Es sólo que cuesta creer que algo tan lejano ejerza tal atracción.

—Humm —dijo el capitán, taladrando con la mirada el banco de niebla que tenía delante—. Lo que de verdad cuesta creer es que un puñado de icebergs haya podido desplazar el agua necesaria para que los océanos suban lo que han subido.

—Es difícil de creer.

—Es sorprendente. Pero tenemos la prueba flotando ante nuestras narices. Ah, se ha levantado la niebla.

—¿Tienen ahora peor tiempo que antes? El capitán soltó una carcajada.

—No sé qué decirle. Es como comparar cosas absolutas.

La niebla tendía sobre ellos largos velos de humedad, y las aguas agitadas siseaban y humeaban. Había oscurecido. De pronto Nirgal se sintió feliz, a pesar del malestar de su estómago durante la deceleración al pie de cada ola. Viajaba en barco en un mundo de agua y la luz tenía un nivel tolerable al fin. Por primera vez desde que llegara a la Tierra podía dejar de entornar los párpados.

El capitán giró el timón de nuevo y navegaron en la dirección del oleaje, hacia el noroeste, hacia las bocas del Tamesis. A la izquierda, una cresta verdosa emergió de las aguas pardas; unos edificios coronaban su pendiente.

—Eso es Minster, o lo que queda de ella. Era la única zona alta de la isla. Sheerness queda por allá, donde el agua se ve tan agitada.

Bajo el techo opresivo de la niebla Nirgal divisó lo que parecía un arrecife batido por aguas impetuosas, negras bajo la espuma blanca.

—¿Eso es Sheerness?

—Sí.

—¿Y todo el mundo se trasladó a Minster?

—O a otros sitios. La mayoría, sí, pero todavía queda alguna gente muy testaruda en Sheerness.

El capitán calló y se concentró en guiar el barco a través del sumergido paseo marítimo de Minster. En una zona donde emergían los tejados entre las olas se veía un edificio al que habían despojado del techo y de la pared que daba al mar y servía ahora como pequeño puerto: las tres paredes restantes albergaban una porción de mar y los pisos superiores de la parte trasera eran el puerto propiamente dicho. Había tres barcas de pesca amarradas allí, y mientras el barco que llevaba a Nirgal hacía las maniobras de aproximación, algunos hombres se asomaron y saludaron.

—¿Quién es ése? —preguntó uno cuando Bly atracó.

—Uno de los marcianos. Estamos buscando a la dama asiática que estaba trabajando en Sheerness la semana pasada, ¿la has visto?

—Hace tiempo que no la veo. Un par de meses, en verdad. Oí que había cruzado a Southend. En el submarino lo sabrán.

Bly asintió y se volvió hacia Nirgal.

—¿Le apetece ver Minster? —le preguntó. Nirgal frunció el entrecejo.

—Preferiría ver a la gente que tal vez sepa de su paradero.

—Claro. —Bly dio marcha atrás, sacó el barco del atracadero y luego viró. Nirgal observó las ventanas cegadas, el yeso manchado, los estantes en la pared de una oficina, algunas notas sujetas con chinchetas a una viga. Mientras se dirigían hacia el sector inundado de Minster, Bly tomó el micrófono de la radio y apretó unos botones. Mantuvo unas cuantas conversaciones breves que Nirgal apenas pudo seguir, con expresiones pintorescas y respuestas envueltas en una estática explosiva.

—Lo intentaremos en Sheerness, pues. La marea está bien.

Avanzaron directamente hacia las aguas espumosas que se encrespaban sobre la ciudad sumergida y siguieron las calles lentamente. Donde la espuma era más densa las aguas estaban más tranquilas. En el líquido gris asomaban chimeneas y postes de teléfonos, y de cuando en cuando Nirgal vislumbraba los edificios bajo el mar, pero había tanta espuma en la superficie y el fondo era tan oscuro que poco se podía ver: la pendiente de un tejado, la visión fugaz de una calle, la ventana ciega de una casa.

En el otro extremo de la ciudad había un muelle flotante anclado a un pilar de hormigón que asomaba entre la resaca.

—Éste es el antiguo muelle de los ferries. Separaron una sección y la reflotaron, y ahora han achicado el agua de las oficinas inferiores y las han vuelto a ocupar.

—¿Es posible...?

—Ya lo verá.

Bly saltó por la borda al embarcadero y alargó una mano para ayudar a Nirgal a hacer lo mismo; de todas maneras Nirgal cayó pesadamente sobre una rodilla al tocar el suelo.

—Ánimo, Spiderman. Allá vamos.

El pilar de hormigón se elevaba aproximadamente un metro y medio y resultó estar hueco. Habían atornillado una escalerilla metálica en el interior. De un cable revestido de goma y enrollado a uno de los postes de la escalerilla colgaban varias bombillas. El cilindro de hormigón terminaba unos tres metros más abajo, pero la escalera bajaba hasta una gran sala, cálida, húmeda y maloliente, dominada por el ruido de varios generadores que debían de estar allí mismo o en el edificio contiguo. Las paredes, el suelo, los techos y ventanas estaban revestidos de algo semejante a una lámina de plástico transparente. Se encontraban en el interior de una burbuja; fuera, el agua, lóbrega, como el agua sucia en un fregadero.

El rostro de Nirgal sin duda reflejaba su sorpresa, ya que Bly esbozó una sonrisa y dijo:

—Era un edificio sólido. Esto, que podría llamarse lámina de roca, es algo parecido al material de las tiendas que ustedes utilizan en Marte, sólo que se endurece. Ya se han reocupado varios edificios, los que tienen el tamaño y la profundidad apropiadas, desde luego. Colocas un tubo y soplas, como si soplaras vidrio. Así que muchos de los antiguos habitantes de Sheerness están regresando y se hacen a la mar desde el puerto o desde el tejado de sus casas. Los llaman la gente de la marea. Supongo que es mejor que ir a pedir limosna a Inglaterra, ¿no?

—¿En qué trabajan?

—Pescan, como siempre. Y hacen labores de salvamento. ¡Eh, Karna! Aquí está mi marciano, ven a saludarle. En el lugar del que viene es bajito, ¡imagínate! Lo llamo Spiderman.

—Pero si es Nirgal, ¿no? Que me maten si llamo Spiderman a Nirgal cuando viene a visitarme. —Y el hombre, de cabellos negros y piel oscura, oriental en apariencia, aunque no por el acento, estrechó la mano de Nirgal con gentileza.

La intensa iluminación de la sala procedía de unos focos inmensos dirigidos hacia el techo. El suelo reluciente estaba atestado: mesas, bancos, maquinaria en distintos estadios de montaje, motores de embarcaciones, bombas, generadores, bobinas, y cosas que Nirgal no pudo reconocer. Los generadores que se oían estaban al final de un pasillo, aunque no por ello producían menos estrépito. Nirgal se acercó a una pared para inspeccionar el material de la burbuja. Sólo tenía un grosor de unas pocas moléculas, le informaron los amigos de Bly, y sin embargo podía soportar miles de libras de presión. Nirgal imaginó cada libra como un puñetazo, miles de ellos a un tiempo.

—Estas burbujas seguirán aquí cuando se haya desgastado el hormigón.

Nirgal preguntó por Hiroko. Karna se encogió de hombros.

—Nunca me dijeron su nombre. Yo creía que era tamil, del sur de la India. He oído que ha pasado a Southend.

—¿Ella les ayudó con esto?

—Sí. Nos trajo las burbujas de Flessinga, ella y un puñado de gente como ella. Lo que han hecho aquí es extraordinario; antes de que vinieran, nos arrastrábamos en High Halstow.

—¿Por qué vinieron?

—No lo sé. Seguramente formaban un grupo de ayuda a las poblaciones costeras. —El hombre rió.— Aunque nadie lo hubiera dicho. Por lo que parecía iban bordeando la costa y rehabilitando construcciones entre las ruinas por pura diversión. Civilización entre mareas, la llamaban.

—¡Karnasingh! ¡Bly! Un día precioso, ¿eh?

—Sí.

—¿Os apetece un poco de bacalao?

En la gran sala contigua había una cocina y un comedor con muchas mesas y bancos. En ese momento comían allí unas cincuenta personas, y Karna presentó a voz en grito a Nirgal. Unos murmullos indistintos lo recibieron. La gente estaba ocupada con la comida: cuencos de estofado de pescado que se servían de unas grandes marmitas negras con aspecto de llevar siglos de uso ininterrumpido. Nirgal se sentó a comer; el estofado estaba bueno, pero el pan era duro como la mesa. Le rodeaban rostros curtidos, carcomidos, castigados por la sal, rojizos cuando no eran cobrizos; Nirgal no había visto nunca unos semblantes tan expresivos y feos, maltratados y modelados por la dura existencia en el opresivo abrazo de la Tierra. Conversaciones ruidosas, salvas de carcajadas, gritos; el ruido del generador apenas era audible. Después de comer, se acercaron a saludarlo y echarle una ojeada. Varios habían conocido a la mujer asiática y sus amigos y la describieron con entusiasmo. Ni siquiera les había dicho cómo se llamaba. Su inglés era bueno, pausado y claro.

—Yo pensaba que era paquistaní. Sus ojos no parecían demasiado orientales, si usted me entiende. Vaya, que no eran como los de usted, no había ningún pliegue cerca de la nariz.

—Pliegue epicántico, ignorante.

Nirgal sintió que se le aceleraba el corazón. Hacía mucho calor allí, y la atmósfera era húmeda y viciada.

—¿Y los que la acompañaban?

Algunos eran orientales. Asiáticos, excepto dos blancos.

—¿Alguno era alto? —preguntó Nirgal—. ¿Como yo?

Ninguno. Si Hiroko había decidido regresar a la Tierra, era muy probable que los más jóvenes no la hubieran acompañado. Hasta era posible que Hiroko ni siquiera les hubiera comunicado lo que pensaba hacer. ¿Abandonaría Frantz Marte, lo haría Nanedi? Nirgal lo dudaba. Regresar a la Tierra en la hora de necesidad... los más viejos lo harían. Sería muy propio de Hiroko; podía imaginarla navegando por las nuevas costas terrestres, organizando la rehabitación...

—Se fueron a Southend. Iban a seguir toda la costa trabajando. Nirgal miró a Bly, que asintió; ellos también irían.

Pero la escolta de Nirgal quería corroborar los datos primero. Exigían un día para organizarlo todo. Mientras, Bly y sus amigos charlaban sobre proyectos de rescate submarino, y cuando Bly se enteró del retraso, le preguntó a Nirgal si le gustaría participar en una de esas operaciones, a la mañana siguiente, «aunque no es una tarea agradable». Nirgal aceptó y la escolta no se opuso, siempre y cuando algunos los acompañasen. Todos quedaron de acuerdo.

Pasaron la tarde en el ruidoso y húmedo almacén submarino, y Bly y sus amigos lo revolvieron todo en busca de equipo apropiado para Nirgal. Y pasaron la noche en los cortos y estrechos catres del barco de Bly, como mecidos en una cuna grande y tosca.

A la mañana siguiente hicieron los últimos preparativos rodeados de una leve neblina de tonalidades marcianas: los rosados y anaranjados flotaban aquí y allá sobre una vitrea agua muerta de color malva. La marea estaba casi en el punto más bajo y el equipo de rescate, Nirgal y tres guardaespaldas siguieron la embarcación de Bly a bordo de un trío de pequeñas lanchas motoras, maniobrando entre chimeneas, señales de tráfico y postes de electricidad, conferenciando a menudo. Bly había sacado un manoseado libro de mapas, y mencionaba ciertas calles de Sheerness, pues se dirigían a un punto determinado. Muchos almacenes de la zona del puerto al parecer ya habían sido vaciados, pero quedaban algunos, desperdigados por los bloques de pisos situados detrás del paseo marítimo, en los que no habían operado, y uno de ellos era el objetivo de esa mañana.

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