Authors: Kim Stanley Robinson
A los ojos del viajero que las atravesaba apenas diferían del resto de las tierras altas meridionales: un terreno accidentado, erosionado y anfractuoso. Un paisaje rocoso agreste. Las antiguas coladas de lava aparecían en forma de lisas curvas lobuladas de roca oscura que recordaban una sucesión de olas descendentes que se abrían en abanico. Unas franjas en las que alternaban colores claros y oscuros marcaban el terreno, indicando la diferencia de pesos y consistencias: triángulos alargados de color claro que adornaban la cara sudoriental de los cráteres y peñascos, cheurones que miraban al noroeste y manchas oscuras en el interior de los numerosos cráteres sin borde. La siguiente gran tormenta de polvo rediseñaría todos aquellos dibujos.
Sax conducía sobre las olas bajas de roca con gran placer, abajo, abajo, arriba, abajo, abajo, arriba, leyendo los dibujos que trazaban las franjas de arena como en una carta de vientos. No viajaba en un rover- roca, con el espacio reducido y en penumbras, escabulléndose como una sabandija de un escondrijo a otro, sino en una de las caravanas de los areólogos, grandes cajones con ventanas en los cuatro costados del compartimiento del conductor, en el tercer piso. Era en verdad placentero viajar a la luz del sol, tenue y brillante, abajo y arriba, abajo y arriba sobre la llanura cruzada por franjas de arena y unos horizontes extrañamente lejanos para la norma marciana. No tenía que esconderse de nadie, nadie lo perseguía. Era un hombre libre en un planeta libre, y podía recorrer el mundo entero en su coche si lo deseaba, ir adonde quisiera.
Tardó dos días en advertir todas las repercusiones de esto, e incluso entonces no estuvo seguro de comprenderlas. Se traducía en una sensación de levedad, una extraña levedad que a menudo le distendía la boca en una pequeña sonrisa. Nunca hasta entonces había experimentado sensaciones de opresión o miedo después de 2061, pero al parecer habían existido. Sesenta y seis años de miedo, inadvertidos pero siempre ahí, una suerte de tensión de la musculatura, un pequeño pavor oculto en el corazón de todo. «¡Sesenta y seis botellas de miedo en la pared, sesenta y seis botellas de miedo! ¡Baja una, hazla circular, sesenta y cinco botellas de miedo en la pared!» Que se habían acabado. Él era libre, su mundo era libre. Descendía por la planicie inclinada grabada por el viento. Al despuntar el día había empezado a aparecer nieve en las grietas, con un centelleo acuático que el polvo nunca tendría; y después, liquen: estaba bajando a la atmósfera.
¡Y no había nada, en ese momento, que le impidiera seguir viviendo de esa manera, trabajando a su aire cada día en el gran laboratorio del mundo, y los demás disfrutando de la misma libertad!
Qué sensación.
Oh, podían discutir en Pavonis, y ciertamente lo harían. Y no sólo en Pavonis. Eran una pandilla extraordinariamente belicosa. ¿Qué teoría sociológica podía explicarlo? Era difícil saberlo. Y de todas formas, a pesar de todas sus disputas, habían cooperado; tal vez sólo fuese una confluencia temporal de intereses, pero todo era temporal; cuando tantas tradiciones se rompían o desaparecían, surgía la necesidad de la creación, como decía John; y crear no era fácil. Ni tenían tanto talento para crear como para quejarse.
No obstante habían desarrollado ciertas capacidades como grupo, como, por ejemplo... una civilización. El cuerpo de conocimientos científicos acumulados era vasto, y seguía aumentando, ese conocimiento les estaba proporcionando unos poderes que un solo individuo apenas podía comprender, ni siquiera en líneas generales. Pero eran poderes, los comprendiesen o no. Poderes divinos, como los llamaba Michel, aunque no era necesario exagerar o confundir el tema; eran poderes reales en el mundo material, reales pero constreñidos por la realidad. Que a pesar de todo acaso les permitirían, y a Sax le parecía que así sería si los aplicaban de manera correcta, crear al fin una civilización humana decente. Después de tantos siglos de intentos fallidos. ¿Y por qué no? ¿Por qué no aspirar a llevar la empresa al más alto nivel posible? Podían proveer equitativamente para todos, podían curar la enfermedad, retrasar la senectud y vivir mil años, comprender el universo, desde la distancia de Planck hasta la distancia cósmica, desde el Big Bang hasta el
eskaton
... todo eso era posible, técnicamente posible. Y en cuanto a quienes creían que la humanidad necesitaba del acicate del sufrimiento para hacerse grande, bien, podían salir y encontrarse de nuevo con las tragedias que en opinión de Sax nunca desaparecerían, cosas como el amor perdido, la traición de los amigos, la muerte, malos resultados en el laboratorio. Y mientras tanto los demás podrían continuar con la tarea de crear una civilización decente. ¡Podían hacerlo! Era en verdad sorprendente. Habían alcanzado un punto en la historia en que podía decirse que eso era posible. A Sax hasta le parecía sospechoso; en física uno aprendía a desconfiar de inmediato cuando una situación parecía extraordinaria o única. Las probabilidades estaban en contra, sugerían que era un producto de la perspectiva, había que asumir que las cosas eran más o menos constantes y que uno vivía en unos tiempos que se ajustaban a una media... el llamado principio de mediocridad. Nunca le había parecido un principio particularmente atractivo; acaso significara solamente que la justicia siempre se podía alcanzar. En cualquier caso, ahí estaba, en un momento extraordinario que más allá de las cuatro ventanas se extendía bruñido por el leve tacto del sol natural. Marte y sus humanos, libres y poderosos.
Era demasiado para asimilarlo. Escapaba de su mente, y luego lo recuperaba, y sorprendido y alegre, reía. El sabor de la sopa de tomate y el pan, la penumbra purpúrea del cielo crepuscular, el espectáculo del brillo tenue de los instrumentos del salpicadero reflejado en las ventanas oscuras, todo le hacía reír. Podía ir adonde quisiera. Ya nadie dictaba las normas. Se lo dijo en voz alta a la pantalla a oscuras de la IA:
—¡Nadie dicta las normas! —Era una sensación vertiginosa, casi aterradora. Ka, como dirían los yonsei. Se suponía que Ka era el nombre que el pequeño pueblo rojo daba a Marte; procedía del japonés
ka
, que significaba «fuego». La misma palabra existía en otras lenguas, incluido el protoindoeuropeo, al menos eso decían los lingüistas.
Se metió con cautela en el gran lecho que había al fondo del compartimiento, rodeado por el murmullo de los sistemas eléctricos y de calefacción del rover, y yació murmurando él también bajo la gruesa colcha que le calentaba el cuerpo tan deprisa, y reposó la cabeza en la almohada y contempló las estrellas.
A la mañana siguiente un sistema de altas presiones llegó desde el noroeste, y la temperatura subió hasta los 262°K. Había bajado a cinco mil metros sobre la línea de referencia, y la presión exterior del aire era de 230 milibares. No suficiente para respirar libremente, por lo que se puso uno de los trajes de superficie con calefacción, se colgó un pequeño tanque de aire a la espalda, se colocó la mascarilla sobre la nariz y la boca y unas gafas para protegerse los ojos.
Aún así, cuando salió gateando de la antecámara y bajó los peldaños hasta la arena, el intenso frío le hizo moquear y le llenó los ojos de lágrimas que le impedían ver. El aullido del viento era agudo, a pesar de que llevaba las orejas protegidas por la capucha del traje. Pero la calefacción ya funcionaba, y con el resto del cuerpo caliente su cara fue acostumbrándose.
Tensó el cordón de la capucha y echó a andar. Pisaba siempre sobre piedras planas, que allí abundaban. Se acuclillaba a menudo para examinar las grietas, en las que encontraba líquenes y numerosos especímenes de otras formas de vida: musgos, pequeñas matas de carrizo, hierba. Hacía mucho viento. Unas ráfagas excepcionalmente fuertes lo golpeaban cuatro o cinco veces por minuto. Aquél era un lugar ventoso la mayor parte del tiempo, sin duda, puesto que la atmósfera se deslizaba hacia el sur alrededor de la mole de Tharsis en grandes masas. Las bolsas de altas presiones descargaban la mayor parte del agua al pie de esa pendiente, en el flanco occidental; en ese mismo momento el horizonte occidental estaba oscurecido por un llano mar de nubes que se fundía con la tierra, dos o tres kilómetros más baja allá, y tal vez a unos sesenta kilómetros de distancia.
En el suelo, la nieve llenaba solamente algunas grietas y hondonadas umbrías. Esos bancos de nieve eran tan compactos que podía saltar sobre ellos sin dejar marca. Láminas formadas por el hielo, parcialmente derretidas y de nuevo congeladas. Una de esas láminas festoneadas se quebró bajo sus pies y al examinarla descubrió que tenía varios centímetros de grosor. Debajo había nieve polvo o granulada. Tenía los dedos helados, a pesar de los guantes con calefacción.
Se enderezó y continuó vagando, sin rumbo, sobre la roca. Algunas de las hondonadas más profundas contenían estanques de hielo. Alrededor de mediodía bajó al fondo de una y almorzó junto al estanque de hielo, levantándose la máscara de aire para dar pequeños mordiscos a una barra de cereales con miel. Altura, 4,5 kilómetros sobre la línea de referencia; presión del aire, 267 milibares. Un sistema de altas presiones, sin duda. En el cielo boreal, el sol bajo era un punto brillante orlado de peltre.
El hielo del estanque era transparente en algunos puntos, y esas pequeñas ventanas le proporcionaban una vista del fondo oscuro. El resto estaba lleno de burbujas o cuarteado, o cubierto de escarcha. La ribera en la que estaba sentado era una curva de grava, y en algunas porciones, semejantes a playas en miniatura, la tierra parda aparecía cubierta de vegetación muerta y ennegrecida: la línea de crecida del estanque, al parecer, una orilla de tierra por encima de la de grava. La playa no tendría más de cuatro metros de largo y uno de ancho. La grava fina era de color ocre, ocre moteado o... Tendría que consultar una tabla cromática. Pero no en ese momento.
La berma de tierra estaba salpicada de las cabezuelas de color verde pálido de unas diminutas briznas de hierba. Unos manojos de briznas más altas sobresalían aquí y allá, la mayor parte de ellas muertas y de color gris claro. Junto al estanque había agrupaciones de hojas carnosas de color verde oscuro, y rojo oscuro en los bordes. En el punto donde el verde se fundía con el rojo se formaba un color cuyo nombre desconocía, un marrón oscuro y lustroso que conservaba los dos colores que lo constituían. Al final iba a tener que consultar la escala cromática antes de lo que pensaba; había descubierto que cuando salía al campo convenía tener una a mano, porque era necesario consultarla más o menos una vez por minuto. Unas flores de color céreo, casi blancas, se escondían debajo de esas hojas bicolores. Más allá yacían unas marañas de tallos rojos y agujas verdes, como algas tiradas en la pequeña playa. De nuevo la mezcla de rojo y verde, mirándole desde la naturaleza.
Oyó un murmullo, tal vez el viento en las rocas, o el zumbido de los insectos. Moscas enanas, abejas... en ese aire sólo tendrían que tolerar treinta milibares de CO
2
, porque la presión parcial que lo empujaba al interior de sus organismos era muy pequeña, al llegar a cierto punto la saturación interna bastaría para impedir cualquier aportación excesiva.
Para los mamíferos no sería tan sencillo, pero serían capaces de tolerar veinte milibares, y con la vida vegetal floreciendo en todas las zonas bajas del planeta los niveles de CO
2
pronto bajarían a veinte milibares, y entonces podrían prescindir de los tanques de aire y las máscaras. Y podrían liberar animales en Marte.
Le pareció escuchar sus voces en el débil murmullo del viento, inmanentes o inesperadas, surgiendo de la siguiente gran marea de
viriditas
. El murmullo de unas voces lejanas; el viento; la paz de aquel pequeño estanque en el páramo rocoso; el placer, propio de Nirgal, al sentir el frío penetrante...
—Ann debería ver esto —murmuró.
Sin embargo, a causa de la desaparición de los espejos orbitales, presumiblemente todo lo que veía estaba condenado. Aquél era el límite superior de la biosfera, y con toda seguridad, con la pérdida de luz y calor, el límite superior descendería, al menos temporalmente, o tal vez para siempre. Él no quería que eso ocurriera, y parecía haber medios para compensar la pérdida de insolación. Después de todo, la terraformación había conseguido mucho antes de la llegada de los espejos; en realidad, no eran necesarios. Y era bueno no depender de algo tan frágil; y mejor desprenderse de ellos ahora que más tarde, cuando grandes poblaciones animales además de las plantas podrían desaparecer a causa de la regresión.
A pesar de todo, era una pena. Pero la materia vegetal muerta al fin y al cabo significaba más fertilizante, y sin el sufrimiento inherente a los animales. Al menos así lo suponía. ¿Quién sabía lo que sentían las plantas? Cuando uno las examinaba de cerca, resplandecientes en su minuciosa articulación, como cristales complejos, eran tan misteriosas como cualquier otra forma de vida. Y la presencia de ellas allí convertía el plan, todo lo que él alcanzaba a ver, en un gran fellfield, que se extendía lentamente como un tapiz sobre la roca, descomponía los minerales desgastados y se mezclaba con ellos para formar los primeros suelos. Un proceso muy lento. Cada pulgarada de suelo contenía una vasta complejidad; y aquel fellfield era la cosa más encantadora que había visto en su vida.
Desgastar. Todo aquel mundo estaba desgastándose. El primer registro escrito del uso de la palabra con ese significado había aparecido en un libro sobre Stonehenge, muy apropiadamente, en 1665. «El desgaste de tantas centenas de años.» En ese mundo de piedra. Desgaste. El lenguaje como la primera ciencia, exacta y sin embargo imprecisa, o plurivalente, reuniendo las cosas. La mente como el tiempo que desgasta, o que es desgastada por él.
Unas nubes se aproximaban por las colinas cercanas, al oeste; sus vientres descansaban sobre una capa termal, nivelándose como si se apretaran contra un vidrio. Unas serpentinas de lana hilada abrían la marcha hacia el este.
Sax se enderezó y trepó. Fuera de la hondonada el viento era sorprendentemente intenso, y el frío parecía el de una era glacial que se hubiera abatido sobre él con toda su fuerza. El factor viento, naturalmente; si la temperatura era de 262°K y el viento soplaba a unos setenta kilómetros por hora, con ráfagas mucho más fuertes, crearía una temperatura equivalente a 250°K. ¿Era correcto el cálculo? Eso era mucho frío para andar sin casco. En realidad, se le estaban entumeciendo las manos. Y también los pies. Y sentía la cara como una gruesa máscara. Estaba tiritando, y sus párpados se pegaban, porque las lágrimas empezaban a congelarse. Tenía que regresar al rover.