Marley y yo (19 page)

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Authors: John Grogan

Tags: #Romántico, Humor, Biografía

BOOK: Marley y yo
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—¿Sabes que llevas una pegatina de Barney
[8]
en el pelo?

Para completar el caos falto de sueño en el que se había convertido nuestra vida, Conor nos tenía muy preocupados, ya que, con menos peso del necesario desde que había nacido, no podía retener el alimento en el estómago. Jenny había emprendido una lucha denodada para amamantarlo hasta que fuera un niño robusto, y él parecía estar igualmente dedicado a desbaratar los planes de su madre. Jenny le ofrecía sus pechos y él los aceptaba con gusto, mamando con apetito, pero de repente, lo devolvía todo en una sola bocanada. Ella volvía a darle de mamar, él volvía a mamar con furia y, poco después, a arrojarlo todo. Los vómitos como proyectiles se convirtieron en un suceso de nuestras vidas que se producía cada hora. El asunto se repetía sin cesar, y Jenny se asustaba cada vez más. Los médicos diagnosticaron que Conor padecía reflujo y nos recomendaron que consultásemos a un especialista. Con el paso del tiempo, Conor superó el problema y ganó peso, pero durante cuatro largos meses estuvimos preocupadísimos por él. A lo largo de ese ciclo de alimentación y vomitadas, Jenny se convirtió en un cúmulo de temor, estrés y frustración exacerbado por la falta de sueño. «Me siento tan inadecuada —solía decir—. Las madres tienen que ser capaces de proporcionar a sus bebés todo lo que necesitan.» Sus fusibles se tornaron más sensibles que nunca y se quemaban a la menor infracción, como dejar la puerta de un mueble abierta o migas sobre la encimera de la cocina.

El lado bueno del asunto fue que nunca descargó su ansiedad en los niños. De hecho, les alimentaba con un esmero y una paciencia casi obsesivos, entregándose por completo a sus retoños. El lado malo fue que sí lo hizo conmigo y con
Marley
. Jenny perdió por completo la paciencia con
Marley
. Cada trasgresión de éste —y seguían siendo muchas— llevaba a Jenny más cerca del paroxismo. Inconsciente de lo que podría avecinarse,
Marley
continuó haciendo sus payasadas y travesuras, y siguió tan bullicioso como siempre. Compré un arbusto que daba flores y lo planté en el jardín para conmemorar el nacimiento de Conor, pero
Marley
lo arrancó de raíz el mismo día y lo masticó hasta dejarlo reducido a broza. En medio de todo el trajín, yo había logrado reponer la mosquitera de la puerta trasera que
Marley
había roto, pero éste, acostumbrado ya a la puertecita canina que le permitía entrar y salir a sus anchas, volvió a atravesarla de una embestida. Un día,
Marley
se escapó y cuando por fin regresó, traía entre los dientes un panty de mujer. Yo no quería ni enterarme de lo que hacía.

Pese a los tranquilizantes que le habían recetado, y que Jenny le daba cada día con más frecuencia, más por ella que por él, la fobia de
Marley
por las tormentas se hacía más intensa e irracional día tras día, y ya había llegado al colmo de que un simple chaparrón lo ponía frenético. Si estábamos en casa, su reacción se limitaba a pegársenos como una lapa y salivar nervioso sobre nuestra ropa, pero si no estábamos, seguía buscando protección de la misma forma torpe en que lo hacía antes, es decir, intentando abrirse paso a un lugar seguro cavando y mordiendo puertas, yeso y linóleo. Cuanto más reparaba yo, más rompía él, y siempre me llevaba la delantera. Debería de haberme puesto furioso con él, pero como Jenny lo estaba por los dos, empecé a taparle cosas. Si encontraba un zapato, un libro o un cojín masticado por él, ocultaba la evidencia antes de que la descubriera Jenny. Cuando le daba por correr por toda la casa como si huyera del diablo, algo así como un toro en medio de un bazar, yo iba tras él, enderezando las alfombras, poniendo las mesas camilla en sus lugares y secando los escupitajos que lanzaba contra las paredes. Antes de que Jenny lo descubriese, recogía con la aspiradora las astillas del garaje que había producido al roer otra vez la puerta. Me quedaba levantado hasta tarde poniendo parches sobre las mordeduras y los arañazos y lijándolos de manera que al día siguiente, cuando Jenny se levantara, las señales de los últimos daños estuvieran cubiertas. «¡Por Dios,
Marley
…! ¿Es que quieres morir?», le pregunté una noche, mientras reparaba su último destrozo y él, que estaba a mi lado, movía la cola sin cesar y me lamía la oreja. «Tienes que dejar de hacer todo esto», le dije.

Una noche, al llegar a esa casa de ambiente volátil, abrí la puerta y encontré a Jenny pegándole puñetazos a
Marley
. Jenny lloraba de forma incontrolada y lo azotaba salvajemente, más como si estuviese aporreando un timbal que imponiendo un castigo. Le daba sin control en las ancas, los hombros y el cuello mientras le gritaba: «¿Por qué haces esto? ¿Por qué? ¿Por qué lo destrozas todo?» En ese momento reparé en lo que había hecho. El cojín del sofá estaba totalmente desgarrado, la tela hecha trizas y el relleno fuera de su lugar.
Marley
tenía la cabeza gacha y las patas delanteras estiradas como si estuviera a punto de zambullirse en el ojo de un huracán. No intentaba huir ni eludir los golpes. Estaba quieto, recibiendo los golpes sin queja ni gemido alguno.

—¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! —grité, al tiempo que cogía a Jenny de las muñecas—. Venga, para. ¡Para!

Ella sollozaba y jadeaba.

—Para —le repetí.

Me planté entre Jenny y
Marley
y puse la cara directamente delante de la de ella. No reconocí la mirada de sus ojos; fue como si me mirase una desconocida.

—Sácalo de aquí —dijo en una voz queda, pero teñida de furia—. Sácalo de aquí ahora mismo.

—Vale, lo sacaré, pero tú tienes que calmarte —le dije.

—Sácalo de aquí y mantenlo fuera de mi vista —dijo Jenny en una inquietante cadencia monótona.

Abrí la puerta principal y
Marley
salió. Cuando volví a coger la correa que estaba sobre la mesa, Jenny dijo:

—Y hablo en serio. No quiero verlo. No quiero volver a verlo nunca más.

—Venga…, no lo dirás en serio, ¿no?

—Va en serio —dijo ella—. Estoy harta de ese perro. Encuéntrale un hogar o lo haré yo.

No era posible que hablara en serio. Jenny quería al perro, lo adoraba pese a su larga lista de torpezas. Lo que pasaba era que estaba alterada, estaba a punto de perder por completo los estribos, pero lo reconsideraría. De momento, pensé que lo mejor era dejar que se calmase. Salí por la puerta principal, sin decir una palabra más.
Marley
empezó a correr por todo el jardín delantero, saltando en el aire con las fauces abiertas en un intento de quitarme la correa que yo tenía en la mano. Volvía a ser el mismo de siempre, sin que al parecer la paliza lo hubiera afectado. Yo sabía que Jenny no le había hecho daño. A decir verdad, yo lo vapuleaba con mucha más fuerza cuando jugaba duro con él y parecía encantarle, pues siempre buscaba prolongar el juego. Y es que era característico de los de su raza ser inmunes al dolor, como si fueran unas máquinas compuestas de músculos y energía en constante movimiento. En una ocasión en que yo lavaba el coche en la entrada de la casa,
Marley
metió la cabeza en el cubo de agua y detergente y galopó a ciegas por los jardines de las casas vecinas, con el cubo encasquetado firmemente en la cabeza, hasta que se dio de lleno contra un muro, algo que no pareció afectarlo en absoluto. Sin embargo, si se le daba una palmada con furia en el lomo o se le hablaba con firmeza y seriedad, actuaba como si lo hubieran herido en lo más profundo de su ser. Pese a ser un tocho en materia de aprendizaje,
Marley
tenía una veta de extraordinaria sensibilidad. Jenny no le había hecho ningún daño físico, pero sí le había herido los sentimientos, al menos, de momento. Jenny era todo para él, una de sus mejores compañeras en el mundo entero, y sin embargo se había vuelto contra él. Era su ama y su fiel compañera. Si a ella le parecía justo pegarle, a él le parecía adecuado no decir nada y aguantarse. En comparación con otros perros,
Marley
no se lucía casi en nada, pero no cabía duda de que era leal. Ahora me tocaba a mí reparar el daño y enderezar las cosas.

Cuando salimos a la calle, le puse la correa y le ordené: «¡Siéntate!»
Marley
se sentó. A fin de hacer nuestro paseo en calma, le ajusté el collar estrangulador. Antes de ponerme en marcha, le acaricié la cabeza y la nuca.
Marley
levantó la cabeza y me miró, con la lengua colgándole hasta medio camino del cuello. Al parecer, había olvidado el incidente con Jenny, y yo esperaba que también ella lo olvidase. «¿Qué voy a hacer contigo, tontarrón del diablo?», le pregunté. El pegó un salto, como detonado por un resorte, y me pegó un lametazo en la boca.

Esa noche,
Marley
y yo anduvimos una pila de kilómetros. Cuando por fin llegamos de vuelta a casa y abrí la puerta, él estaba agotado y listo para echarse en un rincón. Jenny, que parecía haber recuperado la calma, estaba dándole de comer a Patrick un potito, mientras acunaba a Conor, a quien tenía sobre su regazo. Le quité la correa a
Marley
, que fue derechito a beber agua a borbotones, salpicando los alrededores del bol. Cuando
Marley
acabó de beber, sequé el suelo y eché una mirada de soslayo a Jenny y vi que seguía imperturbable. Quizá había pasado ya el terrible momento, tal vez había recapacitado, acaso se sentía mal por el arranque que había tenido y estaba buscando las palabras para disculparse. Cuando pasé junto a ella, con
Marley
pisándome los talones, Jenny, sin mirarme, dijo con calma y en voz queda:

—Hablo muy en serio. No lo quiero en casa.

En los días siguientes Jenny repitió tantas veces el ultimátum que tuve que reconocer que no era una amenaza carente de intención. No lo decía por desfogarse y tampoco dejaba de reiterar el asunto. El tema me tenía preocupado. Por patético que parezca,
Marley
se había convertido en mi álter ego canino, en mi casi constante compañero, en mi amigo. Él era el espíritu libre, indisciplinado, recalcitrante, inconformista y políticamente incorrecto que yo siempre había querido ser, si hubiera tenido la suficiente valentía, por lo cual yo disfrutaba indirectamente de su ánimo indómito. Por complicada que resultara la vida, él me hacía recordar que también brindaba sencillas satisfacciones. Por muchas que fueran las exigencias que se me presentaran, él nunca dejó de recordarme que a veces vale la pena pagar el precio de la desobediencia voluntaria. En un mundo lleno de amos, él era su propio amo. La idea de deshacerme de él me encogía el corazón, pero tenía dos hijitos que atender y una esposa a la que los tres necesitábamos. Nuestro hogar colgaba del más delgado de los hilos. Si perder a
Marley
era convertir el desquicio en estabilidad, ¿cómo podía no acceder a los deseos de Jenny?

Empecé a sondear el ambiente, preguntando con suma discreción a amigos y colegas si alguno tendría interés en adoptar un encantador y animoso labrador retriever de dos años. Así me enteré de que había un vecino que adoraba a los perros y que no podía rechazar a ninguno, pero incluso él rechazó la oferta. Por desgracia, a
Marley
lo precedía su reputación.

Todas las mañanas abría el diario en la sección de los anuncios clasificados como si esperase encontrar un mensaje milagroso, por el estilo de: «Se busca un labrador retriever salvajemente energético, indómito y con múltiples fobias. Se apreciará su capacidad destructiva. Pago el mejor precio del mercado.» Pero lo que encontraba en lugar de eso era un floreciente negocio de perros cuya relación, por una razón u otra, no había funcionado. Muchos de ellos eran de pura raza, perros por los que los dueños habían pagado miles de dólares sólo unos meses antes y que eran ofrecidos por una bicoca o, incluso, gratis. Una cantidad alarmante de esos perros no queridos eran labradores machos.

Los anuncios salían todos los días y eran, a la vez, enternecedores e hilarantes. Gracias a mi experiencia, reconocía los intentos de disimular las verdaderas razones por las que estos perros volvían a estar en el mercado. Los anuncios estaban llenos de brillantes eufemismos por los tipos de conducta que yo conocía tan bien. «Animoso… adora a la gente… necesita un jardín grande— necesita espacio para correr… lleno de energía… de gran espíritu… pleno de fuerza… único.» En resumen: un perro que su amo no puede controlar. Un perro que se había convertido en una molestia. Un perro ante el cual su amo se había rendido.

Una parte de mí se reía gracias a los conocimientos que había adquirido, ya que algunos anuncios eran cómicamente desilusionantes. Cuando leía «fieramente leal» sabía que el dueño quería decir «de tanto en tanto, muerde», «compañero constante» significaba «padece de ansiedad cuando se lo aparta» y «buen perro guardián» se traducía en «ladra sin cesar». Y cuando en el anuncio se decía que se dejaría el perro al «mejor postor», sabía que lo que el desesperado propietario del animal quería decir en realidad era: «¿Cuánto tengo que pagar para que me saquen esta cosa de encima?» Pero así como una parte de mí se reía, la otra se consumía de tristeza. Yo no cejaba en un empeño así como así, y tampoco Jenny. No éramos la clase de personas que dejábamos los problemas en manos de unos anuncios. No cabía duda alguna de que
Marley
tenía muchos problemas. No se parecía en nada a los perros con los que nos habíamos criado, ya que tenía una serie de malos hábitos y comportamientos. Era culpable de cuanto se lo acusaba. Pero tampoco cabía duda alguna de que había dejado de ser el cachorro espástico que habíamos comprado hacía dos años. A su manera, llena de baches,
Marley
intentaba portarse bien. Parte de nuestro compromiso como dueños del animal era moldearlo a nuestras necesidades, pero también aceptarlo como era. Y no sólo aceptarlo, sino celebrarlo, tanto a él como a su indómito espíritu canino. Lo habíamos llevado a nuestra casa como un ser viviente, no como un accesorio de moda para poner en un rincón. Para bien o para mal, era nuestro perro, era parte de la familia y, pese a sus taras, nos había devuelto con creces el cariño que le dábamos. No se podía comprar a ningún precio semejante devoción.

Yo no estaba dispuesto a deshacerme de él.

Aunque no dejé de inquirir con timidez y tibieza si en algún hogar querían a
Marley
, me dediqué con alma y vida a adiestrarlo. Mi íntima Misión Imposible consistía en rehabilitar a
Marley
y demostrar a Jenny que era digno de amor y respeto. Maldiciendo el sueño interrumpido, me levantaba al amanecer, sentaba a Patrick en su sillita y partíamos hacia el canal, junto al cual me ponía a trabajar con
Marley
, dándole las pertinentes órdenes una y otra vez: siéntate, quieto, ven, échate. Mi misión estaba teñida de desesperación y, al parecer,
Marley
lo sentía. Lo que ahora nos jugábamos era diferente, era algo de verdad. En caso de que él no lo hubiera comprendido del todo, volví a repetírselo sin emplear términos melindrosos: «No estamos de juerga,
Marley
. Esto no es broma. Venga.» Y lo hacía practicar toda la tanda de órdenes una y otra vez, con la ayuda de Patrick que daba palmas con las manos y pronunciaba el nombre de su gran amigo amarillo.

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