Merley
comía toallas y esponjas de baño, calcetines, pañuelos de papel usados y, de forma predilecta, los de la marca Handi Wipes, que, cuando despedía por el Otro orificio, parecían banderitas azules que marcaban cada una de las montañas de color naranja fluorescente que descargaba.
bocanada en la habitación contigua y, cuando llegábamos, veíamos algún artículo de la casa en medio de un puré de mangos medio digeridos con comida de perro. Por ser considerado,
Merley
nunca vomitaba en los suelos de madera, ni siquiera en el linóleo de la cocina, si podía evitarlo. Siempre lo hacía sobre la alfombra persa.
Jenny y yo jugamos con la tonta idea de que sería bonito tener un perro que pudiéramos dejar solo en la casa durante un rato. Encerrarlo en el búnker cada vez que salíamos se volvió tedioso, por lo que Jenny comentó: «¿De qué vale tener un perro si no puede recibirte en la puerta cuando llegas a casa?» Sabíamos perfectamente bien que no nos atreveríamos a dejarlo suelto en la casa si había el más mínimo peligro de que hubiese una tormenta. Aunque le diéramos sedantes,
Merley
era capaz de empezar a cavar con el propósito de llegar a China, pero cuando el tiempo era bueno, no teníamos por qué dejarlo en el garaje cuando sólo nos ausentásemos un rato.
Así, empezamos a dejarlo suelto en la casa cuando íbamos hasta el colmado o a visitar a algún vecino. A veces se portaba muy bien y, cuando regresábamos, encontrábamos que todo estaba impecable. En esas ocasiones podíamos ver que metía la nariz entre las tablillas de las persianas para vernos por la ventana del salón cuando llegábamos. Sin embargo, otras veces no se portaba tan bien, y por lo general sabíamos que nos esperaba algo malo antes de abrir la puerta porque no estaba mirando por la ventana, sino que estaba escondido en alguna parte.
En el sexto mes de embarazo de Jenny, regresamos a casa después de habernos ausentado durante casi una hora y nos encontramos con
Merley
debajo de la cama —algo que, dado su tamaño, buen trabajo le costaba— con aspecto de haber matado al cartero. Todo en él apuntaba a su culpabilidad. La casa parecía estar bien, pero como sabíamos que el perro ocultaba un terrible secreto, fuimos de habitación en habitación para cerciorarnos de que no hubiese pasado nada malo. De pronto, noté que faltaba una de las cubiertas de gomaespuma de los altavoces. La buscamos por todos lados, pero infructuosamente.
Merley
podría muy bien haberse salido con la suya, si no hubiese sido porque al día siguiente, cuando recogía sus cacas, encontré la irrefutable prueba de su culpabilidad, corroborada por los restos del altavoz que fueron apareciendo durante días.
Cuando volvimos a ausentarnos,
Merley
quitó con destreza quirúrgica el altavoz con forma de cono del mismo. El altavoz estaba en su lugar y sin daño alguno; lo único que faltaba era el cono, como si alguien lo hubiera quitado con una hoja de afeitar. Poco tiempo después,
Merley
se las ingenió para hacer lo mismo con el otro altavoz, y en otra ocasión, cuando llegamos a casa encontramos que el reposapiés de cuatro patas, tenía sólo tres, y que no había ni rastro de la cuarta pata, ni siquiera una astilla.
Aunque jurábamos que nunca nevaba en Florida, un día abrimos la puerta principal y descubrimos que había habido una gran tormenta de nieve en el salón. Aún flotaban en el aire ligeras cositas blancas. En medio de las malas condiciones meteorológicas, vimos a
Merley
sentado junto a la chimenea, medio enterrado por la nieve y sacudiendo violentamente de lado a lado una gran almohada de plumas, como si acabase de tragarse un avestruz.
La mayoría de las veces tomamos las dañinas travesuras de
Merley
con filosofía, ya que en la vida de todo propietario de perros deben perderse algunos apreciados recuerdos de familia, pero una vez estuve a punto de estrangularlo por coger algo que era exclusivamente mío. Cuando Jenny cumplió años, le regalé una collarcito de oro de dieciocho quilates, una cadena delicada con un cierre minúsculo que ella se puso de inmediato. Pocas horas después, al llevarse la mano al cuello, Jenny gritó:
—¡Mi collar! ¡Me falta el collar!
Pensé que el cierre se habría roto o que tal vez no lo había cerrado bien.
—No te aflijas —le dije—. No hemos salido de casa, así que tiene que estar por aquí.
Empezamos a registrar la casa, habitación por habitación. Mientras lo registrábamos todo, noté que
Merley
estaba más escandaloso que de costumbre. Me puse de pie y lo miré fijamente. Él se movía como un ciempiés, pero cuando se dio cuenta de que lo observaba, inició su acto de evasión.
¡Oh, no!
, pensé. Ahí empieza el Mambo de
Merley
, que sólo podía significar una cosa.
—¿Qué es lo que le cuelga de la boca? —preguntó Jenny con una voz teñida de pánico.
Era algo finito y delicado. Y de oro.
—¡Mierda! —exclamé.
—No hagamos ningún movimiento brusco —dijo Jenny casi en un susurro.
Los dos nos quedamos como si fuésemos de piedra.
«Vale, muchacho, no pasa nada —dije en un tono de convicción similar al que usan los miembros de una fuerza especial que negocia la puesta en libertad de un rehén—. No estamos enfadados contigo. Venga. Sólo queremos que nos devuelvas el collar.» De forma instintiva, Jenny y yo empezamos a acorralarlo, moviéndonos con una lentitud glacial. Era como si
Merley
tuviese un cinturón de explosivos a punto de estallar y pudiera escaparse al menor paso en falso.
«Tranquilo,
Merley
—le dijo Jenny con la mayor dulzura—. Tranquilo. Deja el collar y no pasará nada.»
Merley
nos miraba alternativamente, lleno de suspicacia. Lo habíamos acorralado, pero él sabía que tenía algo que nosotros queríamos. Pude ver cómo sopesaba sus opciones, entre las que acaso figuraba la de pedir un rescate.
Dejad doscientos Milk-Bones sin marcar en una simple bolsa de papel o nunca volveréis a ver vuestro precioso collarcito
.
«Déjalo ya,
Merley
», le susurré, al tiempo que daba otro paso al frente.
Merley
meneaba todo el cuerpo. Yo me acercaba poco a poco. Casi de forma imperceptible, Jenny se le acercó por detrás. Estábamos los dos tan cerca de él, que ya podíamos actuar. Nos miramos y supimos, sin mediar palabra, lo que teníamos que hacer. Habían sido muchas las veces que practicamos los ejercicios para recuperar posesiones. Jenny se abalanzaría sobre las patas traseras, sujetándoselas para impedir que se escapase. Yo haría otro tanto con la cabeza, abriéndole la boca y cogiendo el contrabando. Con suerte, acabaríamos la operación en cuestión de segundos. Ése era el plan, y
Merley
lo vio venir.
Estábamos a menos de medio metro de él. Asentí con la cabeza y dije a Jenny: «A la de tres.» Pero antes de que pudiéramos movernos,
Merley
echó la cabeza hacia atrás y lanzó un gran chasquido. El extremo del collar que había estado colgando de su boca, desapareció. «¡Se lo está comiendo!», gritó Jenny. Nos abalanzamos sobre él, Jenny desde atrás y yo hacia la cabeza. Le abrí las fauces y le metí la mano a la mayor profundidad posible. Palpé cada uno de los pliegues y los recovecos que tenía, pero no encontré nada. «Demasiado tarde —dije—. Se lo tragó.» Jenny empezó a pegarle en el lomo, mientras le gritaba: «¡Escúpelo, maldita sea!» Pero fue inútil. Lo único que consiguió fue que
Merley
le lanzara un gran eructo de satisfacción.
Podía decirse que
Merley
había ganado la batalla, pero sabíamos que, para nosotros, ganar la guerra era sólo una cuestión de tiempo. La naturaleza estaba de nuestro lado. Tarde o temprano, lo que le entrara por un extremo le saldría por el otro. Por repugnante que fuese la sola idea, sabía que si buscaba con detenimiento entre sus cacas, encontraría el collar. De haber sido un collar de plata o chapado en oro, menos valioso, podría haber cedido ante el asco que me invadía, pero se trataba de un collar de oro macizo que me había costado buena parte de mi salario. Asqueado o no, estaba decidido a recuperarlo.
Así las cosas, preparé a
Merley
su laxante preferido —un bol gigantesco lleno de tajadas de mangos maduros— y me dispuse a esperar. Durante tres días fui tras él cuando lo dejaba salir al jardín del fondo, pala en mano, ansioso por salir a explorar. En lugar de tirar sus cacas por encima del cerco, las coloqué cuidadosamente sobre un tablón ancho que puse sobre el césped y las removí con una rama mientras las mojaba con la manguera, haciendo desaparecer en el césped la materia digerida y dejando sobre el tablón cualquier objeto extraño. Me sentí como un buscador de oro en una mina que acaba encontrando un tesoro compuesto de porquerías digeridas, desde cordones de zapatos hasta púas de guitarras. Pero no encontraba el collar. ¿Dónde diablos estaría? ¿Es que no debería haber salido ya? Empecé a preguntarme si no se me habría pasado por alto o lo habría arrojado inadvertidamente con el chorro de agua al césped, donde no se encontraría jamás. Pero ¿cómo era posible que no encontrase un collar de oro de cincuenta centímetros de largo? Jenny seguía mi operación de rescate desde el porche con vehemente interés e incluso me puso un nuevo mote.
—¿Has encontrado algo, Paloma Escatológica? —me gritó.
Al cuarto día, mi perseverancia dio frutos. Recogí la última deposición de
Merley
, repitiendo lo que se había convertido en mi refrán cotidiano —«no puedo creer que esté haciendo esto»—, y empecé a investigarla y lanzarle el chorro de agua. A medida que el excremento se diluía, yo buscaba rastros del collar, pero no aparecía nada. Estaba a punto de abandonar cuando me pareció ver algo extraño: un terroncito marrón, del tamaño de una alubia. Aunque no era lo bastante grande para ser el collar, era evidente que tampoco parecía algo normal. Lo pesqué con la rama, que había bautizado oficialmente con el nombre de Palo de la Mierda, y le eché un buen chorro de agua con la manguera. A medida que el agua iba limpiándolo, vi el centelleo de algo inusualmente brillante y lustroso. ¡Eureka! ¡Había encontrado oro…!
El collar estaba comprimido de una manera casi imposible, por lo que era mucho más pequeño de lo que yo había imaginado. Era como si un desconocido poder alienígeno, quizá un agujero negro, lo hubiese succionado hasta convertirlo en una misteriosa dimensión de espacio y tiempo antes de volver a arrojarlo. De hecho, la idea no estaba muy alejada de la verdad. Bajo el fuerte chorro de agua empezó a aflojar el firme envoltorio y, poco a poco, el montoncito de oro fue cobrando su forma original, desenredado y sin daño alguno. Parecía nuevo. No, en realidad estaba mejor que nuevo. Lo llevé adentro para mostrárselo a Jenny, que estaba fascinada por haberlo recuperado, pese al inusual paseo que el objeto había dado. Estábamos asombrados por el brillo radiante que tenía ahora, mucho más radiante que antes de introducirse en el interior de
Merley
, donde los jugos gástricos habían hecho una labor estupenda. Era el oro más brillante que jamás había visto.
—Vaya —dije lanzando un silbido—. Creo que deberíamos abrir una tienda de limpieza de joyas.
—Podríamos forrarnos con las viudas de Palm Beach —añadió Jenny.
—Sí, señoras —dije imitando la voz de los vendedores astutos—. No encontrarán en ninguna tienda nuestro proceso secreto, que desde luego hemos patentado. El patentado Método
Merley
da a vuestras apreciadas joyas una brillantez que nunca habrían imaginado.
—Tiene posibilidades, Grogan —dijo Jenny, tras lo cual se marchó para desinfectar su recuperado regalo de cumpleaños.
Usó esa cadena de oro durante años, y cada vez que yo la miraba me venían a la mente ramalazos de mi corta y finalmente exitosa carrera en la especulación aurífera. La Paloma Escatológica y su inefable Palo de la Mierda habían alcanzado cotas a las que nadie había llegado aún. Y a las que nadie llegaría nunca más.
Como el primer hijo no ha de nacer más que una sola vez, cuando en el hospital de St. Mary nos ofrecieron la posibilidad de ocupar la suite de lujo, pagando una suma extra, no la dejamos pasar. Las suites eran similares a las que tenían los hoteles de lujo, con mucho espacio, soleadas, con muebles de madera auténtica, las paredes recubiertas de papeles con motivos florales, cortinajes, una bañera de hidromasaje y, sólo para el papá, un cómodo sofá que se convertía en una cama. En lugar de la comida de hospital corriente, los ocupantes de estas suites podían escoger de entre una serie de platos de alta cocina. Incluso se podía pedir champán, aunque en realidad se lo bebieran los padres a solas, puesto que a las madres que daban de mamar a sus hijos se les sugería que sólo bebieran un sorbo simbólico.
—¡Vaya…, esto es como estar de vacaciones! —exclamé, dejándome caer en el mullido sofá de papaíto cuando fuimos a ver las suites, varias semanas antes del parto.
Las suites, diseñadas para los
yuppies
, eran una gran fuente de recursos para el hospital, ya que las ocupaban parejas con mucho más dinero para gastar que el destinado corrientemente para los partos. Jenny y yo sabíamos que aquello era una cierta extravagancia, pero ¿por qué no darnos el gusto?
El día del parto, cuando llegamos al hospital con una pequeña maleta, nos dijeron que había un problemita.
—¿Un problemita? —pregunté.
—Debe de ser muy buen día para tener bebés —dijo la recepcionista con una sonrisa—, porque no nos queda libre ninguna de las suites para parturientas.
¿Ninguna? Ése era un día importante en nuestras vidas y ¿en qué había quedado el cómodo sofá y la cena romántica con champán para brindar?
—Espere un momento —dije en tono de queja—. Hicimos la reserva hace varias semanas.
—Lo siento —respondió la mujer con una evidente falta de compasión—. Lo cierto es que no podemos controlar cuándo se ponen de parto las mujeres.
Su argumento era válido, ya que no podía apresurar el proceso de los nacimientos. La mujer nos llevó a otra planta donde nos asignarían una habitación normal y corriente. Pero cuando llegamos a la recepción, nos esperaban más malas noticias. La enfermera de turno nos dijo:
—Si me preguntas cómo estoy una vez más, te ¡VOY A ARRANCAR LA PIEL DE LA CARA!
Debí de haberme mostrado herido, porque una de las enfermeras vino hacia mi lado y, sobándome los hombros con simpatía, me dijo: