Marlene (37 page)

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Authors: Florencia Bonelli

Tags: #Novela

BOOK: Marlene
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Volvió a compadecerlo y lloró con él. Más tarde, sola en su recámara, sintió ahogo y opresión, y, a pesar de que deseaba escapar de allí, escrúpulos muy profundos la retenían.

Micaela sentía una soledad abrumadora. Cuando vivía en Europa, la situación no distaba de la actual: ella y Moreschi ensayaban el día entero y, por las noches, disfrutaban las funciones. Sin embargo, allí, en Europa, no había experimentado esa sensación de vacío y tristeza. Últimamente, cenaba sin Eloy, con Cheia como única compañía. Su esposo no llegaba hasta muy entrada la noche, incluso de madrugada. Le preguntaba, y la mayoría de las veces las cuestiones de trabajo habían ocupado su tiempo; reuniones con los del partido o cenas en el Club del Progreso constituían también frecuentes excusas. Casi se había vuelto una costumbre contar con él sólo para las actividades sociales, en las cuales la necesitaba como anfitriona o acompañante, y donde se pavoneaba con ella, la famosa
divina Four.
Por el momento, Micaela asimilaba las reglas del juego y las aceptaba, a la espera del momento propicio en el cual pudiera dejarlo. Esta idea la inquietaba, pues Eloy vivía con la firme convicción de que ella jamás lo abandonaría y de que iniciarían una vida normal de pareja luego de la curación.

"¡Me merezco el embrollo en el que me metí!", se decía, colérica. "Esto me pasa por engañar a Eloy y engañarme a mí misma." Sabía que la separación traería ciertos inconvenientes, como el escándalo social y perjuicios en la carrera política de Cáceres. ¿Dañaría su buen nombre o su futuro como soprano por este error? Invadida por dudas, intentaba no desmoronarse.

De algo se encontraba segura: no amaba a Eloy Cáceres y nunca podría hacerlo. Demasiadas cosas la habían desilusionado. Su carácter ambiguo y su actitud reticente impedían un verdadero acercamiento. ¿Cómo llegarían a conocerse si Eloy delimitaba el territorio a su alrededor como los animales y nada ni nadie podía sobrepasar esos lindes? Micaela apostaba que, más allá de la falta de sexo, habrían alcanzado un entendimiento más pleno si las barreras de Eloy no se irguiesen tan firmes. Sus celos, potenciados con el bajo concepto que tenía de sí, lo llevaban a adoptar una actitud hostil e invariablemente triste.

Micaela sentía deseos de preguntarle a Ralikhanta acerca de su esposo, ya que tenía la certeza de que nadie lo conocía como él. También le habría gustado indagar sobre la vida de Nathaniel Harvey, pero siempre se abstuvo de preguntar, de uno u otro. Esa actitud de servil lacayo, la mirada impasible y las maneras silenciosas, casi invisibles, convertían a Ralikhanta en un hombre especial. En ocasiones, Micaela lo sorprendía observándola con cariño; en otras, con dureza, y existían momentos en que lo hacía con conmiseración. Sin remedio, llegó a encariñarse con su extraño sirviente indio.

Ralikhanta, por su parte, acentuó el afecto que, desde un principio, había tomado por Micaela. No podía olvidar sus buenos modales y su calidez, menos aún, la entrada gratis para la función de
Lakmé.
Desde que abandonó a su familia en Calcuta y se puso al servicio de los ingleses, nunca le habían prodigado los gestos sinceramente humildes y bondadosos de su señora Micaela. Y el esmero que ponía en enseñarle su idioma superaba cuanto él hubiese imaginado.

Micaela se sorprendía de la inteligencia del indio. A pesar de la dificultad del castellano, lleno de complejidades gramaticales y conjugaciones verbales, Ralikhanta se abnegaba y estudiaba con esmero, rara vez cometía errores y a diario mostraba avances considerables.


Madam, do you...
?

—En castellano, Ralikhanta —instaba Micaela, y, poco a poco, logró que se relacionara con el personal de servicio, avergonzado en un principio, pues Tomasa y Marita se burlaban de su pésima pronunciación.

Esa noche, después de la lección de castellano, Micaela despidió a Ralikhanta y a mamá Cheia, y permaneció en la sala a la espera de su marido. Esa mañana Eloy había visitado a un médico, y Micaela no aguardaría hasta el día siguiente para conocer las novedades. Al llegar, Cáceres se la topó en el recibo.

—Estaba esperándote —explicó la joven, y se acercó a besarlo, cuando percibió un fuerte olor a alcohol—. Es tarde —agregó, con la mirada en el reloj de la sala—. ¿Tenías mucho trabajo?

—No. En realidad, cené en casa de Harvey. Unos viejos colegas de la compañía ferroviaria están en Buenos Aires y querían verme.

El motivo de su ausencia la molestó sobremanera, pero no comentó al respecto. Lo ayudó a quitarse el paleto, le recibió el sombrero y los guantes, y le preguntó si deseaba una taza de café.

—No, querida, muchas gracias. ¿Por qué no vas a dormir? Es muy tarde. No quiero que Moreschi se enoje conmigo si después estás cansada —aclaró, risueño.

—¿Fuiste al médico? —arremetió Micaela, y Eloy cambió la cara—. Estaba esperándote para preguntarte. ¿Cómo te fue?

—No deberías haber esperado hasta esta hora. Mañana por la mañana te habrías enterado igual.

—Es difícil que vos y yo desayunemos juntos.

—A mí me gustaría mucho que lo hiciéramos.

—Y a mí me gustaría mucho que cenáramos juntos al menos dos veces por semana —contraatacó ella.

Una pausa de unos segundos sumió a la sala en un silencio incómodo. Micaela le sostenía la mirada, consciente de que su esposo se encontraba a punto de perder los estribos. Finalmente, Eloy hizo el ademán de marcharse.

—¡No, Eloy! —pronunció Micaela, y el hombre se detuvo—. Por favor, contame cómo te fue con el doctor Manoratti.

—Todavía no hay mucho que contar —respondió Cáceres, lacónicamente—. Me encargó una serie de exámenes y análisis que van a tomar varios días. Después te cuento —dijo, y se evadió por el pasillo hacia su recámara.

"¿Por qué hace todo tan difícil?", se quejó Micaela. Luego de cavilar un rato, comprendió lo humillante que debía de ser para Eloy hablar de su incapacidad. Se marchó a dormir llena de ideas y sentimientos encontrados.

Se levantó más tarde que de costumbre, deprimida y sin deseos de trabajar. Envió una nota a Moreschi en la cual posponía su encuentro hasta después del almuerzo. Cheia la encontró pálida y ojerosa, y se preocupó. Le recriminó la falta de apetito y lo delgada que estaba.

—Ni sueñes con un bebé así de débil. Para quedar embarazada, tenés que alimentarte más.

"Para quedar embarazada necesito que Eloy me haga el amor", se dijo, y consiguió agravar su estado de ánimo. Le brillaron los ojos y, aunque trató de controlarse, Cheia advirtió su tristeza.

—¿Qué pasa, mi reina? —preguntó—. Hace días que te noto tristona. ¿Qué pasa, mi amor? ¿Tenés algún problema? Es el señor Cáceres, ¿no? Últimamente, falta mucho de la casa y no te presta atención. Pero no tenés que preocuparte. Yo sé que te quiere muchísimo. Lo que pasa es que es un hombre muy ocupado. Tenés que estar orgullosa de él. Dicen que se desempeña muy bien como canciller. ¡Es tan inteligente! Por algo te eligió, mi reina. Quédate tranquila, esta vieja te dice que tu esposo está enamoradísimo de vos. Todas las mañanas, mientras le sirvo el desayuno, me pregunta si estás bien, si necesitas algo; quiere saber lo que hiciste el día anterior, con quién estuviste. ¡Pobre, le encantaría desayunar con vos!

Dudó en confesarle la verdad a su nana, sin esperanzarse en que le brindara una solución, pero confiada en que el desahogo la ayudaría a sobrellevar el problema. Lo intentó en varias oportunidades y al final decidió no hacerlo; además de intuir que Cheia no la comprendería, el tema la avergonzaba sobremanera.

Ralikhanta regresó de lo de Urtiaga Four con una nota de Moreschi que confirmaba la hora de su próximo encuentro. Aún restaba tiempo suficiente para visitar a su amiga Regina.

—¡Micaela! ¡Qué sorpresa! ¿No tendrías que estar en los ensayos?

—Sí, pero...

—¡Qué importa! Me alegra muchísimo que hayas venido.

Entraron en la habitación donde Regina pasaba la mayor parte del tiempo. La ventana empañada filtraba la luz grisácea del exterior. La lluvia golpeaba el vidrio y el fuego crepitaba en el hogar. Micaela echó un vistazo a su alrededor y se mortificó aun más. Se dejó caer con pesadez en el sillón que le señaló su amiga.

—Te sirvo un poco de café. Está recién hecho. Delia lo prepara riquísimo.

—No, gracias, Regina.

—¡Cómo que no! Sí, acompáñame con un café. Me pasé la mañana reprimiéndome para no tomar tanto y, ahora que estás vos, me das la excusa perfecta. ¡Qué alegría que hayas venido! Además, te va a venir bien. Te noto un poco pálida. ¿Te sentís mal? —Micaela negó con la cabeza y bajó el rostro—. No lo niegues, querida, vos no estás bien.

Regina dejó la taza, se acercó a su amiga y se postró frente a ella. Micaela había comenzado a sollozar, y, aunque trataba de reprimirse, la actitud de su amiga, de rodillas a sus pies, terminó por conmoverla y se arrojó a sus brazos. Regina guardó silencio y por un rato la contuvo con la ternura de una madre.

—Perdóname, Regina —balbuceó Micaela, y se apartó—. Perdóname este arrebato.

—No me pidas perdón. No tengo nada que perdonarte. Vamos, secare las lágrimas. —Le alcanzó una servilleta—. Ahora sí vas a tomar un café. Algo calentito y fuerte te va a sentar de maravilla.

Sorbió dos o tres veces y se reconfortó considerablemente. Regina la miraba con una sonrisa a la espera del momento oportuno para conversar.

—Ya me siento mejor —expresó Micaela—. Gracias. Creo que si no lloraba, iba a terminar muriéndome.

—Me alegra que hayas pensado en mí para hacerlo. Siempre voy a estar dispuesta a escucharte. Si querés decirme lo que te hace sufrir, contás conmigo.

Las ansias de compartir su pesar pugnaban con un sentimiento de traición hacia su esposo, que quedaría expuesto en su mayor intimidad ante un tercero ajeno a su entorno. Pero si no hablaba, el dolor terminaría por quebrantarla.

—¡Estoy tan arrepentida de haberme casado con el señor Cáceres!—exclamó por fin.

—¿Arrepentida? ¿Por qué?

—El señor Cáceres es un hombre difícil y complejo, Regina. Siento que nunca llegaré a conocerlo. Su vida está llena de misterios. Ya sé que todos tenemos un pasado y cosas que ocultar. No es eso lo que me perturba, sino la forma en que esos misterios parecen afectar su vida presente. A veces, es dulce y galante; en otras ocasiones, el malhumor lo domina y no hay manera de arrancarle una sonrisa. Y si le pregunto el motivo de su enojo, se molesta conmigo. Luego, me pide perdón y cree que con eso está todo solucionado.

—¿Te ha pegado alguna vez?

—¡No, por Dios, no! —prorrumpió la joven—. Jamás me levantó la mano. Es un caballero. —Micaela guardó silencio y acomodó las ideas para presentar a su amiga un cuadro exacto de la situación que no deviniera en malos entendidos—. Es tan esquivo... En los últimos tiempos, ha llegado a casa muy tarde, de madrugada. Se levanta temprano y vuela a la Cancillería. Pasan días sin que nos veamos.

—¡Pero, entonces, el señor Cáceres tiene una amante! —dedujo Regina.

Micaela abrió desmesuradamente los ojos y no encontró palabras apropiadas. Por esos derroteros la confundía y se persuadió de que su amiga sólo llegaría a entender acabadamente la realidad de
s
u matrimonio, tan particular e inusual, si le hablaba directamente, ambages y vueltas de lado.

—Es imposible que el señor Cáceres tenga una amante —aseveró—. El señor Cáceres es impotente.

—¡Impotente! ¿El señor Cáceres impot...? ¡No puede ser!

Micaela relató los hechos con objetividad y calma. Al terminar, sintió una liviandad en el espíritu que le devolvió los colores al rostro.

—¡Es un cretino! —afirmó Regina—. Casarse contigo si sabía que no podía. ¡Granuja! Y se las da de hombre de bien, educado y caballeroso. ¡Pues no es más que un mequetrefe sin nombre! ¡Divórciate, Micaela! ¡No, mejor pedí la anulación del matrimonio!

—No puedo, Regina. Le prometí que no lo abandonaría.

—¡Encima fue capaz de pedirte que no lo abandonaras! ¡Ah, no, esto supera mis posibilidades de entendimiento! ¿Y vos aceptaste?—Micaela asintió—. ¡Pero, querida, cómo se te ocurre! Tendrías que haberle sacudido algo por la cabeza. Sos demasiado buena. Pero es una bondad que no admiro, Micaela. Me parece una caridad mal entendida, porque te convierte en la mujer más desdichada del mundo. La Iglesia debería declarar a la felicidad como la quinta virtud cardinal.

—Esa noche, la noche que... Bueno, la primera noche, cuando me confesó que no podía, se largó a llorar y me dijo que estaba en mi derecho de dejarlo, pero me aseguró que se moriría sin mí. Me compadecí de él, Regina, no pude evitarlo, y le prometí que no lo dejaría. Te confieso que le hice esa promesa en la esperanza de una recuperación. Acordamos visitar a cuanto médico fuera necesario para curarlo. Ahora, sin embargo, se muestra renuente y se pone de pésimo talante cuando le exijo que vaya al doctor. ¡Pobre, debe de sentir una gran humillación!

—¡Qué pobre ni qué nada! Cáceres, con sus aires de prócer, resultó un hipócrita. Te mintió, Micaela, y eso no se hace.

—El dice que puede darme muchas cosas buenas.

—Cáceres no sabe lo que dice. Por supuesto que un esposo puede darte muchas cosas, pero la pasión está fuera de toda discusión. Eso tiene que dártelo sí o sí.

—De todas formas —prosiguió la joven—, estoy dispuesta a esperar. Quizá algún médico lo cure. Con la seguridad de que Cáceres está recuperado, podré dejarlo sin culpas.

Regina movió la cabeza, contrariada, y le aconsejó más dureza de espíritu y no tanta condescendencia; apostilló que el tiempo valía oro y que, sin dudas, Cáceres no merecía que ella lo desperdiciara.

—Ahora bien —retomó la Pacini—, me gustaría hacerte una pregunta muy íntima. Si no querés contestarla, me lo decís y aquí se acabó el tema. —Micaela le indicó que, si podía, le respondería—. No creas que es por mera curiosidad que quiero saber esto, sino que, de tu respuesta, dependen los pasos a seguir. ¿Sos virgen?

—No, no lo soy.

—Debí suponerlo —murmuró Regina—. Una joven como vos, tan hermosa, inteligente y famosa, debe de haber tenido a todos los hombres de Europa a sus pies. Es lógico que alguno haya conseguido llevarte a la cama.

El error de su amiga le convenía; la verdad acerca de su único amante no podía salir a la luz.

—Tu amante o tus amantes, ¿fueron buenos? Me refiero, ¿te hicieron sentir?

Micaela se sonrojó, bajó la vista y apenas farfulló un "sí".

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