Un sádico es alguien que disfruta haciendo daño a los demás, así que no tengo la menor idea de por qué mamá escogió ponerme un nombre que suena tan parecido. Sadie también contiene la palabra
sad
, triste en inglés, y aunque no lo hiciera a propósito, acabó con (o más bien sin, la mayor parte del tiempo) una niña triste.
Cada día tiene su sabor a tristeza particular, lo reconozco en cuanto despierto por la mañana, el lunes porque es el primer día de la semana y aún quedan cinco días enteros de colegio por delante, el martes por la clase de ballet, el miércoles por la gimnasia en la escuela, el jueves por las niñas exploradoras, el viernes por la clase de piano, el sábado porque tengo que cambiar la ropa de cama y el domingo por la misa.
En las niñas exploradoras hay que aprender a hacer un montón de nudos estúpidos que no tienen ningún fin porque de mayores ninguna tenemos planeado ser marineros. Hay que observar un buen puñado de objetos diferentes durante treinta segundos y luego darse media vuelta e intentar recordarlos sin mirar; yo me trabo al cuarto más o menos. Hay que llevar un uniforme marrón que es más feo aún que el de la escuela y hay que «estar preparada», aunque nunca te dicen para qué y el chiste de la exploradora que olvidó estar preparada y se quedó embarazada no tiene gracia. Se supone que tienes que ser la mejor en esto, aquello o lo de más allá y ganar lacitos y distintivos que coserte al pecho, pero yo no soy la mejor en nada y tengo el pecho vacío.
En ballet se supone que debes ser delgada y grácil pero a mí me asoma el estómago y las zapatillas en punta me aprietan los pies hasta que apenas puedo soportarlo y mucho menos bailar.
Todas estas actividades son por mi propio bien, su objetivo es convertirme en un ama de casa y ciudadana brillante, con mucho talento, bien coordinada y sobresaliente, pero no sirve de nada, siempre me sentiré gorda y estúpida, patosa y excluida, tímida y desequilibrada, inepta, para decirlo claramente. Nadie puede cambiar mi naturaleza más recóndita, que apenas es humana. Mis profesores y mis abuelos creen que no es más que un problema pasajero, así que siguen labrándome el cerebro y el cuerpo con la intención de esculpirme en algo que resulte presentable, y yo sigo adelante por inercia para hacerlos felices, sonrío, asiento y camino de puntillas, doy vueltas en tutú y pongo todo mi empeño en las diferentes clases de nudos, consigo engañarlos la mayor parte del tiempo pero a quien no puedo engañar es a mi Demonio, mi Demonio sabe que soy mala en lo más hondo y cuando la presión aumenta, lo único que puedo hacer es golpearme la cabeza contra la pared una y otra vez en la oscuridad.
«Sadie, es hora de practicar», dice la abuela todas las tardes a las cinco y cuarto. Exactamente en el mismo momento, el abuelo sale de su despacho tras su último loco y coge la correa del perro para sacarlo a hacer caca.
La abuela y el abuelo tienen un perro de pelaje corto a propósito para que no deje pelo por todas partes, en otras palabras, lo importante del perro que compraron era la largura del pelaje, no se preocuparon en ver qué carácter tenía. Se llama
Regocijo
, que según el diccionario significa «alborozo, júbilo o alegría, sobre todo cuando se caracteriza por la risa», que es justo lo contrario de la personalidad del perro: es diminuto, sinuoso y enérgico, y cuando intento acariciarlo se zafa de mí con un gañido como si fuera a estrangularlo o algo por el estilo.
—¿Dónde está mi perro de caza? —dice el abuelo esta tarde, igual que todas las tardes, y cuando
Regocijo
se le acerca al trote entre ladriditos y meneos de rabo, con todo el trasero presa del entusiasmo, le dice—: Vamos, vamos, cálmate o voy a tener que ponerte el bozal.
Y todo resulta completamente estúpido y mientras tanto llega el momento de ensayar al piano.
El instrumento aguarda negro y silencioso en un rincón de la sala, no da la impresión de que quiera decirme nada, sólo parece un mueble mudo entre los demás muebles. Enciendo las lámparas, sólo dos porque no hay que malgastar electricidad, la del piano para leer la partitura y la de pie para no trabajar con un foco de luz porque es malo para la vista. El piano tiene pañitos de adorno encima para que la madera no se raye con las figuritas de vidrio tallado y las fotografías enmarcadas de mami cuando era pequeña y la abuela y el abuelo cuando se casaron y del abuelo cuando obtuvo el título universitario de psiquiatra, vestido con una larga toga negra con un gorro cuadrado y plano como si le hubiera caído un libro en la cabeza. Ahora el diploma está enmarcado y cuelga en la pared entre reproducciones de cuadros de ramos de flores. A veces en primavera la abuela corta unas cuantas flores de verdad del jardín y las pone en un jarrón encima de la mesita de centro, pero no se me permite acercarme porque podría volcar el jarrón y derramar el agua por la alfombra y entonces ¿qué ocurriría? (A la abuela siempre le preocupa que el jarrón se vuelque, pero le traen sin cuidado los vuelcos que sufra su nieta, disgustos que son frecuentes). Les quita el polvo a todos esos objetos todos los días y cuando abro la tapa del piano también tengo que retirar el largo tapete bordado cuyo fin es proteger el teclado del polvo, así que no debo olvidar volver a colocarlo una vez he terminado de practicar, aunque no tengo ni idea de cómo podría colarse allí una sola mota de polvo cuando la tapa está cerrada.
Pliego el tapete con cuidado y lo dejo al lado de la foto de mami cuando tenía más o menos mi edad: la sonrisa de su rostro es genuina y no una máscara como la mía, lleva un vestido azul intenso y los ojos azules le espejean. La niña de la foto me escucha ensayar e intento estar a su altura, pero cuanto más toco más se decepciona y un rato después me noto tan alicaída que ya ni siquiera puedo mirarla. Empiezo por las escalas, que es como recitar el abecedario porque no significan nada, las toco una y otra y otra vez, intentando hacer oscilar el pulgar sin mover la muñeca y mantener los dedos curvados y el tono exactamente uniforme, y diez minutos después llega la hora de los arpegios, que son muy difíciles porque tengo las manos muy pequeñas y cuando por fin abro la partitura con mis piezas me desanimo porque las páginas están emborronadas con la tinta morada de la señorita Kelly. Ha anotado el fraseo y trazado círculos en torno a la digitación y subrayado «pp» de
pianissimo
porque la semana pasada toqué con demasiada fuerza, así que lo único que puedo ver son mis errores y mi mediocridad, las cosas donde meto la pata una semana tras otra.
Cuando la abuela me compró las partituras y empecé a pasar las páginas nuevas y limpias y vi la ilustración de la pieza titulada
Edelweiss
—una niña inclinada sobre esas flores en los Alpes—, tuve una sensación de pureza, realzada por la blancura de la nieve sobre las montañas y las florecitas en forma de estrella brotando de su nido de hojas verdes pese a la nieve, y la niña en la ilustración era justo como debería ser yo, encantadora con su falda acampanada y su blusa blanca, el cabello liso, los calcetines blancos hasta las rodillas y las botas elegantes. La letra de la canción también era preciosa:
Edelweiss, Edelweiss,
todas las mañanas sales a saludarme,
blanca y pequeña, brillante y limpia,
¡qué alegre pareces de recibirme!
Y luego, poco a poco, la pieza se fue echando a perder por causa de mi aprendizaje, de los errores cometidos, que llevaban a la señorita Kelly a garabatear comentarios en morado por toda la página, incluida la ilustración, de manera que cuando ahora intento interpretar la pieza se me despedaza entre las manos. Cada compás es un obstáculo que superar. Tengo tanto miedo de cometer un error que miro el compás como si los ojos se me fueran a saltar de la cabeza y cuando llega el momento de pasar al siguiente compás los ojos se me van de un salto a la derecha pero ya es tarde, he cometido un error y la abuela me grita desde la cocina:
—¡Fa sostenido, Sadie! ¡Está en la armadura de clave!
La abuela tocaba antes el piano, aunque no la he oído ni una sola vez en la vida, así que tiene derecho a corregirme. De manera que empiezo de nuevo, pero en esta ocasión mi mano izquierda olvida que debe sostener el sol hasta el siguiente compás porque hay una ligadura, me interrumpo y mi mano derecha golpea velozmente la izquierda y ésta se disculpa diciendo: «Lo siento lo siento lo siento no lo haré más», pero la derecha está furiosa y dice: «Estoy hasta las narices de que te portes tan mal, no pienso tolerarlo ni un minuto más, ¿me oyes?», y la izquierda se acobarda y se encoge y vuelve al teclado mascullando: «Hago todo lo que puedo». «¿Qué has dicho?», pregunta la mano derecha en un tono áspero y furioso. «He dicho que hago todo lo que puedo», insiste la izquierda con voz un poco más alta porque está a la defensiva y, después de todo, no ha cometido ningún asesinato, sino que ha soltado el sol un momento antes de lo que debía. «¡Bueno, pues vas a tener que hacer más que todo lo que puedes —grita la mano derecha—, porque todo lo que puedes no es suficiente!» Todo ello ocurre en una fracción de segundo, la abuela ni siquiera se da cuenta de que ha habido una pausa en la interpretación, empiezo de nuevo. Cuando la mano derecha comete un error, la izquierda no se atreve a gritarle, sencillamente repara en el error y alberga resentimiento contra la derecha sin atacarla abiertamente; toda la parte izquierda de mi cuerpo es inferior debido a la ubicación de la marca de nacimiento.
(Mamá tiene un piano en su casa en Yorkville y no sólo no cierra nunca la tapa, sino que ni siquiera usa partituras; sencillamente toca los acordes que necesita para cantar, y cuando no está cantando fuma, cosa que, según dice la abuela, es una costumbre asquerosa a la que espera que yo nunca me aficione).
Por fin son las seis en punto y puedo dejar de tocar el piano y poner la mesa en el salón. Primero los tres salvamanteles individuales que cazarán con destreza cualquier miga descarriada que pueda caer de nuestros torpes dedos y que de lo contrario quedaría prendida en el mantel de encaje de donde sería diabólicamente difícil de quitar. Luego los grandes platos blancos con el círculo dorado que los bordea y los platitos de pan a juego que se ponen en la parte superior izquierda. Después la pesada cubertería de plata que se guarda en una caja forrada de terciopelo en el cajón de arriba del aparador. El tenedor va a la izquierda del plato, el cuchillo a la derecha con el filo hacia dentro porque de otro modo podrías cortarte al cogerlo (aunque, de todas maneras, la gente no debe coger el cuchillo por el filo), la cuchara sopera a la derecha del cuchillo porque la comida empieza con sopa (en las comidas de gala donde hay cantidad de cubiertos distintos junto al plato, la abuela dice que no hay que preguntarse siquiera cuál usar primero, la regla de etiqueta es empezar desde fuera y seguir hacia dentro), la cuchara de postre boca abajo encima del plato con el mango hacia la derecha para cogerla más fácilmente con la derecha (¡una pena para los zurdos!), el vaso de agua justo encima del cuchillo y un poquito hacia la derecha. Mientras tanto, el abuelo ha vuelto a casa de pasear al perro y ha cogido a
Regocijo
en brazos para limpiarle las pezuñas con un trapo (de manera que no deje un rastro de fango y aguanieve dentro de casa) y luego ha encendido la tele para ver las noticias vespertinas. Allí vemos que Diefenbaker y Pearson han dado con algo acerca de lo que estar en desacuerdo y que el Muro de Berlín ha quedado terminado por completo y que el presidente Kennedy está castigando a Cuba por capturar a todos los cochinos que envió allí el año pasado. Continúan surgiendo cantidad de conflictos por todo el mundo que no consigo entender, pero cuando viene mamá son motivo de discusiones como por qué se gasta Estados Unidos una fortuna en enviar cohetes al espacio cuando millones de sus propios ciudadanos siguen viéndoselas con el problema de ser pobres, parados y negros, cosa con la que yo estaría de acuerdo, pero no así sus padres; le preguntan si se está convirtiendo en chusma comunista o algo por el estilo. La abuela y el abuelo nunca discuten, apenas hablan en absoluto. Creo que el abuelo no tiene derecho a contarles a otras personas lo que le cuentan sus locos tumbados en el diván de su despacho el día entero, y el único interés que tiene aparte de eso es, por lo que sé, el jockey (en el que Gordie Howe es su héroe), pero el jockey deja a la abuela indiferente por completo. Por lo que respecta a la abuela, le supondría todo un reto hacer que sus actividades cotidianas resultaran intrépidas y emocionantes, así que a la hora de cenar nos limitamos a comer y decir: «¿Me pasas la mantequilla, por favor?» y «¿Un poco más sopa?» y cosas así.
Los días son largos, incluso en invierno cuando deberían ser cortos; las semanas son más largas aún y los meses son inacabables. Los cuento conforme pasan pero no sé hacia qué cuento. La vida es interminable.
A finales de enero, un domingo por la tarde creo que voy a morirme de aburrimiento, así que le pregunto a la abuela si puedo salir a hacer un muñeco de nieve en el jardín. Ella me dice que hace mucho frío pero se lo suplico hasta que cede con un suspiro y me ayuda a ponerme el mono acolchado y las botas de nieve. El gorro de lana y las manoplas con la cuerda que va de manga a manga por debajo del abrigo (de modo que no los pierda) y justo cuando me está atando la bufanda caigo en la cuenta de que tengo que hacer pis.
—Lo siento, abuela —le digo con una voz pequeñita—, pero tengo que ir al baño.
Y ella se enfurece y me quita la ropa para la nieve tan bruscamente como puede, mientras dice:
—¿Haces todo lo que está en tu mano por exasperarme, Sadie?
Y yo digo:
—¡No, no, abuela, de verdad que no, te juro que hace cinco minutos no tenía que ir al baño!
Y ella dice:
—Bueno, que te sirva de lección. Igual la próxima vez prestas más atención a las señales.
Y por mucho que le suplico, después de hacer pis se niega a dejarme salir.
En febrero ocurre algo fuera de lo normal, que es que Lisa, una de las chicas de mi clase, me invita a su fiesta de cumpleaños. Sé que no me invita a mí como individuo, invita a todas las niñas de la clase («probablemente para demostrar lo ricos que son sus padres —dice la abuela—, que pueden permitirse celebrar una fiesta para treinta personas») y no puede excluirme sólo a mí, porque llamaría mucho la atención. También allí, en la fiesta de Lisa, ocurre algo terrible debido a mi necesidad de hacer pis. Estamos comiendo el plato que ha preparado la madre de Lisa, que son hamburguesas sobre una tostada empapada en una salsa de carne espesa y suculenta, nunca había probado nada tan delicioso y estoy totalmente anegada en placer, todo el mundo habla al mismo tiempo y se divierte tal como deben hacer los niños en las fiestas y yo finjo formar parte de la alegría general, cuando de repente toda la limonada que he estado engullendo se hace sentir ahí abajo con urgencia y me sonrojo, pensando que voy a mearme en los pantalones, lo que sería la humillación definitiva, así que me levanto y le preguntó a la madre de Lisa en un susurro dónde está el cuarto de baño. Me lleva pasillo adelante como si fuera lo más natural del mundo hacer pis en medio de una comida, sin echarme una reprimenda como hubiera hecho la abuela, cosa que le agradezco. Cierro la puerta y hago pis a placer, y luego no puedo volver a abrir el pestillo. Es como una pesadilla, es como una auténtica pesadilla, continúo forcejeando con el cierre que se niega a ceder y empieza a entrarme pánico, tal vez me quede encerrada en ese baño el resto de mi vida, así que empiezo a golpear la puerta pidiendo ayuda. Unas niñas gritan desde el otro extremo del pasillo: