Una vez en un sueño subí hasta donde estaba mamá sentada a su mesa trabajando y le tiré de la manga para que me hiciera caso, pero ni siquiera volvió la cabeza hacia mí, sino que se limitó a decir con voz pétrea: «No. Vete, ¿me oyes? No te quiero. No vuelvas a molestarme nunca», pero en la realidad jamás me ha hablado de esa manera.
Siempre veo más a mi padre que a mi madre, lo que no es habitual. Papá es un cocinero excelente y por desgracia trabaja en casa porque se dedica a escribir obras de teatro. A veces sus obras llegan a los escenarios, pero hasta el momento no ha tenido ningún gran éxito, seguro que llegará a tenerlo algún día y su talento será reconocido por fin, aunque lo cierto es que se está haciendo más bien mayor, va para cuarenta mientras que mamá sólo tiene veintiséis. Ella da conferencias sobre el Mal en universidades por todo el país. Lo cierto es que el Mal es una especialidad bastante extraña y no sé cómo explicarlo, así que cuando las madres de mis amigos me preguntan qué hace mi madre, me limito a decirles que enseña Historia y también está preparando el doctorado. Eso les cierra la boca, aunque no sé exactamente qué significa porque no tiene planeado ser doctora.
Sea como sea, es el sostén de la familia y eso también es poco habitual, y de resultas de ello papá y yo estamos a menudo solos. Echo de menos a mamá cuando está de viaje, pero también es divertido porque papá y yo hacemos cantidad de cosas a las que ella se opondría, con el acuerdo entre caballeros, como lo llama papá, de mantenerlas en secreto entre nosotros dos. Nos duchamos cuando nos viene en gana, no llevamos horarios fijos, a veces vemos la tele mientras cenamos, bebemos Coca-Cola y echamos chorros de ketchup en la comida, por no hablar de cosas que pueden provocarte cáncer como el monosodio glutamático que ahora está prohibido hasta en los restaurantes chinos.
Huelo que preparan el desayuno y aunque el olor es maravilloso me infunde pavor porque eso supone otra pelea, sin lugar a dudas. Papá está haciendo huevos con beicon y mamá prefiere que respetemos la costumbre judía de no comer nada que proceda del cerdo. No tiene nada personal contra los cerdos y en realidad cuando era niña creía que Estados Unidos había enviado miles de cochinos a invadir Cuba, cosa que en realidad no ocurrió y ahora la hace reír, pero aún cree firmemente en las reglas de la cocina
kosher
, mientras que papá prefiere inventar sus propias reglas.
Papá cuenta un chiste sobre un pobre hombre que solía sentarse en un banco delante de una casa de comidas de tres al cuarto toda la mañana porque no podía permitirse pagar el desayuno pero le encantaba el olor del beicon al freírse, así que se quedaba allí sentado e inhalaba el aroma a placer. Pero el dueño del restaurante se dio cuenta, y con el tiempo empezó a ponerlo de los nervios, así que salió con un plato de hojalata y le dijo: «Tienes que pagarme todo lo que has estado disfrutando con mi beicon». El pobre hombre hurgó en el bolsillo para sacar una moneda y la echó en el plato, donde tintineó, luego volvió a cogerla y se la guardó. «¡Eso no es pagar!», le espetó el dueño del restaurante, y el pobre hombre sonrió y le dijo: «¡A mí me parece justo: yo me quedo con el olor de tu comida y tú con el sonido de mi dinero!»
Papá contaba otro chiste en el que un pobre pide limosna delante del restaurante Katz's allá en la calle Houston y un empresario grande y gordo se compadece de él por su aspecto de desgraciado, así que le echa cinco dólares al sombrero, pero luego, unos minutos después, el empresario gordo pasa por delante del restaurante y ve al pobre dentro, poniéndose las botas de salmón ahumado y crema, y no puede creer lo que ve. Entra en el restaurante y le dice: «¿Qué haces? Te doy cinco pavos y lo dilapidas de una tacada en salmón ahumado y crema?» Y el pobre levanta la mirada y le dice (es la bomba la manera que tiene papá de imitar su voz): «No puedo comer salmón ahumado y crema cuando estoy sin blanca y tampoco puedo comer salmón ahumado y crema cuando tengo dinero, así que ¿cuándo puedo comer salmón ahumado y crema?» Cada vez que papá cuenta el chiste le hace desternillarse, pero mamá no ríe en absoluto y salta a la vista que en el fondo está de acuerdo con el empresario gordinflón, concretamente con lo de que no hay que malgastar el dinero.
Salgo del cuarto y, como era de esperar, mamá está sentada a la mesa del desayuno con un semblante como el del Golem del que a veces me habla.
—¿Huevos con beicon, Randall? —dice papá.
Y yo, sin pensármelo, digo:
—Claro. —Porque hay dos argumentos a favor de esa respuesta: primero que mi estómago lo desea y segundo que haré feliz a papá, mientras que sólo hay un argumento a favor de la respuesta contraria: concretamente hacer feliz a mamá. Sería mejor aún no tener que sentirme desgarrado nada más levantarme de la cama por la mañana.
—Estás convirtiendo a nuestro hijo en un cerdo —masculla mamá mientras papá me sirve la comida en el plato, lo que también me recuerda a la Reina de Corazones que convertía al bebé en brazos de Alicia en un cerdo. Igual las madres de verdad también miran a veces a los cagoncillos que se retuercen entre sus brazos y se preguntan: «¿De dónde demonios ha salido esto?» Quizá mamá se lo preguntaba cuando yo era pequeño y no podía por menos de estar disgustada conmigo.
—Anda, venga, Sadie —dice papá en tono amable, en plan broma, como si no pudiera hablar en serio. No le gusta pelear tanto como a ella, y en la vida le he oído levantar la voz.
—¿Te has lavado las manos y la cara? —me pregunta mamá y yo le digo que sí porque desde luego no quiero que se me enfríen los huevos revueltos—. Enséñame las manos —dice.
Cuando se las tiendo con las palmas vueltas hacia arriba, se me cae el alma a los pies porque tal vez se dé cuenta de que miento y en realidad no me he lavado las manos desde que me acosté anoche, aunque no sé cómo se me pueden haber ensuciado mientras dormía. Me coge las manos en las suyas y les da la vuelta.
—Randall, otra vez has estado mordiéndote las uñas.
—Sadie, deja al crío que desayune, ya le volverán a crecer las uñas.
—¡Ya le volverán a crecer las uñas! —exclama mamá, y se vuelve hacia papá, indignada, lo que al menos me da la oportunidad de sentarme y llevarme algo de comida a la boca—: ¡Ya le volverán a crecer las uñas!
—Voy a ponerte más café caliente, Sexy Sadie —dice papá, lo que (traducido) significa que ésa no es en absoluto buena manera de empezar un perfecto día de verano a principios de julio de 1982 y tal vez deberíamos comenzar otra vez desde cero, ¿qué te parece?
Mamá tiende la taza y acepta el café e incluso da las gracias porque no quiere ofrecer mal ejemplo.
—Bueno, ¿qué planes tienes para hoy, Randall? —me pregunta, y yo me pregunto en silencio: «¿Es que no recuerda lo que era ser niña en vacaciones de verano y no tener ningún plan en absoluto más allá de jugar, pasar el rato con los amigos y gozar de la deliciosa libertad de los días interminables?»
Pero antes de que tenga la oportunidad de responderle, papá acude al rescate.
—Ah, no te preocupes por él —dice en tono de chanza—. Tiene todo el día ocupado entre estudiar la Biblia, las clases de lectura y el entrenamiento deportivo de las nueve a las diez… y luego…
—Ahórramelo, Aron —replica mamá—. Sólo con que me ahorraras una de cada diez muestras de tu irresistible sentido del humor, me daría por satisfecha.
Aparta la silla, que emite un fuerte chirrido al rozar contra el suelo. No quiero que se vaya de mal humor, así que digo en tono apaciguador pero al mismo tiempo despreocupado:
—No, mamá, no te preocupes. Tengo cantidad de cosas que hacer. He de recoger la habitación y por la tarde me han invitado a casa de Barry a jugar.
—Vaya, me alegro —comenta mamá desde la entrada, donde está comprobando su aspecto en un espejo de cuerpo entero—, porque prefiero que no andes en la calle, han dicho que va a pasar de treinta y cinco grados esta tarde.
Recojo el último trocito salado y crujiente de beicon con la yema del dedo, me lo meto en la boca y me chupo el dedo, pero aunque está vuelta de espaldas a mí me ve hacerlo en el espejo y dice: «¡No comas con los dedos!», aunque lo dice automáticamente porque ahora está concentrada en su aspecto, algo así como toqueteándose el flequillo una y otra vez para que le caiga sobre la frente como es debido. No se irá del apartamento hasta que su aspecto en el espejo cuente con su aprobación, lo que a veces le lleva un buen rato, cosa que no entiendo; todo el mundo cree que mi madre es muy guapa salvo mi madre. Ahora se está mirando de perfil para asegurarse de que no le sobresale el estómago; siempre le preocupa estar gorda, cosa que no está; como dice papá, es simplemente curvilínea y yo estoy de acuerdo por completo. Ahora se toquetea el pelo otra vez. Ah, por fin:
—Bueno, chicos, portaos bien. Nos vemos luego.
Ni siquiera nos lanza un beso de despedida cuando sale por la puerta.
Noto que papá emite un pequeño suspiro de alivio pese a que no hace el menor sonido. La verdad es que la atmósfera se distiende cada vez que mi madre sale de una habitación y se carga cada vez que entra: me limito a exponer los hechos. En realidad mi madre es una persona muy buena, la quiero de verdad y sencillamente me gustaría saber qué hacer para que estuviera relajada y feliz, y creo que papá siente exactamente lo mismo. Cruzamos la mirada un segundo por encima de la mesa del desayuno para decírnoslo y luego papá se levanta y empieza a retirar los platos silbando entre dientes y yo me vuelvo a mi habitación para vestirme.
Papá dice que es dura con todo el mundo pero especialmente dura consigo misma, y eso es porque aspira a la Excelencia, así que lo único que podemos hacer es intentar en la medida de lo posible ser Excelentes y no preocuparnos mucho al respecto. Al menos estoy mejorando y ahora nunca se me olvidará dibujar los estómagos de la gente.
Me hago la cama y pongo a mi osito
Marvin
encima de la almohada, que es su lugar. Una vez mamá lo tiró. Me lo encontré en la papelera debajo de la mesa al llegar a casa del parvulario y no podía creerlo. «¿Quién ha tirado a
Marvin
? —berreé, sollozando de ira y también con la sensación de pérdida que me habría embargado si no lo hubiese encontrado a tiempo—. ¿Quién ha tirado a
Marvin
?
»
Aquel día mamá se mostró arrepentida, me abrazó y se disculpó, diciéndome que lo había hecho porque estaba demasiado viejo y destrozado. «¡Pero eso es lo que me encanta de él!», repuse, sin parar de llorar porque, aunque desde luego me sentía mejor tras su disculpa, también estaba disfrutando de la insólita sensación de dominar la situación en un enfrentamiento con mi madre. Sostuve el osito en alto con las dos manos hasta que volvió a disculparse. Aun así, mi alegato era cierto: quería a
Marvin
no a pesar de que era un oso viejo y destrozado, sino precisamente por ello, porque los platillos que antes llevaba en las patas delanteras están rotos, igual que la llave a la espalda con la que se le daba cuerda para hacerlo marchar, y uno de sus ojos de tono marrón dorado está estropeado y lloroso, de manera que parece medio ciego. Pero lo que más me encanta de
Marvin
es la auténtica razón de que mamá lo tirara, concretamente que era el juguete de mi abuela Erra de niña.
La abuela Erra es otra manzana de la discordia entre mis padres y en general un tema delicado en casa: mientras que papá y yo estamos locos por ella, mamá tiene al respecto sentimientos encontrados, y eso es quedarse corto. Tenemos todos sus discos y la gente siempre se muestra impresionada cuando les digo que Erra, la famosa cantante, es en realidad mi abuela. Es cierto que al mirarla resulta difícil creer que sea abuela, sobre todo cuando está sobre el escenario, con el maquillaje y la iluminación y a cierta distancia. No tiene más que cuarenta y cuatro años y parece más joven porque es delgada, ágil y liviana, y lo más curioso es que de pequeña quería ser la Gorda del circo cuando creciera. Sobre el escenario tiene el aspecto de una niña desamparada o un hada ingrávida y los sonidos que emite son absolutamente estremecedores, sin igual. Tiene todo un grupo de cantantes e instrumentistas a su cargo. Ensayan, viajan y actúan todos juntos, pero los demás músicos son en esencia de acompañamiento y cuando llega la hora de la verdad Erra está sola en el centro del escenario con su ralo cabello rubio radiante como la corona de un hada bajo los focos y miles de ojos fijos en ella y miles de oídos siguiendo los furiosos meandros ululantes de su voz.
Siento un vínculo especial con la abuela Erra porque los dos tenemos idénticas marcas de nacimiento redondas y marrones. La suya está en la parte interna del codo izquierdo y la mía en la base del cuello o más bien a medio camino entre el cuello y el hombro izquierdo. Un día cuando pasaba el fin de semana en su casa, que es un
loft
allá en el Bowery, comparamos las marcas de nacimiento y me dijo que la suya la ayudaba a cantar, así que le conté que la mía me hace compañía, le dije que era como un diminuto murciélago peludo encaramado a mi hombro y que me susurraba consejos al oído siempre que lo necesitaba, y ella aplaudió y me dijo: «¡Qué bien, Randall, prométeme que nunca perderás el contacto con ese murciélago!» Así que se lo prometí.
Es tan cariñosa…
No sé con exactitud qué tiene mamá contra la abuela Erra, a menos que esté tal vez celosa de su fama y su éxito y de que todo el mundo la admire tanto. Creo que piensa que su madre es una soñadora y una vez le oí llamarla avestruz a la inversa, en el sentido de que no tiene la cabeza metida en la arena sino en las nubes, y se niega a enfrentarse a los problemas esenciales de la gente que tiene los pies en la tierra. Mientras que mamá, por ejemplo, se mantiene al día de todas las guerras y hambrunas en el mundo, la abuela Erra ni siquiera tiene tele. Asimismo, mamá piensa que su madre es inmoral porque se ha acostado con mucha gente. En mi opinión es emocionante ser tan inmoral. Mamá no llegó a conocer a su auténtico padre, lo que era muy poco común en aquellos tiempos, así que cuando vas al meollo de la cuestión es una bastarda aunque se supone que no debes decir bastarda sino hija ilegítima. Durante un tiempo tuvo un padrastro al que apreciaba de veras que se llamaba Peter y solía llevarla todos los domingos a Katz's, que estaba a la vuelta de la esquina de donde vivían, pero llegó un tal Janek y la abuela Erra decidió vivir con él, así que puso a Peter de patitas en la calle y mamá se quedó toda mustia. No soportaba a su nuevo padrastro, Janek, porque nunca le prestaba atención y casi no hablaba inglés, y además se mordía las uñas y hacia rechinar los dientes, y a veces se encerraba en silencio durante días seguidos, bebiendo ginebra y mirando las paredes. Al cabo, terminó por suicidarse en su misma cocina, lo que resulta absolutamente increíble. Por suerte, mamá, que por entonces tenía diez años, estaba en la escuela y no vio la sangre y los sesos esparcidos por todo el embaldosado de la cocina. Después se mudaron al Bowery a escasas manzanas y desde entonces Erra ha tenido toda clase de novios y ahora vive con una mujer, una cosa que pasa que se llama homosexualidad. A mamá le parece demasiado inestable para un niño, así que ya no me deja quedarme a dormir en casa de la abuela Erra.