Mar de fuego (52 page)

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Authors: Chufo Lloréns

BOOK: Mar de fuego
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—¡Levantaos, por Dios! —le ordenó la condesa—. ¡Así no se resuelve nada!

Berenguer volvió a sentarse en el escabel.

—¿Qué esperáis que haga? —le preguntó su madre, en tono acusador—. ¿Acaso creéis que voy a defraudar la confianza de un excelente súbdito y entregaros a su hija contra su voluntad para que os divirtáis con ella?

Berenguer, con tal de cumplir su capricho, era capaz de mentir hasta el final.

—No, madre. Si para lograrlo debo pasar por la vicaría, estoy dispuesto a ello.

Almodis suspiró profundamente.

—No parecéis cuerdo, hijo mío. Para que tal disparate fuera factible, vuestra elegida debería ser de la más alta nobleza y no lo es. Su padre, excelente súbdito, únicamente es ciudadano de Barcelona.

—Bien la habéis aceptado como dama…

—Eso es algo que a nadie más que a mí atañe y desde luego no es una cuestión de Estado. Y hablando de damas, decidme ahora sin mentir, ¿quién fue la que os abrió la puerta? Porque según me ha dicho doña Brígida, la balda estaba cerrada como cada noche: me asegura sin dudarlo que ella misma la cerró.

Berenguer se dispuso a sacrificar un caballo para ganar un alfil, aunque trató de llevar su comedia hasta el final.

—No me obliguéis, señora.

—¿Quién fue, Berenguer?

—Señora, mi caballerosidad me impide…

—No me vengáis con necios escrúpulos. Soy vuestra madre y os exijo la verdad.

Berenguer fingió dudar.

—¡Estoy aguardando y mi paciencia no es infinita! —insistió Almodis.

—Fue Adelais de Cabrera, madre. Ella, por odio a Marta, me instigó a cometer el dislate. Del cual, madre, estoy muy arrepentido.

Almodis reflexionó un instante. Luego, tras suspirar profundamente, habló de nuevo.

—Por esta vez cubriré todo este desgraciado incidente. Pero os advierto, Berenguer, que no quiero volver a oír hablar de este asunto. Prometí a Martí Barbany que cuidaría de su hija en su ausencia, y eso haré, aunque para ello deba enfrentarme a mi propio hijo.

Berenguer permaneció cabizbajo.

—Tampoco deseo indisponerme con el señor de Cabrera, así que enviaremos a Adelais a su casa aduciendo que se encuentra enferma. Sólo ella, vos y yo sabremos lo que de verdad sucedió esa noche. Y, Berenguer —añadió Almodis en un tono gélido—, acostumbraos a usar la seducción, y no la fuerza, para satisfacer vuestros deseos. Sólo los mal nacidos fuerzan a las damas… y quiero pensar que mi hijo, al que parí en este palacio, no es uno de ellos.

63

La baza de Magí

Magí había aceptado por fin la verdad, y eso había cubierto con un manto de excusas los escrúpulos de su adormecida conciencia: se había enamorado de Nur y estaba dispuesto a todo por hacer realidad su sueño.

Saldría de la residencia, trabajaría en lo que fuere para rescatar a su amada de aquel oficio, a su madre ya no le quedaba mucho camino, y podrían vivir felices en los aledaños de Montjuïc. Y estaba seguro de que lo que ese día iba a decirle a Bernabé Mainar le proporcionaría los dineros necesarios para empezar a abrirse camino.

Aquel día, pues, alteró su ruta: salió por la puerta del Bisbe y siguiendo el perímetro de la muralla se dirigió hacia la Vilanova dels Arcs. Su curiosidad le había conducido otras veces por este camino. Sabiendo que Mainar era propietario de otra mancebía mucho más importante que la que él frecuentaba, sin atreverse a traspasar la puerta, había querido verla por fuera.

En esta ocasión pensaba ser recibido en ella.

Se llegó hasta la puerta de la casa y observó con curiosidad la historiada aldaba que ornaba la cancela; después golpeó con ella la recia madera.

Al punto se abrió un tanto la hoja y una voz de mujer de la que sólo divisaba vagamente el perfil en la penumbra le interrogó desde dentro:

—¿Adónde vais a tan temprana hora? Todavía estábamos cerrados.

—No acudo como cliente; vengo únicamente a dar un recado a don Bernabé Mainar —dijo Magí en tono imperioso.

La mujer lo observó con desconfianza.

—Dádmelo a mí, yo se lo transmitiré.

—Lo siento, pero él me dijo que tratara este asunto personalmente.

Rania dudó unos instantes: aquel joven no le parecía nadie importante, pero, conociendo el talante desabrido de su amo, decidió darle paso. Así que abrió la puerta, no fuera que el patrón estuviera interesado en aquel pellejo de hombre y el impedirle la entrada le causara problemas.

—Pasad. Decidme vuestro nombre y condición.

—Magí. Dile a tu amo que ha venido Magí, el secretario del señor Llobet. Y que ya tiene cumplido su encargo.

—Voy a ver. Aguardad un momento.

La mujer partió dejándolo en el recibidor, mientras Magí observaba la hermosa estancia. Al poco los precipitados pasos de la mujer anunciaron su regreso. Sus maneras habían variado notablemente.

—Tened la bondad de seguirme.

Magí sonrió para sus adentros: comenzaba a sentirse importante y su intuición le dijo que su suerte podría cambiar para mejor.

Cuando ya llegaban a la cancela del fondo la mujer, sin volver el rostro, le dijo:

—Mi nombre es Rania, señor. Si volvéis otro día, preguntad por mí.

Tras estas palabras y mientras golpeaba con los nudillos la puerta, anunció:

—Amo, si dais la venia…

La conocida voz de Mainar habló tras la gruesa madera.

—Adelante.

Al entrar en aquel inmenso gabinete, Magí se sintió algo cohibido, pero al oír el caluroso recibimiento que le prodigaba el tuerto, su ánimo se tranquilizó.

—¡Por las ánimas del purgatorio que no esperaba vuestra visita!

—Me dijisteis, señor, que cuando tuviera noticias de algo concerniente a vuestro encargo acudiera al punto a comunicároslo.

—He intuido algo al respecto. Pero pasad, Magí… Sentémonos, pues pienso que vuestra explicación ha de ser prolija.

A indicación de Mainar, el joven sacerdote se adelantó hasta el asiento que le indicaba el otro y aguardó a que su anfitrión hiciera lo propio.

—¿Os apetece tomar alguna cosa?

—Lo que toméis vos mismo.

Mainar se acercó a la licorera y en sendas jarras sirvió dos generosas raciones de ardiente licor de cerezas.

—Y decidme, amigo mío, ¿a qué afortunada circunstancia debo el honor de esta sorprendente visita?

Magí, al intuir la curiosidad del otro, comenzó a sosegarse.

—Me dijisteis, si mal no recuerdo, que en cuanto tuviera alguna novedad sobre Martí Barbany o gentes que vivieran en su casa, acudiera a contároslo.

Un relámpago de interés centelleó en el ojo del tuerto.

—Efectivamente, eso os dije; pero debe de ser importante y urgente, de no ser así me hubierais enviado recado por Maimón.

—Ignoro hasta qué punto es trascendente para vos; a mi leal entender cualquier cosa que se salga de lo normal y que se intente hacer al abrigo de la oscuridad debe de ser importante.

—Me tenéis sobre ascuas. Desembuchad, Magí.

Al percibir el patente interés de su interlocutor, el joven cura decidió jugar una carta.

—¿Recordaréis lo que me prometisteis?

—No me hace falta vuestro memento, soy un hombre de palabra y ha mucho que me pongo las calzas por los pies. Tened por seguro que si vuestro mensaje vale la pena, seréis recompensado.

Magí se arrancó:

—Veréis, señor, un suceso extraño me acaeció la última vez que visité a Nur. Iba yo en mi jumento camino de mi casa, cuando en la oscuridad me topé con dos jinetes que iban en el sentido contrario al mío. Al mirarlos, me pareció reconocer a uno de ellos como el hombre que me recibió en casa de Martí Barbany una vez que el padre Llobet me envió con un recado…

La explicación fue minuciosa y el tiempo pasaba deprisa. Al llegar al final de la historia, la expresión del rostro del tuerto no se le habría de olvidar a Magí en toda su vida. Al observarlo, el curita acabó el relato enfáticamente.

—Cuando hubieron partido salí de mi escondrijo y con mil precauciones me acerqué hasta la orilla. Entre las cañas hallé el objeto de mis dudas; cuál no fue mi sorpresa cuando pude comprobar que lo que había ardido era un tronco, pero, como os digo, lo milagroso fue que siguió ardiendo largo rato debajo del agua.

Una larga pausa cerró el monólogo de Magí. Mainar se levantó de su asiento y, con las manos en la espalda, comenzó a medir la estancia con largas zancadas. Luego se paró frente al curita y en un tono inusualmente afectuoso le inquirió:

—A ver, padre Magí, ¿me estáis sugiriendo que una madera puede arder bajo el agua? Vuestra visión, ¿no será efecto del humo de la hierba?

—No sólo lo sugiero, sino que lo afirmo con rotundidad. Estas manos que se han de comer los gusanos tocaron el tronco, que aún estaba húmedo y cuya corteza, sin embargo, abrasaba.

Mainar repreguntó:

—Me decís que os los encontrasteis en el camino, de lo cual se infiere que ignoráis de dónde venían y como es óbice, a su regreso no los seguisteis, por tanto no sabéis adónde fueron.

Magí se puso en guardia.

—Mal podía seguirlos cuando tuve que comprobar qué era lo que había ardido en el agua.

—No veáis en mi pregunta reproche alguno. Creo a pie juntillas vuestro relato, intuyo la importancia de lo que habéis tenido ocasión de presenciar. Voy a poner todo mi empeño en descubrir dónde y cómo se ha fabricado tal prodigio; si lo consigo, no dudéis que sabré gratificaros como corresponde. Pedidme lo que queráis.

Magí vio el cielo abierto y balbuceante, se atrevió a decir:

—Entonces, señor, si tal acontece os rogaría que concedierais la libertad a Nur.

—No comprendo vuestro empeño, ¿queréis acaso llevárosla con vos al convento?

—Mi deseo es colgar los hábitos y desposarla, señor.

—¿Acaso no os va bien tal como tenéis ahora la cuestión? La veis cada semana, no os cuesta un maldito sueldo y me consta que además del fornicio se os suministran otras cosas.

—La quiero únicamente para mí, señor, no puedo soportar que la toque otro hombre, y sé que a ella no le parece mal la idea.

Mainar miró socarrón a su ansioso interlocutor.

—Curiosa institución esta del matrimonio; los que están afuera quieren entrar y los que están dentro quieren salir. Mi consejo es que sigáis tal como estáis, pero si porfiáis en vuestro empeño y vuestra confidencia se confirma, contad con mi palabra: la mujer es vuestra.

64

Forjando alianzas

Hacía semanas que Mainar no visitaba a Marçal de Sant Jaume. Lo hizo en aquella ocasión montado en uno de los mejores caballos de su cuadra, un cuatralbo castrado cruce de árabe e hispano de gran alzada y remos finos. Al transitar por la vía Francisca observó la cantidad ingente de comerciantes con aspecto de posibles parroquianos de su carnal mercancía que acudían a la feria mensual del Mercadal y se felicitó por ello: a algunos de ellos sin duda los vería por la noche.

Al llegar frente a la cancela no pudo dejar de admirar el historiado enrejado de la verja que parecía talmente un elaborado encaje de hierro.

El mayordomo aguardaba rígido como un poste la llegada del visitante a la entrada de la casa, y sabiendo de la consideración que gozaba, le introdujo en el salón en tanto iba a anunciar su presencia. Al punto regresó dispuesto a acompañarle hasta un pequeño pabellón de caza, donde Marçal de Sant Jaume, cubierta su vestidura con un delantal de flexible cuero, armado con las herramientas que convenían, estaba preparando y afilando personalmente las puntas de sus flechas de caza. Su saludo fue afectuoso. Amén de que su negocio marchaba viento en popa, la prodigalidad mostrada por el tuerto con los mancusos donados a mayor gloria de su señor Pedro Ramón, le había causado una gran impresión.

—Sed siempre bienvenido a mi casa, Mainar.

—El gusto de visitaros es mío.

El noble detuvo su trabajo y deshaciéndose del delantal y tras dejarlo en una percha, interrogó a Mainar:

—No es vuestra costumbre presentaros sin avisar. Imagino que tal circunstancia no se deberá a alguna desagradable incidencia.

—Muy al contrario, señor. Mi motivo se debe a una afortunada coyuntura.

Marçal de Sant Jaume, que tenía muy presentes las agradables sorpresas que aquel hombre le había proporcionado, alertó sus sentidos.

—De haberme hecho llamar hubiera ido yo a vuestro encuentro.

Lo cierto era que, desde que conocía su historia, le producía un raro estremecimiento que el tuerto visitara su casa. Su aspecto no dejaba de impresionarlo por muchas veces que le viera. La elevada estatura, su vestimenta casi siempre negra y parda, y sus grandes manos llamaban su atención, pero sobre todo el cabello partido en dos por una crencha blanca, la larga coleta, el parche cubriendo su ojo izquierdo y la penetrante mirada de su otra pupila, le producían escalofríos.

—Éste es un buen sitio para dialogar —dijo el caballero de Sant Jaume, luchando contra la incomodidad que sentía ante su visitante—. Aquí me hallo a salvo de visitas impertinentes y mis criados saben que, de no ser alguien muy especial como vos, no se me debe importunar. Éste es el refugio donde paso mis horas más felices, que dedico a una labor artesanal que de hacerla en público tal vez me sería criticada. Ya sabéis que un caballero no puede dedicar sus ocios a tareas manuales; sin embargo, la fabricación en mi pequeño horno y el pulido de las puntas de mis flechas me causa un inmenso placer, sosiega mi espíritu y me aleja de todas las desdichas de este mundo.

—He creído, señor, que el asunto es sobradamente trascendente para importunaros; sin embargo, puedo volver en otra ocasión —dijo Mainar.

—Mi mayordomo me conoce bien y si ha venido a anunciarme vuestra visita es porque sabe que sois una de las excepciones a las que me he referido anteriormente; pero pasemos a mi gabinete; allí estaremos a resguardo de escuchas inoportunas.

Sin salir del pabellón de caza, pasaron a una salita apartada en cuyas paredes se podían ver toda clase de arcos, saetas, panoplias de terciopelo rojo cubiertas de diversas puntas de flecha y, sobre una mesa, hasta la reproducción en miniatura de una pequeña catapulta.

—Hermosa colección —comentó el tuerto.

—¿Verdad que sí? Disfruto enormemente de estos pequeños tesoros. Pero habéis venido a contarme algo, querido Bernabé… Sentémonos allí —dijo, mientras señalaba un rincón formado con dos escabeles—, y tendré el placer de oír vuestra historia.

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