Authors: Chufo Lloréns
La condesita Sancha
Las condesitas Inés y Sancha se reunían con las otras damas todas las tardes, después del rezo de las ánimas, en la sala de costura, donde, dirigidas indistintamente por doña Lionor o doña Brígida, practicaban labores de diversas especialidades que iban desde la confección de tapices, encajes de bolillos, trabajos de bordados en tambor o labores de ganchillo y agujas.
A Marta le habían asignado un inmenso cilindro relleno de crin de caballo forrado de raso marrón y atravesado de arriba abajo por una franja de suave piel de oveja, del que pendían una cantidad inmensa de palillos de madera sujetos por hilos blancos que había que ir entremezclando para luego clavarlos mediante alfileres en el artilugio. A ella le costaba al principio un gran esfuerzo; sin embargo, manejados veloz y hábilmente por las manos de doña Lionor, se producía el milagro de que, ante los asombrados ojos de la muchacha, fuera creciendo una ancha franja de un encaje precioso. Al principio sus dedos obraron con torpeza pero al cabo del tiempo no únicamente podía manejarse sin mirar lo que hacía, sino que podía intervenir en las conversaciones de las demás sin que por ello su labor se viera perjudicada.
Durante un intervalo de tiempo era obligado guardar silencio, mas cuando la sesión avanzaba, la dueña acostumbraba a autorizar las charlas siempre que éstas versaran sobre temas propios de muchachas de buenas costumbres y de alta cuna, como era el caso. Aquella tarde se produjo una situación singular. Doña Lionor fue requerida con cierta urgencia por la condesa Almodis y tuvo que abandonar la salita, no sin antes recomendar a sus pupilas que fueran moderadas en sus comentarios y que sobre todo mantuvieran una actitud de trabajo y de respeto hacia las demás.
Sin embargo aquel día no era un día vulgar. La vida de palacio acostumbraba a ser de una monotonía exasperante para muchachas entre los doce y los dieciocho años; por tanto era de suponer que cuando algo anómalo acontecía, estuvieran revueltas; máxime cuando se trataba de tema tan apasionante como una futura boda o una cuestión de amores. Aquella tarde, la condesita Inés no había acudido a la clase pues el patronazgo de un nuevo convento había requerido su presencia. Por tanto presidía la sesión Sancha, que por otra parte era la protagonista del día, ya que la tarde anterior había llegado a palacio, invitado por su padre, el conde de la Cerdaña, Guillermo Ramón, para pedir su mano y en su honor se había planeado una cacería y a la noche siguiente una cena.
Las muchachas estaban arrebatadas.
—Señora, ¿no estáis nerviosa o al menos alterada?
La que así preguntaba era Estefania Desvalls, una muchacha morena y algo rolliza, muy simpática, con la que Marta había hecho muy buenas migas, heredera de una de las familias de próceres barceloneses más notable y de mayor raigambre.
—Más que nervios, siento curiosidad por ver cómo es mi futuro esposo —respondió Sancha.
Esta vez fue Araceli de Besora, cuyo padre era uno de los senescales del conde. Pelirroja, pecosa y muy atrevida.
—Yo estaría dando cabriolas. Pensar que voy a conocer al hombre con el que me habré de acostar y con el que voy a tener mis hijos…
Anna de Quarsà intervino.
—Creo que cualquier hombre vale para llegar a ser una mujer casada y salir del dominio de los padres.
—¿Para qué?, ¿para entrar en la tiranía de un marido que ni sabes cómo es, ni conoces sus costumbres? Creo que no vale la pena —apuntó Adelais de Cabrera.
Eulàlia Muntanyola, de la familia del obispo de Osona, apostilló:
—¿Qué pretendéis, entonces? ¿Ir para novicia?
—Si llego a abadesa tal vez firmara ahora mismo. Al menos gobernaría mi vida a mi manera, y es del común conocimiento que las novicias que aún no han profesado tienen sus caballeros —respondió, adusta, la primera.
Un instante de silencio se enseñoreó de la sala.
—Creo firmemente en el criterio de mi padre que, si bien sé que mirará por el bien del condado, me consta que me ama profundamente y no me llevará al sacrificio; y si con mi boda puedo coadyuvar al engrandecimiento de mi país, entiendo que es mi obligación y que no ha de haber en el mundo misión más honrosa que ésta —afirmó la condesita.
—Señora, sin duda se trata un marido de nobilísima cuna… Aunque algo mayor y viudo, ¿no hubierais preferido tal vez uno más cercano a vuestra edad? —preguntó Araceli.
—Querida, todas aspiramos a lo mismo, pero la perfección no existe.
—Todas deseamos un marido joven, noble y atractivo, aunque algunas lo pretenden desde su condición de ciudadanas sin nobleza y aquí no se sienten a gusto —dijo en voz alta y clara Adelais, mirando a los ojos a Marta.
Esta vez el breve silencio fue tenso. Marta, dejando su labor, se encaró con la de Cabrera.
—No estoy aquí por mi propia voluntad y no dudéis que, si de mí dependiera, por dejar de ver vuestra cara de bruja partiría en cuanto pudiera.
La otra se engalló.
—¿Creéis tal vez que somos tontas y no nos damos cuenta de la desvergüenza que mostráis con el joven vizconde de Cardona?
Las demás muchachas, incluida Sancha, habían dejado sus labores y observaban asombradas el duelo verbal de las otras dos.
Marta se puso en pie, roja hasta la raíz de los cabellos.
—Tal vez vuestro deseo os hace ver visiones: Bertran es un buen amigo al que nada me une ni del que nada pretendo.
—¿Por eso corréis con él por todo el jardín? Y no lo neguéis, la otra tarde os vi desde la ventana de mi propia cámara.
Marta no pudo contenerse: en el momento que aparecía en el quicio de la puerta doña Lionor, tomó el tambor de bordado de Araceli y lo lanzó a la cabeza de Adelais.
La dama entró precipitadamente en la estancia y se interpuso entre las jóvenes.
—¿Qué es lo que ocurre aquí? ¿Acaso habéis perdido la cordura, Marta?
—No hagáis caso, señora, son reacciones de plebeya que no sorprenden a nadie. Cuando una pieza se coloca fuera de lugar y desentona, ocurre lo que ocurre —replicó Adelais, con la voz teñida de rencor.
Ahora la que se puso en pie fue Sancha.
—Doña Lionor, Marta no provocó esto. —Luego se dirigió a Adelais—: Y por cierto, mi madre coloca siempre a cada una en el lugar que le corresponde, y si Marta está aquí es porque lo ha merecido.
—¿Ella o su padre, señora? —insistió Adelais.
—¿Vos o el vuestro, Adelais? Porque ¿qué méritos podéis alegar vos para residir en palacio?
Ante las palabras de la condesita, la dueña quedó en suspenso y ambas contendientes se miraron fieramente. Las hostilidades se habían iniciado, se había declarado la guerra.
La cacería
La mañana del martes había aparecido nublada y el ambiente en palacio auguraba tormenta. El conde había organizado una cacería en honor a su futuro yerno, el conde Guillermo Ramón de Cerdaña; un grupo de caballeros y servidores se esforzaba para que todo estuviera a punto. Escuderos, halconeros, cuidadores de mastines, batidores… todos pugnaban para que sus cometidos estuvieran acabados a tiempo por merecer el aplauso de su señor y evitar cualquier regañina del senescal. El piafar de caballos, el ladrido de los perros y el barullo que partía del patio de armas, donde los palafreneros y sus ayudantes trabajaban sin tregua enjaezando los nobles animales, atrajo la atención de Marta, que a tan temprana hora aún estaba en la cama. De un brinco de sus ágiles piernas se puso en pie y sin tiempo a cubrirse se asomó a la ventana. Desde su privilegiada posición pudo observar quiénes formaban la partida y sin querer sus ojos buscaron a Bertran. Estaba el joven a un costado del patio ocupándose personalmente de cinchar y embridar a Blanc, que pateaba jubiloso ante el anuncio de la cacería. El muchacho intentaba apaciguarlo con la voz, en tanto amarraba a la silla del noble animal la aljaba del conde de la que sobresalían los extremos de las flechas.
Casi sin darse cuenta, Marta sintió que algo rozaba sus hombros. Amina, que había oído que se levantaba, había corrido hasta el armario para colocar un chal abrigado sobre su espalda.
—Vais a coger frío, Marta —le susurró Amina, pero Marta, ajena a todo, seguía observando al joven.
El conde Guillermo Ramón de Cerdaña departía con el conde de Barcelona; montado en un garañón de gran alzada regalo de su futuro suegro, escogido de entre los cien caballos de guerra normandos que había comprado últimamente. De repente, sin saber por qué, Marta sintió que estaba en la mira de otros ojos y casi sin darse cuenta reparó en ellos. A un costado de la plaza de armas y en un grupo apartado, rodeado de escuderos, se hallaba el primogénito Pedro Ramón junto a Berenguer. A su lado, había varios cortesanos de las diversas familias afines al primero que, ya montados en sus cabalgaduras, charlaban animadamente. Un escalofrío recorrió la espalda de Marta cuando observó cómo Berenguer se ponía en pie sobre los estribos de su caballo y, descubriendo su cabeza, hacía una ampulosa reverencia con su gorrilla al punto de intentar rozar el suelo con el adorno de su pluma ante la atónita mirada de sus cortesanos y la de un sorprendido Bertran de Cardona, que al punto dirigió sus ojos hacia ella para ver a quién iba dirigido semejante homenaje.
La voz de Cap d'Estopes, desde su corcel, que caracoleaba visiblemente excitado, llamó la atención de Bertran.
—¡Bertran! ¿Estáis nervioso ante vuestra primera cacería?
El muchacho, que seguía con la mirada puesta en la ventana, tardó unos instantes en responder, con orgullo:
—No es la primera, señor. Allá en Cardona también se caza el corzo y el jabalí, y he acompañado a mi padre en varias ocasiones.
El joven conde lo observó con agrado. El orgullo de familia que mostraba el de Cardona le agradaba y, pese a que sabía que era una actitud cautelosa para no entregarse a los que él llamaba sus carceleros, era consciente de que en el fondo lo apreciaba y pugnaba por no ser su amigo.
—Dejad entonces los estribos más largos, la cabalgada hasta Olérdola va a ser larga y de esta manera llegaréis más descansado.
Bertran agradeció muy a pesar suyo el consejo y se maldijo una vez más. Aquel sentimiento de simpatía que sentía hacia Cap d'Estopes le hacía sentirse traidor a su padre… Sin embargo, iba llegando a la conclusión de que ese aprecio era algo irremediable. Antes de partir, dirigió de nuevo la mirada hacia el rostro de Marta y su corazón dio un brinco; el saludo de la joven dama le llenó de júbilo y apartó de su mente los negros nubarrones que le acometían cada vez que recapacitaba sobre su posición. Una condición, sin embargo, en la que se sentía tan bien que a veces se preguntaba si, en caso de poder escoger, le gustaría abandonar todo aquello y regresar a Cardona.
Los cuernos de caza comenzaron a emitir su ronco sonido, las traíllas de perros aumentaron su concierto de ladridos y la comitiva se puso en marcha atravesando las puertas de palacio ante la admiración de los barceloneses que, como cada vez que esto sucedía, se agolpaban en las calles para ver pasar el brillante cortejo. De un ágil bote, Bertran se subió a la grupa de Blanc y ocupó su lugar en la partida junto al caballo de su patrón, no sin antes comprobar que en su lugar correspondiente, acarreada por dos servidores, iba la jaula de los halcones con las capuchas colocadas sobre las pequeñas cabezas de los pájaros, que aleteaban en sus perchas obligados por el traqueteo del transporte.
La comitiva atravesó la puerta del
Call
y se dirigió por el camino de la Boquería hacia Montjuïc. Rodeó la montaña y ya en el llano se encaminó hacia Gavá y desde allí torció hacia el norte. La senda se empinaba y en lo alto se divisaba la fortaleza del castillo de Arampuña, cuyo propietario, el señor de Olérdola, había tenido en años anteriores grandes diferencias con el conde de Barcelona. Al llegar a Begas, y a una señal del primer senescal, Gualbert Amat, la partida se detuvo: el cuerno de órdenes dio una nota larga y ronca, convocando a los cazadores, y el conde de Barcelona se dispuso a impartir las reglas por las que se debería regir la cacería.
Los importantes se aproximaron y el resto aguardó atento a que se les transmitieran las órdenes.
—Señores, me gustaría que esta partida de caza que doy en honor del conde Guillermo Ramón de Cerdaña fuera un rotundo éxito. Nos vamos a dividir en tres grupos. A mi derecha irá mi huésped, que mandará una partida, y con él galopará mi hijo mayor, Pedro Ramón; a mi izquierda lo hará el senescal Gualbert Amat, que mandará la suya, al que acompañará mi hijo Berenguer; y yo mismo iré en el centro con mi otro hijo, Ramón. Que cada facción ocupe su zona y no invada la del costado; los maestros de caza ya han partido marcando los territorios. Esta mañana iremos al corzo y al jabalí. Al mediodía no reuniremos en la casa de Begas con las piezas cobradas y después de un buen yantar, ya por la tarde nos dedicaremos a la cetrería y cada uno volará sus halcones.
Los caballeros aclamaron al conde, y hombres y perros se dispusieron a entablar la competencia.
Con un ligero toque de espuelas, Pedro Ramón arrimó su cuartago al de Berenguer.
—Fijaos bien: vos y yo a los costados y sin mandar el grupo, mientras su hijito del alma va con él en el centro. ¿Os percatáis ahora de qué razón me asiste? ¿Dónde creéis que los ojeadores levantarán más piezas? ¿Quién correrá los mejores podencos y galgos? Ya lo veremos en la comida. Pero os avanzo que mi grupo, al ser el del huésped, tal vez levante algo, pero lo que es vos, que vais con el senescal, lo máximo que veréis será alguna que otra perdiz y tal vez una ardilla.
Y tras estas malintencionadas palabras, que encalabrinaron el ánimo de su hermanastro, el primogénito se dirigió a su puesto.
Berenguer miró de soslayo al grupo que se estaba formando alrededor de su padre y distinguió entre la gente la rubia melena de su hermano al que acompañaba de escudero el impertinente muchacho de Cardona. Chasqueó la lengua y escupió en la tierra mostrando su desprecio. ¡Lástima que uno de los habituales accidentes que ocurrían en las cacerías no acaeciera aquel día! Apretó sus combadas piernas sobre el caballo y se dirigió a su vez al grupo que comandaría junto al senescal Gualbert Amat.
El conde ya estaba dando órdenes a su cuadrilla.
—Avanzaremos en abanico por nuestra zona; los batidores irán delante moviendo el bosque con las ramas y gritando, detrás marcharán los criados con las traíllas sujetando las jaurías de los perros; cuando salte la pieza yo designaré con los toques de cuerno habituales cuál de mis grupos va tras ella. —Luego se dirigió a su hijo—. Ramón, tú y tu gente correréis por mi izquierda lindando con la gente de Gualbert. Vos, Gombau, lo haréis a mi derecha junto al límite asignado al conde de la Cerdaña. Que nadie sobrepase los cotos marcados y que cada uno respete el territorio asignado al otro.