Sidney temió por sus cinco mil dólares. Como si le hubiese adivinado el pensamiento, Civedé le dijo:
—Lo que está dado está dado, Gallagher, y no debe ser devuelto. Pero no habrá traducción al inglés.
Deledda no sabía qué cara poner.
A medianoche Sidney se despidió de ambos en el salón. Guillermo había desaparecido.
—¿Volveremos a verte, Sidney? —le preguntó Deledda, compungida.
—Espero que sí.
—No te olvidaremos.
—Tampoco yo a ustedes.
Civedé, ceñudo pero no malhumorado sino más bien melancólico, le dijo:
—¿La literatura argentina irá desapareciendo?
—No creo.
—¿Permitirán que se publique en nuestro idioma, siquiera en ediciones privadas?
—No lo sé.
—Por lo visto están dispuestos a borrarnos hasta los últimos vestigios de identidad, que para colmo habían sido siempre débiles. Pero la literatura argentina sobrevivirá, aunque sea como el samizdat en la Rusia Soviética. Y usted, Gallagher, no abandone su proyecto de escribir un ensayo sobre el origen de todas las calamidades que nos han caído encima. Ojalá mi novela le resulte útil. Ya no la traducirá, pero espero que siga amándola y que no la traicione.
—Se lo prometo. Gracias, señor.
En la calle, desde el interior de un automóvil estacionado junto a la acera, Guillermo le sonreía.
—Subí. Te llevo.
¿Habría estado aguardándolo? Durante el viaje, el hieródulo cada tanto hacía girar la cabeza hacia Sidney y Sidney no podía menos que admirarle la perfección de esas facciones estatuarias que parecían un artificio.
—¿No querés venir a un party? Sidney, se puso a la defensiva.
—¿Qué clase de party?
—No hagas cuestiones. Un party de gente joven.
—Hay parties que no me gustan.
—Este sí.
—¿Cómo sabés?
—Me imagino. Trabajaste con Wendy, fuiste amigo de Wendy.
—¿De Wendell O'Flaherty? ¿Lo conocías?
—Digamos que sí.
—No fui amigo suyo. Y que haya trabajado con él no significa nada.
—Por supuesto.
Con esa discreción que no insiste y que recula ante el primer rechazo, propia de las personas bien educadas, Guillermo cambió de tema. Pero a Sidney le quedó la impresión de que Guillermo le había tendido una trampa. La ambigüedad equívoca de la sonrisa, aquellas rápidas miradas de soslayo que parecían tender y en seguida retirar una red de pescar ocultaban un propósito siniestro. ¿Habría conocido a Wendell OTlaherty? ¿O sería un ardid? El portador de la llave de San Tugen que ahuyentaba a los lobos era, él mismo, un lobo.
—¿Tenés alguna idea de quiénes lo mataron?
—¿A quién?
—A Queen Wendy.
Guillermo lo miró, regocijado:
—¿Creés que soy policía? Si no lo saben ustedes, cómo lo voy a saber yo.
Sidney descendió en Corrientes Ave. y Reconquista y caminó hasta el fumadero de Singapur. Palpaba, dentro del bolsillo, los cinco mil dólares. En la mano derecha sostenía el ejemplar de «Manuel de Historia» que nunca iba a leer. Imaginó los cientos de ejemplares guardados en un hipogeo, salvados como reliquias del pillaje. ¿Alguien, alguna vez, los desenterraría, o permanecerían ocultos hasta que la acumulación de los años los destruyese? No es mi negocio, pensó.
Al día siguiente había tomado una determinación: abandonar el sueño del aposento rojo, abandonar a Crist, Vivían como dos hermanos, pero no eran hermanos, y aún los hermanos a partir de cierta edad, no están hechos para vivir juntos sino para separarse, cada uno construirá su propia casa y fundará su propia familia. De lo contrario terminan detestándose. Detestaba a Crist. Una semana le había bastado para no soportar su compañía. ¿Qué otro pacto de convivencia bajo un mismo techo puede haber, entre una mujer y un hombre, que no sea el del amor sexual?
No le aguantaba nada. Quería ser útil y era cargosa. Quería cocinar ella y quemaba la comida o la dejaba medio cruda. Sus veleidades de ama de casa quedaron al descubierto: una muchacha venía a hacer la limpieza, pero como entre sus obligaciones no figuraba poner orden en el placard, el placard era un revoltijo. Pronto Crist recuperó los ojos de perro apaleado, la sonrisa sufrida, los intervalos de ensimismamiento. Después exhibió un carácter perturbado, rezongos en voz baja, la tozudez de una mula. Por fin, crisis de lágrimas. La idea de mudarse a una casita en los suburbios ahora la sumía en un estupor catatónico.
—Y el arginglés.
—¡Por lo que más quieras! ¡Basta de arginglés! —gritaba Sidney. La oía refunfuñar en un tono monocorde como si rezase:
—Qué fany. Primero nos internacionalizan y después no quieren que hablemos en arginglés.
—Yo no tengo la culpa de la internacionalización.
—No hablaba con vos.
—Y yo te digo que no tengo la culpa de la internacionalización.
—Pero a eso viniste, chau.
—Ya no pertenezco al Mandato.
—Pero seguís sintiéndote toso.
—¿Estás loca?
—Ya se van a arrepentir.
—¿Quiénes?
—Ustedes, los bosos del Mand. Se van a arrepentir de haber venido.
—¿Por qué nos vamos a arrepentir?
—No pienso decírtelo.
No era verdad que supiese varios idiomas. No sería verdad que fuese mormona. No era verdad que ya no buscaba hombres: salía de noche y volvía a la madrugada. Todo en ella parecía desquiciado, a la deriva, sin ningún propósito. El gran prostíbulo internacional de Baires la había sumergido en una especie de perplejidad desesperada.
—Me mudo —le dijo Sidney.
—¿A dónde?
—No sé. A algún hotel, supongo.
Tendida en el piso, boca abajo, leía una revista. No levantó la cabeza, no lo miró. Detrás del biomho, Sidney empezó a meter su ropa en las dos maletas de tergoplás. Habrá tardado un cuarto de hora, porque era prolijo hasta la exasperación y doblaba la ropa como si fuesen documentos secretos. No quiso preguntarse por qué del otro lado del biomho había tanto silencio.
La revista estaba abierta sobre la alfombra. La puerta estaba abierta. Con una valija en cada mano, sin pensar en nada, Sidney salió del fumadero de Singapur y se dirigió hacia el ascensor. Los dos minutos que debió esperar, a pocos metros de la puerta que no había cerrado, le parecieron una eternidad. Se sentía furioso, es decir, tenía miedo. En Corrientes Ave. tomó un taxi, le pidió al chofer que lo condujera hasta Once Sq., en cuyas inmediaciones había visto un hotel de nombre para él familiar: Berkeley.
El conductor se volvió a mirarlo, risueño y confianzudo:
—¿Qué anda haciendo, jefe?
Era Aníbal Benítez. También a él lo habían despedido de la Secretaría para la Culturización.
—Me rajaron por la alcahuetería de un yoni que se cabreó porque le parchaba a la jermu.
—¿Por qué? No entendí.
—La mujer, que le ponía los cuernos conmigo. Una mina bárbara, más puta que las gallinas. Supe que un día antes le dieron el olivo, jefe. Qué cabrones. ¿Y a dónde va con los bagayos?
—Me mudo.
—¿Al Once?
—Al Hotel Berkeley.
—Lo conozco. Otra que hotel, jefe. Una pensión rasqueta. Que no se diga, Sidney. ¿Un tipo como usted va a vivir en esa roña? ¿Tan seco anda de guita?
—Recomiéndeme un hotel bueno y barato.
—Hay a patadas. ¿Se fijó? Hay hoteles por todas partes. También, con la cantidad de turistas que llegan. Y qué turistas, jefe. Fiesteros hasta más no poder. ¿Qué pasa afuera? ¿Se terminó la joda y vienen a buscarla aquí? Porque usted no se imagina los minos y minas que me levanto todos los días. Madre querida, me piden cada cosa. Si sigo así voy a parar pronto al hospital. Oiga ¿y usted no se vuelve a Norte América?
—Todavía no.
—Hace bien. Esta es la mejor ciudad del mundo. Aquí hay carne joven, linda, sana y barata.
—¿A dónde me lleva?
—No se preocupe. Paré el reloj.
—Pero quiero saber a dónde vamos.
—Le hago dar un paseo gratis mientras conversamos, jefe. Tenía ganas de hablar con usted.
El taxi corría en zigzag por Figueroa Alcorta Ave., después subió a General Paz Ave., descendió a la Panamerican Road, y Aníbal seguía contando sus aventuras con turistas.
—Volvamos, Aníbal.
—Espere. Quiero que conozca a mi familia.
—¿Dónde vive?
—Aquí cerca.
—¿Dónde?
—Así conoce a mis viejos. Tomamos una cervecita y lo traigo de vuelta a un hotel por Plaza Francia, le va a gustar.
Ahora iniciaba el minucioso relato de cómo una sueca se había empeñado en que él simulase violarla dentro de la bañera donde ella tomaba un baño de espuma.
—La loca no quiso que yo me desnudara y usted viera cómo me quedó la ropa, a la miseria.
Sidney se alarmó.
—¿Tan lejos vive, Aníbal?
—Qué le va a hacer, jefecito. No todos somos bacanes del Barrio Norte.
El taxi se había desviado, siempre a gran velocidad, por una road transversal, después por una calle arbolada y al fin por un camino de tierra paralelo a un inmenso baldío cubierto de maleza y de montículos de basura. Sidney vio el muro de una fábrica. Vio inscripciones borrosas como pinturas rupestres que decían «Somos la rabia de Perón», «Mueran los milicos», «Isabel es Eva». Vio casuchas miserables que desde cualquier lado que se mirase mostraban siempre el trasero, vio perros, un caballo, la osamenta calcinada de un automóvil. Vio a un grupo de mujeres desgreñadas que extraían agua de una bomba de mano. Vio niños semidesnudos, viejos astrosos, hombres de facha torva que tomaban mate. La luz del sol reverberaba en charcos de agua pútrida.
El taxi se detuvo en el centro de una gran espacio abierto, de una especie de plaza en estado salvaje.
—¿Llegamos?
—No. Todavía falta.
—¿Y entonces por qué no seguimos?
—Porque soy un boludo: me quedé sin nafta. Espéreme aquí. No salga del checo, a ver si esos grones le afanan los bagayos. Yo voy a buscar nafta en una estación de servicio que hay cerca de la autopista. En seguida vuelvo.
Se fue llevándose las llaves, caminó hacia la fila de tugurios. Sidney se dio vuelta, lo veía a través de los cristales. Aníbal Benítez caminaba muy rápido, sin mirar a los costados, pero algo debía decirles a los hombres que tomaban mate, a los viejos, a las mujeres que extraían agua de la bomba, porque todos, a medida que él pasaba, levantaban la cabeza, la hacían girar hacia el taxi. De golpe Benítez torció en dirección del basural y desapareció. Los chiquilines, que habían estado jugando a la pelota, iniciaron un lento avance hacia el taxi, pero una orden los detuvo. Después siguieron jugando, pero con una especie de fingimiento, de un modo casi forzado, como por obligación.
El automóvil, a pleno sol, ardía. Transcurrió una hora y la luz empezó a declinar. Sidney no podía creerlo: Aníbal Benítez no volvería mientras él permaneciera dentro del taxi. Lo había hecho víctima de una venganza. «Por qué a mí». Pero con los args no valía nada preguntarse por qué.
Se le había horneado una idea. La idea podía ser absurda, podía no serlo. Guillermo había conocido a Wendell O'Flaherty y ahora Wendell O'Flaherty estaba muerto. Aníbal Benítez lo había dejado abandonado, a él, en una villa miseria con toda intención. Ambos datos ¿no se relacionaban entre sí? ¿No serían los primeros síntomas de una vasta rebelión contra el Mandato? Recordó las palabras de Crist: «ya van a arrepentirse de haber venido».
Quizás lo habían sentenciado a muerte, quizás Benítez lo había traído al lugar de la ejecución.
Debía escapar antes de que anocheciese. Cargó las valijas y descendió del taxi, empezó a caminar en la dirección que él creía correcta. Es decir, avanzó hacia las pandillas de chiquilines, hacia las casuchas y la bomba de agua. Tenía que fijarse dónde ponía los pies, porque caminaba sobre crestas de barro y charcos de agua verdosa. Pero tampoco debía demostrar temor, si demostraba temor estaría perdido. Cada tanto alzaba la vista y miraba en los ojos a esas mujeres de tez oscura, desgranadas como locas de manicomio, a esos hombres patibularios, a los viejos embalsamados en un sopor de cocodrilos. Le devolvían la mirada, una mirada de mica, neutra, sin la menor hostilidad y sin ninguna curiosidad. Los chiquilines simularon que no lo veían. Una pelota embarrada lo golpeó en una pierna.
No pidió que lo orientasen: no le contestarían o le señalarían el rumbo equivocado. Cuando un niño desnudo, con el vientre globoso de la hidatidosis, se puso a la par de Sidney y empezó a hablarle en su media lengua, una mujer lo tomó de un brazo y se lo llevó.
Las distancias eran mucho mayores que las que le habían parecido desde el taxi en marcha. Hacía diez minutos que caminaba y el basural seguía escoltándolo. En verano los crepúsculos son breves: el sol se hunde a pico en el horizonte y de golpe se hace la oscuridad. Debía apurar el paso, antes de que lo sorprendiera la noche. Cuando vio a unos cien metros la muralla con las inscripciones rupestres se tranquilizó: se distinguía la road transversal por la que se deslizaban los automóviles, algunos ya con los faros encendidos.
Brotando del basural, cinco mujeres vinieron a su encuentro. Altas, flacas, pintarrajeadas, vestidas con trapos de colores, con pelucas rizadas, con ristras de collares, semejaban máscaras que sobrevivían, ya un poco rotosas, de algún remoto carnaval africano. Cuando las tuvo más cerca comprendió que no eran mujeres sino travestis.
Avanzaban hacia él y lo miraban sonrientes. Uno, el más alto, con una enorme peluca color lacre, movía los labios como si hablara en voz muy baja, para los otros cuatro, les daba instrucciones o tal vez hacía bromas a costa de Sidney y por eso los otros sonreían. A pesar de las sonrisas la actitud de las máscaras era tan amenazadora que Sidney se detuvo.
Pensó qué le convenía más: librarse de las valijas y echar a correr con sus largas piernas zancudas o usar las valijas como armas defensivas. Demasiado tarde: desplegadas en semicírculo, las cinco falsas mujeres le cerraban el paso. La única escapatoria: el basural. Desde los montículos de desechos, varias siluetas oscuras lo vigilaban. Retroceder: miró hacia atrás. Al extremo de la calle de tierra, los lémures de la villa miseria formaban una masa compacta, inmóvil, una barrera que no se podría franquear.
El crepúsculo crecía con su callada música, con su dulzura. Sidney depositó las valijas en el suelo y esperó. Confiaba en que las cinco máscaras no podrían con su metro noventa de estatura, con su físico atlético, de héroe de historieta de ciencia-ficción, le había dicho Deledda Condestábile. Pero cuando se abalanzaron sobre él, supo que estaba perdido. Bajo los trapos, los cuerpos eran secos, duros, fibrosos, tenían el vigor y la desesperación de los náufragos que a punto de ahogarse se aferran del que viene a salvarlos.