Manuel de historia (19 page)

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Authors: Marco Denevi

Tags: #novela, literatura argentina

BOOK: Manuel de historia
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—No a mi, al doctor Castelbruno. Tiene el monopolio de echarse un sueñito después de comer.

Esa frase podía ser un rasgo de buen humor pero el tono de voz y la máscara corroída por la asimetría le contagiaban una mordacidad altanera.

Se puso de pie y le señaló un arco en la pared.

—Por favor, señor Gallagher. ¿Quiere venir conmigo? No lo entretendré mucho tiempo.

El brazo seguía extendido:

—Por aquí.

Pero él no se movía. Sidney comprendió: trataba de evitar que lo viese caminar sobre las piernas tan cortas, tan ridículas que le daban la apariencia de un hombre a medio hacer de la cintura para abajo. El adviser franqueó el arco en la pared, recorrió un largo pasillo abovedado, le pareció subterráneo y ligeramente descendente, con los muros tapizados de libros, y entró en una vasta biblioteca donde habría no menos de diez mil volúmenes. La biblioteca estaba a media luz.

Mediante una carrerita Civedé se ubicó tras el enorme escritorio e invitó a Sidney a sentarse. Pero los ojos del adviser se tendían, deslumbrados, hacia los anaqueles.

—¿Quiere echarles un ojeada, señor Gallagher? Encontrará algunas rarezas, algunas joyas bibliográficas de las que estoy orgulloso. Como Anatole France, no tengo el fetichismo de los libros, pero, como él, los amo.

Sidney inspeccionó las estanterías. Una gran araña había sido encendida, y esa luz lechosa le permitió deletrear, en lomos encuadernados, títulos que él desconocía. Tuvo la impresión de que la biblioteca de Ramón Civedé guardaba los restos de una cultura que el mundo, a las puertas del siglo XXI, había olvidado o despreciaba.

Pero el dolor de cabeza era tan intenso que no pudo seguir leyendo y se sentó. La araña se apagó. En el sillón giratorio, el Faulkner de la cara partida en dos mitades disidentes se puso de perfil como para absolver a su visitante de la tortura de mirarlo de frente.

—Me dijo mi mujer que está interesado en «Manuel de Historia».

—Eso es correcto.

—Tengo entendido que desea escribir un ensayo sobre la República Argentina. ¿Cree que mi novela podría prestarle alguna utilidad?

—Sí, señor. Pero no pude encontrar ningún ejemplar.

—Y supone que yo tengo por lo menos uno.

¿Por qué ese tono irónico? Y la voz, la voz que reducía todo a pontificaciones pedantes.

—Se equivoca, señor Gallagher. No tengo un ejemplar.

—Well.

—Salvo los que regalé, los tengo todos, guardados en los sótanos de este edificio.

La sorpresa (o la irritación) empurpuraba el rostro del adviser. Ahora enrojeció por ambos motivos: creyó que Civedé se mofaba de él.

—No se vendió un solo ejemplar y después de un tiempo los libreros me los devolvieron, porque además de autor soy el editor.

—Pero en la Central Library…

—¿No está registrado? Los ficheros de la Biblioteca Nacional arrastran un atraso de varios años.

Lo miró y en seguida, como avergonzado de que Sidney no desviase los ojos, desvió los suyos. Sería pedante, pero parecía no conocer la vanidad.

—Ya ve, tengo menos suerte que Enoch Soames: no voy a sobrevivir ni como personaje de un cuento, apenas como el autor de un libro citado en un repertorio de argentinismos que, salvo usted, nadie ha consultado jamás. El diccionario de Sorbello tampoco se vendió.

Ahora sonreía, trataba de disimular que se adelantaba a la broma que iba a decir.

—De todos modos, si quiere echarle un vistazo a mi novela…

—With pleasure.

Abrió un cajón del escritorio y extrajo un libro grueso, de tapas verdes.

—Todavía sin ninguna dedicatoria, señor Gallagher. Ahora una dedicatoria no tendría valor ni para usted ni para mí.

Le entregó el libro (que Sidney ya hojeaba, como si no pudiese postergar las ganas de leerlo) y pareció cavilar. Se restregaba las yemas de los dedos unas contra otras y parpadeaba de prisa.

—Si cree que la novela no merece el destino que le ha tocado, vuelva, Gallagher. Tengo un negocio para proponerle. Un negocio comercial que podría beneficiarnos a los dos.

—Perdón, no comprendo.

—Se lo diré ya mismo. Traducirla al inglés y publicarla en los Estados Unidos. Sería un éxito, estoy seguro. Por supuesto, la traduciría usted. Aparte de sus derechos de traductor por la venta del libro, le ofrezco diez mil dólares. No, no me conteste ahora. Antes lea la novela, piénselo, y si está conforme vuelva. No necesita anunciarme su visita, no salgo nunca de esta casa.

Se puso de pie y con un ademán lo invitó a salir de la biblioteca. Otra vez Sidney entendió que debía caminar delante del hombre con piernas de niño. En el salón seguían oyéndose las voces y las risas.

Juegan al bienlosé —no aclaró en qué consistía el juego.

Sidney ya no aguantaba el dolor de cabeza ni los deseos de irse.

—Por favor, despídame de Deledda y de todos los demás. Salió del departamento con la idea de que no volvería.

Tomó un taxi. Estaba muerto de sed y un trépano le hendía el cráneo. En el lobby del Beverly Hotel lo esperaba, dormida, la muchacha de rojo, Crist. Después que en el fumadero bebió el carócami, Sidney se dio cuenta de que había olvidado, en el taxi, el ejemplar de «Manuel de Historia» y el diccionario de Sorbello. Tanto le daba: no iba a leer una novela de la que no se había vendido un solo ejemplar. Traducirla al inglés, así fuese a cambio de diez mil dólares, publicarla en los Estados Unidos, suponer que allá sería un best seller: Ramón Civedé no era vanidoso pero estaba loco.

Días más tarde el Secretario par la Culturización, Wendell O'Flaherty, apareció desnudo, comido y muerto en unos pastizales junto a las vías del B. M. Railway. Una semana después Zoy Bronowski le dijo a Sidney con la pipa en la mano:

—Búsquese otro empleo o vuélvase a América.

Entonces él se mudó al sueño del aposento rojo y no volvió a la América de Bronowski sino a la casa de French St.

—Leí «Manuel de Historia» y me gustó mucho —le dijo a Ramón Civedé en la biblioteca. Voy a traducirlo al inglés.

Civedé quiso aparentar indiferencia pero el regocijo se la desbarataba.

—¿Cree que si se publica en su país tendrá éxito, Gallagher?

—Creo que sí.

—¿Cuánto tiempo le llevará traducirlo?

—No le sabría decir. Es un libro difícil.

—Sí, comprendo. Uso un léxico poco habitual —rebosaba de satisfacción.

—Además, el estilo.

—¿Qué le pareció?

—Muy bueno.

Sidney le trasvió el fastidio. Era susceptible como todos los escritores, fracasados o no. La mera decisión de Sidney de traducir la novela le había bastado para liquidar la humildad y pasarse a la infatuación y a la egolatría.

—Realmente muy bueno —dijo Sidney. Civedé esperaba que el adverbio mejorase la parvedad del elogio, quería más. Novelistas famosos se lo envidiarían.

Ahora sí sonrió, por fin, complacido.

—Castelbruno dice que soy una combinación de Marcel Schowb y de Villiers de L'Isle–Adam.

Sidney no tenía la menor noticia de quiénes eran esos dos, pero asintió con entusiasmo.

—Es verdad, se parece, pero conservando su originalidad.

No hay nada como la egolatría satisfecha para volvernos espléndidos.

—Señor Gallagher. Me imagino que usted, escarmentado con mis compatriotas, querrá alguna garantía. Le ofrecí diez mil dólares por su traducción. Aquí tiene un adelanto de cinco mil. No, no proteste. Acéptelos, se lo ruego. Es una condición sine qua non.

Sidney compuso un semblante contrariado y, con un suspiro, se resignó a tomar el dinero.

—Empezaré mañana mismo. Pero va a tener que facilitarme otro ejemplar de «Manuel de Historia». El que me regaló se lo presté a una amiga, mi amiga lo leyó y quedó tan fascinada con el libro que no quiere devolvérmelo.

—¿Su amiga es joven?

—De mi edad.

—Buena señal. Señal de que las nuevas generaciones sabrán apreciar mi obra. Cuando la publiqué, hace doce años, los argentinos leían trivialidades. Insignificancias de alcoba y de café, eso eran los best sellers de entonces y por eso no tuve lectores. Pero la juventud ha cambiado, quiere algo más que palabrotas. ¿Sabe lo que estoy pensando? Que podría volver a poner en venta la edición que felizmente guardo en la baulera. Me descubrirán, un poco tarde, es cierto, pero no tan tarde como los franceses a Stendhal. Esto, claro, sin perjuicio de la traducción al inglés que saldrá en los Estados Unidos.

Sidney ya no dudó: ese hombre no estaba en sus cabales. Pero después de todo la cosa no revestía mayor importancia: él ya tenía en su poder cinco mil dólares. No le costaría mucho, maniobrando con las dificultades de traducir a la vez a Marcel Schowb y a Villiers de L'Isle–Adam, arrancarle pronto el resto y después, quizás, alguna otra suma adicional.

—Ahora sí le pondré una dedicatoria.

La dedicatoria decía: «A Sidney Gallagher, que ama este libro y que lo traducirá sin traicionarlo». La firma era un rayo.

—Gracias. Pero ¿tanto confía en mis dotes de traductor?

—Raramente mis intuiciones me fallan. Una intuición me sopla al oído que he encontrado al traductor ideal. Se interesó por mi novela aún antes de leerla, domina a la perfección el castellano y, en cuanto al inglés, ni hablar tratándose de un egresado de Berkeley. Pero que encima, tan joven, sea consejero de la Secretaría para la Culturización…

Algo debió de advertir en el rostro de Sidney porque se quedó callado, mirándolo. Es que Sidney estaba dudando entre revelarle la verdad o posponer la noticia para más adelante, y esa vacilación se le había subido a la cara.

—Ya no soy adviser. El nuevo Secretario acaba de despedirme.

—Cuándo.

Si le descubría que había sido ayer iba a sospechar que la traducción se alimentaba menos de amor que de dólares.

—Hace una semana.

—¿Y por qué lo despidió?

—Desinteligencias.

—Pero usted se quedará a vivir en Buenos Aires, me imagino.

—Pcr supuesto. Hasta que termine con la traducción.

—Gracias, Sidney. Y no se preocupe, todos sus gastos correrán por mi cuenta. Tampoco necesito decirle que estoy a su disposición para cualquier consulta que quiera hacerme. Incluso, si desea trabajar aquí, no tiene más que pedírmelo. ¿Come esta noche con nosotros?

—Oh, sí, gracias.

Comieron en una especie de gabinete con las paredes forradas de papel dorado, que parecía el reservado de un restaurante de la belle époque. Deledda tenía puesto un disfraz de vamp de los años veinte: falda muy corta, collares hasta la cintura, largos aros de marquesita, una vincha de lentejuelas que le atravesaba los bandós de Virginia Woolf. Sólo le faltaba la boquilla de ámbar de Pola Negri. El disfraz le sentaba, era la moda que le convenía a su belleza anacrónica.

Guillermo apareció, como la vez anterior, a último momento. Se había vestido como para concurrir a una ceremonia oficial. Miraba al único invitado de esa noche y le sonreía, se le figuró a Sidney, con la misma sonrisa cómplice de Aníbal Benítez cuando maliciaba que Sidney era homosexual.

Civedé los puso al tanto: el adviser había dejado de ser adviser. Entonces Deledda resolvió que el nuevo Secretario, para colmo de apellido Bronowski, estaba afiliado al comunismo.

—Seguro que si se llama Bronowski es comunista —declamaba, con un énfasis que tanto podía provenir de la indignación por el atropello y del afán de desagraviar a Sidney como de la necesidad de paliar la satisfacción con que Civedé les había dado la terrible noticia. Y cómo tú no eres comunista, porque no eres comunista ¿verdad Sidney? te tomó entre ojos. Ah, no, deberías hacer algo. Deberíamos hacer algo, Ramón. No es posible que al mejor funcionario del Mandato lo pongan de patitas en la calle. ¿El Alto Comisionado lo sabe? Es inglés y si es inglés no puede ser comunista. ¿Cómo permite que ese polaco te eche? Ramón, hablemos con Memé. Memé tiene muchos amigos en el gobierno internacional.

—Bronowski no es comunista —pudo decir Sidney. Me despidió porque yo era adviser para el área del idioma arg. Perdón, del idioma argentino. Se ha resuelto que en Argentina se hable únicamente inglés.

Civedé hizo un brusco ademán de sorpresa, corno si hubiese oído un ex abrupto insultante. Guillermo sonreía, sonreía siempre. En cambio Deledda desplegó una escena trágica.

—Dios mío. ¿Tendremos que hablar en inglés? ¿Misas en inglés? ¿El inglés en la televisión, en el teatro? ¿Los jujeños, los correntinos hablarán en inglés?

—Por ahora, en arginglés.

—Peor. Es un disparate. No podrán obligar a la gente, así, de un día para otro.

—La juventud ya habla toda en arginglés.

—No lo puedo creer. ¿Es verdad eso, Guillermo?

El hieródulo parecía sentirse en la gloria.

—Es verdad.

—Pero tú no, tú no lo hablas.

—Aquí. En la calle, si quiero que las chicas y los muchachos me entiendan, debo hacerlo.

—No sabía. ¿De modo que hablas ese espantoso patois? Pero tienes razón. Ayer Verena me preguntó tan suelta de cuerpo: señora ¿compro estrimbines? Yo no entendía nada hasta que me di cuenta. Es inaudito, el servicio doméstico empieza a hablar en arginglés.

—Mamá, en los comercios todas las mercaderías tienen nombres ingleses o argingleses.

—Estoy desolada. Ramón ¿tú qué dices?

Los ojos caídos en el plato, Civedé ralló unas ásperas limaduras:

—Es infame. No tienen derecho a despojarnos de nuestro idioma.

Sidney quiso recordarles que él era inocente o que, en todo caso, era la primera víctima de la infamia.

—Por eso me despidieron.

—¿Y ahora qué harás? —Deledda parecía inquieta por el porvenir de Sidney— ¿Te volverás a los Estados Unidos?

—No por ahora. Antes traduciré «Manuel de Historia». Deledda pasó de la desolación a la algazara.

—¿Aceptaste, Sidney? Cuánto rne alegro. ¿Por qué no me habían dicho nada? ¿Lo leíste? ¿No te parece una obra maestra? Aquí no han sabido apreciarla porque los argentinos son analfabetos aunque hayan aprendido a leer y escribir. Pero en el extranjero…

—No.

El «no», rotundo como un eructo, había sido vomitado sobre la mesa por Ramón Civedé. Todos lo miraron.

—No, ya no lo traducirá. De mi novela no va a haber otra versión que la que escribí en castellano. Aunque no la lea nadie. Rebajando el tono vehemente, agregó:

—Pero tengo la esperanza de que ahora sí la lean.

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