Pasó mucho tiempo antes de que me durmiera, cogí la linterna de mi bolsa y estuve alumbrándome los pies debajo de la sábana. Parecían los pies de un muerto. Era la linterna que había llevado el verano anterior a un campamento subvencionado en las afueras de Coslada. No me gustaba nada tener los pies de muerto así que apagué la linterna. Mi abuelo, como siempre, tenía la radio puesta y roncaba como sólo él sabe hacerlo. Me escuché entero un programa de toros que le gusta a mi abuelo, aunque nunca está despierto cuando lo echan. Maté de un tortazo una mosca que estaba en la espalda de mi abuelo, la mosca se murió y mi abuelo se despertó con el tortazo. Hay personas que si les das una torta en la espalda cuando están durmiendo se pegan un susto de muerte. Una de ellas es mi abuelo. Se sentó en la cama y se llevó la mano al corazón como si le hubieran pegado un tiro.
—Ya no te picará nunca más —le dije.
Fue mi última buena obra del día H.
—Anda, Manolito, majo, duérmete ya.
Pero todavía estuve mucho, mucho rato despierto porque tal y como recordaría con la voz entrecortada por el llanto días después Nicolás Moreno, el abuelo de Manolito Gafotas —yo—, a todos los periódicos y las radios del país:
—Aquella noche mi nieto, mi Manolito, tenía cuerpo de viaje.
Eran las seis y media de la mañana cuando el camión
Manolito
paró en seco. Un niño que parecía un explorador salió de su interior. No le resultó fácil porque, al igual que los verdaderos exploradores, el magnífico niño llevaba colgada una mochila, una chaqueta atada al cuello, una cantimplora, un
walkman
, una riñonera con sus ahorros y una gorra con una visera tan grande que no le dejaba ver bien el mundo y le hacía tropezarse de vez en cuando. Ese niño era yo y ésa fue nuestra primera parada en aquel largo viaje.
La verdad es que sólo hacía diez minutos que habíamos dejado a mi madre llorando en el portal, como despiden las madres a los niños que se van a una guerra cruel. Mi padre tuvo que arrancarme de los brazos de mi madre. No le fue fácil. Mi madre podría trabajar de pulpo en un acuario, cuando te rodea con sus brazos es muy difícil asegurar que saldrás con vida.
Cuando nos montamos, tuvimos que decirle muchas veces adiós con las manos, desde el camión: cuando mi padre puso en marcha el motor, cuando el camión empezó a andar y cuando dimos la vuelta a la esquina. Yo puse una cara muy triste mientras movía la mano porque, yo no sé si a tu madre le pasará lo mismo, a la mía eso le encanta. Si pones cara de pena en las despedidas ganas cincuenta puntos. Cuando la perdimos de vista guardé mi cara de pena para algún otro momento y me puse a contar el dinero que llevaba en la riñonera, con esto de que me iba mi abuelo me había dado mil pesetas, mi madre otras mil y la Luisa, la vecina íntima de mi madre, sólo quinientas. Mi madre dijo:
—Qué generosa, ha tirado la casa por la ventana.
Es que a mi madre todo lo que nos dé la Luisa le parece poco, porque la Luisa no tiene hijos, y mi madre dice que el dinero que no nos da a nosotros se lo gasta en boberías.
Tenía dos mil quinientas pesetas por un lado y mil que tenía ahorradas en mi cerdo. Cuando digo cerdo me refiero a mi hucha. Contando el dinero me puse a pensar en lo que haría con él. La gente cuando viaja siempre compra regalos para sus familiares y amigos. Un regalo para mi abuelo, otro para el Imbécil y otro para mi madre, y luego que si la Luisa, que si el Orejones… Si les compraba un regalo a cada uno me quedaría sin nada. Una de dos: o la gente tenía más dinero que yo o la gente tenía menos familiares, si no no me explico cómo pueden comprar cosas para quedar bien con todo el mundo. Me estaba empezando a poner la cabeza loca con ese pensamiento que me había entrado. Cuando me pasa eso mi abuelo, que parece tan sabio como un chino antiguo, siempre me recomienda:
—Ponte a pensar en otra cosa.
Mi abuelo tiene soluciones para los problemas más terribles. Como dice un amigo suyo igual de viejo y sin dientes como él: «Estamos ante un gran filósofo». Sin dientes… Conseguí que se me quitara de la cabeza la preocupación de qué iba a hacer con mis increíbles riquezas pero me acordé de algo más horrible todavía. Resulta que había estado tan pendiente de la pelea de mis padres que se me había pasado la gran pregunta que mi abuelo había estado haciendo durante todo el día:
—¿Dónde están mis dientes?
Bueno, la había oído pero hay veces que oyes cosas pero que no caes en la cuenta hasta mucho más tarde. A mí me sucede mucho porque soy un niño que no tiene sitio en la cabeza para tantos pensamientos. Mi madre dice que más me valía pensar en estudiar y dejarme de tonterías. La verdad es que dejarse de tonterías no es tan fácil, por lo menos para un cerebro como el mío.
Todo esto venía porque de repente me acordé de los dientes de mi abuelo. Yo sabía dónde estaban. Yo se los había escondido. Bueno, se los había escondido en defensa propia. La noche anterior al día H, mi abuelo los dejó en un vaso de agua en la mesita al lado de la cama, como siempre. Luego puso el programa de toros y se durmió, como siempre. Entraba luz de la farola de mi calle y la dentadura brillaba en el vaso, como si yo tuviera un ser invisible a mi lado del que sólo pudiera verse la sonrisa. Ese ser se estaba riendo de mí. Qué ser más asqueroso. Sólo con su sonrisa me tenía paralizado en la cama, y no es que yo sea muy miedoso, es que hay sonrisas que hielan la sangre del tío más duro. De repente, en la oscuridad, el Imbécil pegó un alarido de los suyos. Aquélla parecía la casa de los Monster. Oí que mi madre se levantaba, no pasaba nada, el Imbécil sólo quería agua. Él es así, le gusta pedir las cosas a lo grande. La voz de mi madre diciéndole al Imbécil: «Ya está bien, duérmete de una vez por todas» me quitó el miedo de un plumazo pero no quería volver a encontrarme a solas con el Espeluznante-ser-sonriente. Metí la mano en el vaso y cogí la dentadura. Resulta muy fácil coger una dentadura con la mano, lo difícil es pensar luego qué hacer con ella. Desde luego no estaban las cosas como para dormir con una dentadura debajo de la almohada. Igual, en medio de la noche, la dentadura cobraba vida y me pegaba un mordisco en una oreja. Mi corazón no lo resistiría (y mi oreja tampoco).
Me levanté con los dientes del Espeluznante-ser-sonriente en la mano y me puse a buscar un buen sitio para dejarlos. La cocina era la habitación que quedaba más lejos de la terraza donde yo duermo, así que hacia ella encaminé mis pasos. La dejé encima de un queso que mi padre había traído de la Mancha. Al lado del queso había un cuchillo, casi siempre hay un cuchillo al lado de un queso. Me di cuenta de que había elegido el peor sitio de la casa para dejar a sus anchas al Espeluznante-ser-sonriente. La cocina suele ser el sitio donde los asesinos sin escrúpulos se arman con un cuchillo o con las tijeras de limpiar el pescado. Otra vez empezó a latir mi pobre corazón como un cosaco.
Tuve una gran idea. Cogí la dentadura de encima del queso, abrí la puerta del congelador, la solté encima de los cubitos y cerré la puerta de golpe. Uf, qué alivio más grande. Ahí te quedas, Espeluznante-ser, ahora sabrás lo que significa que a uno se le hiele la sonrisa, en tu largo historial delictivo nunca te las habías visto con tipos como yo.
Me fui a la cama riéndome para fuera y para mis adentros. Ahí estaba el vaso, ahora ya sólo era un vaso de agua. Con los nervios se me había quedado la boca seca. Me bebí el agua. Ahora ya sólo era un vaso. Muy orgulloso de mí mismo me dormí.
Qué culpa tengo yo de que aquel episodio terrorífico se me olvidara. Es muy difícil recordar cosas cuando estás oyendo discutir a tus padres sobre ti y tu futuro. El caso es que a los diez minutos de emprender el largo viaje me acordé de la terrible historia y le dije a mi padre:
—Yo sé dónde se dejó olvidados los dientes el abuelo.
Como comprenderás mi padre no hubiera comprendido mi decisión de encerrar al Espeluznante-ser-sonriente en el congelador. No me iba a agradecer que hubiera salvado a toda mi familia de acabar como
La noche de los muertos vivientes-2
, así que tuve que hacer como que había sido un despiste de mi abuelo. Es algo normal entre los miembros de mi familia: cuando algo se pierde en mi casa le echamos la culpa a los despistes de mi abuelo, a él no le importa y nosotros nos quedamos con la conciencia tranquila. Esto nos evita muchas discusiones.
Mi padre pensó que sería mejor llamar antes de salir de Madrid, así que paró al lado de una cabina de teléfonos (en Carabanchel Bajo) y me dio cinco duros. Y es aquí donde ese niño con pinta de explorador —yo— intentaba bajar del camión. Todas las cosas que llevaba colgadas sonaban al chocar unas con otras: era como si se bajara del camión una vaca con su cencerro. Tampoco fue fácil entrar en aquella cabina. No me explico por qué los exploradores se empeñan en llevar trajes tan incómodos. Mi padre me tuvo que decir a gritos el número de nuestro teléfono porque, como yo nunca llamo a mi casa, no me lo acabo de aprender y eso que empieza por 6, que es un número bastante más fácil que otros.
Mi madre cogió el teléfono al momento, como si estuviera al lado esperando la noticia de su vida, y dijo:
—¿Qué pasa?
—Nada, que soy Manolito.
—¿Y cómo estás, hijo mío, cómo os está yendo el viaje, ya te has mareado?
—No me ha dado tiempo todavía, pero dentro de un rato, cuando entremos en la carretera general, me marearé, te lo prometo.
Eso parece que ya la dejó más tranquila.
—¿Te has tomado ya el bocadillo que te he hecho?
Así es mi madre, ella piensa que diez minutos después de despedirte de ella te da tiempo a comerte su bocadillo y a vomitarlo.
—No he tenido tiempo material —a mí me gusta decir mucho eso del «tiempo material», en mi clase nadie lo dice, ni siquiera mis padres lo dicen, sólo algunas veces se oye en el telediario.
—¿Cómo?
Ahora sí que no tuve tiempo material para explicarle lo del tiempo material porque se acabaron los cinco duros y se cortó la comunicación. Otra vez tuve que salir de la cabina como la vaca con su cencerro, mi padre me dio más dinero. Otra vez entrar en la cabina, otra vez mi padre gritar el número… Qué rollo de vida.
—Que los dientes del abuelo están en el congelador.
—¿Y tú por qué lo sabes?
—Porque el abuelo los metió ahí para tenerlos frescos a la mañana siguiente.
Con mi madre hay que acostumbrarse a tener reflejos a la hora de mentir, sus interrogatorios son terribles, deberían contratarla en la Brigada Criminal.
—Hay que ver qué hombre. Bueno, cariño mío, muchas gracias, te echo mucho de menos, que no te dé el sol en la cabeza, come lo que te pongan, háblale a papá para que no se duerma, avisa antes de vomitar y dile a papá que no se le olvide…
Otra vez se cortó. Me subí al camión arrastrándome, con todo mi equipaje a cuestas.
—Ya le he dicho lo de los dientes y ella ha dicho: «Dile a papá que no se le olvide…
pi, pi, pi
». Se ha cortado, ¿qué sería?
—No lo sé —dijo mi padre poniendo el camión en marcha.
—¿No quieres que llame otra vez para saber qué venía después del
pipipi
?
—Noooooooo —me dijo un NO de esos que dice cuando está empezando a perder la paciencia. Luego cambió el tono y dijo casi gritando:
—¡Vámonos, Manolito!
No sé si se refería a Manolito-camión o a Manolito-hijo. Qué más daba: los tres Manolos íbamos juntos en el mismo viaje.
Al cabo de un rato mi padre se me quedó mirando:
—¿Es necesario que lleves todas esas cosas colgando? Un camionero tiene que procurar ir cómodo.
Tenía razón. Me fui quitando todo lo que me colgaba y tirándolo a la parte de atrás: la mochila, la cantimplora, los anteojos… Ser explorador era un rollo repollo. Yo era un camionero, como mi padre, por eso me quedé sólo con la riñonera, porque el dinero siempre hay que tenerlo cerca de uno. Me remangué un poco la camiseta y me puse a hacer que conducía. Mi padre se echó a reír mirándome con sus gafas y yo le miré con las mías. Éramos los dos camioneros más parecidos del mundo. Y yo también me eché a reír. Para entender este chiste tienes que llamarte Manolo como yo, como mi padre. Me sentía como Dios.
—Me ha dicho mamá que te hable para que no te duermas.
—Pues habla.
—¿De qué puedo hablar? Dime un tema.
—Yo qué sé, hijo mío, habla lo que a ti se te ocurra.
—O sea, tema libre, como una redacción.
Mi padre suspiró un poco.
Me puse los puños en las sienes para pensar y a los dos minutos de estrujarme el cerebro me salió uno:
—Ya se me ha ocurrido: los accidentes de tráfico, ¿te gusta?
—No, no me gusta —dijo mi padre suspirando por segunda vez—. Piensa otro.
—Pues es el único que se me ocurre.
—Mira, Manolito, piénsatelo tranquilamente, sin prisas.
—¿Y si te duermes mientras? Te duermes, tenemos un accidente y mamá me echaría la culpa a mí.
—Manolito —esto me lo dijo muy despacito y diciendo muy claro cada trozo de las palabras—, he dicho que no me duermo. ¿Vale?
Bueno, me di un plazo para pensar el tema, puse la alarma de mi reloj superdigital para dentro de cinco minutos. Los cinco minutos pasaron sin éxito. Sonó la alarma.
—¿Para qué suena eso?
—Si quieres que hable tendrás que darme un tema, yo no tengo imaginación.
—Duérmete, dentro de un rato pararemos a desayunar.