Manolito on the road (2 page)

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Authors: Elvira Lindo

Tags: #Humor, Infantil y juvenil

BOOK: Manolito on the road
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—¿¿¿A Cuenca??? —dijo mi madre abrazándose al palo de la fregona y casi a punto de llorar—. ¿Por cuántos días?

—Tengo cargamento para Cuenca, para Teruel, para Zaragoza, así que sólo serán…

En ese momento crucial de nuestras vidas entró mi abuelo, que se acababa de levantar, y dijo:

—¿Alguien ha visto mi dentadura?

Pero nadie le hizo mucho caso y se dio media vuelta y se fue.

—¿Por cuántos días? —volvió a repetir mi madre sin piedad.

—Tres o cuatro.

—Pero tú me dijiste que te tomarías unos días de vacaciones…

Mi padre nunca se toma vacaciones porque tenemos que pagar las letras del camión. Es un camión que nunca se termina de pagar. Es un camión que vale millones.

Mi madre se puso a llorar y se fue con la fregona a su cuarto. El Imbécil y yo nos quedamos solos, sentados, como dos niños abandonados.

—El nene se mea ya —dijo.

Cuando el Imbécil dice que se va a mear ya, es que se va a mear ya, es un niño incapaz de mentir. En eso no se parece a mí. Lo cogí como pude en brazos. No lo hice para consolarlo, es que tal y como estaban las cosas sólo faltaba que se cortara en un pie, los que le conocemos sabemos que no soporta la sangre, es un dramático a la hora de los cortes y se pondría a chillar como uno de los gorrinos que matan en el pueblo de mi abuelo.

Me lo llevé al cuarto de baño. Se empeñó en hacer pis de pie, como hacemos nosotros, las personas mayores. Pero puso todo perdido, porque todavía no llega bien a la taza y no había forma de que apuntara bien con el pito, y así se quedó porque la fregona estaba con mi madre, encerradas las dos en su cuarto (fregona y madre).

Cuando salimos, mi padre estaba en la puerta, intentando convencerla para que saliera.

—Anda, Catalina, por favor, cuando vuelva iremos a la playa, te lo juro, Catalina.

La voz de mi madre se oía desde dentro y muy pastosa, como si tuviera la fregona dentro de la boca.

—No, siempre dices lo mismo y nunca vamos. Debemos de ser los únicos en Carabanchel que nunca van a la playa.

Carabanchel es mi barrio, es un barrio de Madrid bastante importante, uno de los barrios más importantes de Europa.

El Imbécil se puso a dar patadas a la puerta del cuarto de mi madre, él no consiente que mi madre se encierre en ningún sitio, tiene que estar presente hasta cuando ella se ducha, así que mi madre siempre dice:

—Con estos niños no tengo intimidad.

Todos estábamos en la puerta esperando a que abriera. También mi abuelo, que volvió preguntando otra vez por sus dientes. Por fin, mi madre decidió abrir la puerta a su público.

—Acabaré como todos los veranos, sola, con estos dos y con el abuelo, regándole las plantas a las vecinas…

Y siguió hablando, habló mucho, con la fregona en la mano, hablaba de ese verano tan triste que iba a pasar con nosotros, saliendo sólo para comprarnos un helado al parque del Ahorcado (es el parque que hay delante de mi casa, y que sólo tiene un árbol, el Árbol del Ahorcado) y pasando calor y nosotros haciéndole la vida imposible, tirándonos el colacao y rompiendo vasos y dando patadas a las puertas y dejando gotillas en la taza del váter y pegándonos y sin obedecer, como esas dos bestias humanas que somos.

El verano de mi madre era el verano más triste de todas las madres que viven en este Planeta. A mí se me saltaban las lágrimas. Cuando el Imbécil me vio llorar se puso a llorar también, es un niño que siempre tiene que hacer lo que yo haga. A veces es un poco pesado que alguien te admire tanto.

—Créeme, por Dios, Catalina, en cuanto vuelva nos vamos. Date cuenta, me lo van a pagar muy bien, nos servirá para pagar dos plazos del camión.

—El camión, el camión, estoy harta de oír hablar del camión, me sale el camión por las orejas.

—¿Pero tú qué te crees, que me voy de vacaciones, te crees que me gusta pasarme los días comiendo en bares de carretera, solo, como un perro, sentado al volante, teniendo que vencer el sueño, echando de menos a los niños?

Yo seguí llorando, pero esta vez no lloraba por el verano tan triste de mi madre, ahora lloraba por la vida de perro solitario de mi padre. Al Imbécil ya no le quedaban lágrimas, solamente hacía el ruido de llorar y se había sentado en el suelo a jugar con un coche que se había encontrado. Así que el ruido del llanto le servía también como ruido del motor del coche. Es un niño que siempre le saca provecho a la desgracia.

—¿Y tú te crees que yo me quedo aquí de vacaciones? —dijo mi madre—. ¿Piensas que yo lo paso mejor que tú? Estoy luchando con ellos todo el día, a veces cuando me acuesto tengo la voz afónica de tanto gritar.

—Pues no grites tanto —dijo mi padre gritando.

—Y tú no me grites a mí —dijo mi madre gritando.

—¿Dónde está mi dentadura? —dijo mi abuelo gritando—. He quedado para tomar unas tapas y no puedo comer aceitunas, ni patatas, ni almendras…

—Yo qué sé dónde está tu dentadura —le gritó mi madre—. Si no te quitaras los dientes cada dos por tres no te pasaría esto.

—Creo que me iré sin dientes.

El Imbécil y yo nos vestimos deprisa y echamos a correr detrás de mi abuelo huyendo de la violencia que se mascaba en el ambiente.

Mi abuelo estaba ya en su mesa del Tropezón tomándose el primer café de la mañana antes de tomarse el primer tinto de la mañana. Y aquella mañana de aquel sábado, el Imbécil y yo nos pusimos las botas porque las tapas han sido hechas para la gente que tiene dientes, así que mi abuelo nos dejó al Imbécil y a mí todas las cosas gratis que le iban poniendo en el Tropezón, que es el bar más famoso de mi barrio, y él se dedicó sólo a sus tintos de verano. Pobrecillo, lo subimos a casa sin dientes y bastante mareado. Intentaba apoyarse en mí y en el Imbécil y estuvimos a punto de caernos los tres por las escaleras. Lo subíamos a casa sabiendo que mi madre interceptaría el olor a tinto de verano nada más abrir la puerta. Tú no conoces a mi madre, si la conocieras estarías de acuerdo conmigo en que la podrían colocar de perro policía en las aduanas o en la entrada de El Corte Inglés. Tiene un olfato prodigioso. Si mi madre trabajara de guardia-jurado en las puertas de la Casa Blanca, el presidente podría dormir tranquilo.

A mi madre no le gusta que mi abuelo suba mareado del bar porque dice que eso en un viejo está muy feo. Tampoco le gusta que suba mi padre mareado porque dice que eso en un marido está muy feo, y tampoco le gusta que los domingos mi abuelo nos moje una sopa en vino y azúcar porque dice que eso en un niño está tres veces feo. Sin embargo, cuando se toma sus
vermutes
con la Luisa los domingos en el Tropezón, no le encuentra a beber ninguna pega. Mi abuelo siempre dice: «El que hace la ley, hace la trampa, Manolito». Un día que se fueron mis padres por ahí, mi abuelo nos echó al Imbécil y a mí un chorro de vino en la casera y brindamos, y luego nos dormimos los tres con la boca abierta en el sofá y le prometimos a mi abuelo que nunca se lo diríamos a nadie.

El caso es que nada sucede nunca como uno espera y cuando subimos de vuelta del Tropezón a comer mi madre ni nos miró. Puso la comida. Aquel día, al que llamaremos H por ser histórico, comimos pollo como todos los domingos. En nuestras bocas se mascaban los muslos de aquel pollo y en el aire se mascaba la violencia. Cada uno miraba su plato, solamente su plato. Mi abuelo rompió el duro hielo:

—Pues os digo una cosa, si no encuentro la dentadura ya no me voy a comprar otra, para dos años que me quedan de vida, no merece la pena ese dineral.

No dice estas cosas por fastidiar ni para dar pena, dice estas cosas porque las piensa. A mí me pareció un buen tema de conversación y dije:

—No hace falta que te la compres, espérate a que al Imbécil se le caigan los suyos y te haces una.

El Imbécil se puso a llorar, no sé si pensó que se los íbamos a arrancar allí mismo, vete tú a saber, es un niño que llora antes de pensar por qué llora. Se puso a berrear mucho, a moco tendido. Lo del moco lo digo en serio: le bajaban dos velas espeluznantes por la nariz, avanzaban hacia la boca como avanza la lava de un volcán en plena erupción.

—Jobar, dile que se los limpie, mamá, que me da mucho asco.

Es verdad, los mocos de los demás siempre me han dado mucho asco, con los míos soy más tolerante. Mi madre se levantó y dijo:

—Así todo el día, cuando no es uno es otro: «Mamá, mira éste; mamá, mira el otro». Y lo raro es que no haya acabado el pollo en el suelo, porque eso es lo normal, que la comida acabe desparramada. Así siempre, y tú no te enteras, porque tú siempre estás fuera. Uno porque se pasa el día llorando…

Se refería al Imbécil.

—… el otro porque me pone la cabeza loca, todo el día hablándome, me pone la cabeza loca…

Se refería a mí.

—… luego lo llevas a la psicóloga y qué dice: «Lo único que le pasa a este niño es que quiere hablar y quiere alguien que le escuche». Me gustaría que viniera la psicóloga esa a pasar un verano entero encerrada en este piso con nosotros.

Esto fue lo último que mi madre dijo aquel día H porque mi padre, ese enigmático ser que nunca habla y que conduce un camión, dijo sin dejar de mirar el plato, como si estuviera leyendo las palabras escritas en el pollo:

—Estaré sólo tres días y ese dinero lo gastaremos luego en irnos a la playa. Y estos dos no se pelearán en mi ausencia porque Manolito se viene conmigo.

Hay frases en la vida que no olvidarás mientras vivas, ésta será una de ellas. Todos nos quedamos mirándole con la boca bastante abierta. Aquí, en España, los camioneros suelen trabajar sin llevar a sus hijos en el camión, no te puedo asegurar que esto sea así en todos los países del Planeta Tierra. Mi padre tuvo que repetir su frase inolvidable para que saliéramos del encanto que nos había paralizado:

—Manolito se viene conmigo. Métele tres calzoncillos y tres camisetas en mi bolsa, eso es todo lo que necesita.

Según mi madre, yo necesitaba algo más que eso, se pasó la tarde haciéndome el equipaje, echó el chubasquero por si llovía, unos jerseys por si hacía frío, los zapatos de vestir por si se presentaba la ocasión, la gorra para que no me diera el sol en la cabeza, me hizo un botiquín de suma urgencia, con sus aspirinas, con sus vendas, con sus tiritas, un bañador por si nos encontrábamos de repente una piscina, otro bañador para que me pusiera en seguida uno seco al salir del agua y no cogiera frío en las partes X de mi cuerpo, una toalla de Popeye el Marino, un colirio por si se me ponían los ojos rojos del cloro, un pantalón para cada día, todas mis camisetas, todos mis calcetines, todos mis calzoncillos y un superveneno corporal que fulmina sin piedad a los mosquitos. A esto hay que añadirle que yo metí unos anteojos, unos tebeos de Super-López, una linterna y el vídeo de la Familia Adams:
La tradición continúa
, por si nos encontrábamos un vídeo en el lugar más insospechado. La verdad, con aquel equipaje parecía que me disponía a cruzar el océano.

Por la tarde llamé al Orejones López, mi gran amigo aunque sea algunas veces un cerdo traidor.

—Me voy mañana con mi padre en el camión tres días.

—¿Puedo ir?

—No, vamos a trabajar.

—A mí no me importa, mejor, yo me quedo sentado en el camión mientras vosotros trabajáis.

El Orejones, mi gran amigo, es así. Aparte de ser un cerdo traidor, tiene un pequeño defecto: va siempre a su bola, es el tío más jeta que yo he conocido. Tiene ese defecto y que le huelen los pies. Por lo demás es perfecto.

—Le digo a mi madre que me prepare la mochila y mañana estoy a la hora que me diga tu padre en tu portal —cuando se le mete una idea en la cabeza es muy difícil convencerle de lo contrario.

Me obligó a que se lo preguntara a mi padre y, cuando lo hice, mi padre puso cara de susto y dijo: «¿El Orejones, es que te crees que yo estoy loco? Lo único que me faltaba por oír: El Orejones».

Le dije al Ore que no podía venirse, y me dijo:

—Nunca lo olvidaré.

Y es cierto que nunca lo olvidará porque es bastante rencoroso. Dirás que le estoy poniendo a parir, pero es que prefiero ponerlo a parir yo, que soy su amigo, antes de que lo hagan otros. Eso es la amistad.

El caso es que el Orejones colgó el teléfono después de saber que no había tu tía y yo di la conversación por terminada, claro, qué iba a hacer.

Llegó la noche y todo el mundo pensó que debía acostarme pronto, cuando digo todo el mundo me refiero a mi madre. Le pedí que me llevara mi bolsa de viaje y me la dejara encima de la cama. Me gustaba verla allí y poder pensar en una frase que había oído en una película: «Mañana emprenderé un largo viaje».

Mi madre me trajo un vaso de leche y me dijo bastante trascendental:

—Manolito, hijo, tú no te vayas si no quieres. Te quedas y vamos a la piscina y vamos un día al Zoo y vamos otro a…

En ésas, entró mi padre.

—Déjalo ya, Catalina, he dicho que se viene conmigo en el camión, me va a hacer mucha compañía.

Así de extraño es el mundo, un día la gente echa pestes de ti, nadie te quiere a su lado, todos te dan la espalda, y, al cabo de unas horas, esas mismas personas se matan por estar contigo. En esos momentos tienes la sensación de ser un tío importante, fundamental para los demás, para la humanidad en general.

Ya no había ninguna duda. Me iba. Como me dijo mi abuelo aquella noche: estaba claro que ya tenía el cuerpo de viaje.

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