Tumbada en la cama y dolorida por la rotura de la pierna y la sobrecarga muscular, esperó a que su cuerpo sanara por sí solo. Unos lagrimones se deslizaron por las mejillas de la joven, dejando un rastro húmedo sobre su piel, fría como un témpano. Hacía un frío glacial en la habitación.
Helena sabía que tenía que comer para curarse por completo, pero no se veía con ánimos de bajar a la cocina con la pierna rota, así que decidió mantener la calma y esperar. Con un poco de tiempo, su cuerpo recuperaría la energía suficiente para moverse, levantarse y caminar. No le quedaría más remedio que mentir y decir que se había quedado dormida.
Intentaría fingir que estaba estupendamente y así evitar que su padre se diera cuenta; sonreiría todo el tiempo y entablaría conversación mientras desayunaban. Después, con un poco de comida en el estómago, se recuperaría del todo.
Al cabo de poco tiempo estaría mucho mejor, se dijo a sí misma mientras lloraba sin hacer el menor ruido. Lo único que tenía que hacer era aguantar un poco más.
Alguien estaba agitando una mano delante del rostro de Helena.
—¿Qué? —preguntó, sobresaltada. Al darse la vuelta y ver a Matt, volvió a tener los pies en la tierra.
—Lo siento, Lennie, pero sigo sin pillarlo. ¿Qué es un vástago granuja? —quiso saber con la frente arrugada, preocupado.
—Yo soy una granuja —respondió con un tono algo vago. Se había despistado un segundo y había perdido el hilo de la conversación.
Helena se puso derecha y, tras echar un fugaz vistazo a la habitación, se percató de que todos la observaban con detenimiento. Todos excepto Lucas, que no dejaba de mirarse las manos, que tenía apoyadas sobre el regazo, y mantenía la boca cerrada.
Al acabar las clases, Helena, Lucas, Ariadna y Jasón se dirigieron a la residencia de los Delos. Ahora estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina, intentando poner al día a Matt y a Claire sobre algunos detalles de los semidioses. Eran los mejores amigos mortales de Helena, pero, a pesar de ser increíblemente inteligentes, había ciertas cosas sobre Helena y su pasado que resultaban demasiado complicadas para darlas por sentadas.
Después de todo lo que habían pasado, tanto Matt como Claire se merecían una respuesta. Los dos habían arriesgado sus vidas para ayudar a Helena y al resto de la familia Delos hacía más de una semana.
«Siete días —pensó Helena contando con los dedos para asegurarse—. Tras bajar al Submundo, me da la sensación de que han pasado siete semanas. Quizás han pasado siete semanas para mí.»
—Parece muy confuso, pero no lo es —dijo Ariadna al advertir que Helena estaba abstraída en sus pensamientos y no iba a continuar su explicación—. Hay cuatro castas y cada una de ellas tiene una deuda de sangre con las demás desde la guerra de Troya. Por eso las furias provocan unas ganas irreprimibles de matar a alguien perteneciente a otra casta.
Venganza.
—¿Hace un billón de años, un miembro de la casta de Atreo asesinó a alguien de la casta de Tebas y precisamente tú debes pagar esa deuda de sangre? —preguntó Matt, algo dubitativo.
—Más o menos, aunque no solo se produjo una muerte. Estamos hablando de la guerra de Troya, donde muchísimas personas perdieron la vida, tanto vástagos semidioses como mortales, personas como vosotros —puntualizó Ariadna con una mueca de disculpa.
—Ya sé que mucha gente murió, pero ¿adónde os conduce este asunto de sangre por sangre? —insistió Matt—. Nunca acabará. Es una locura.
Lucas rio con tristeza y deslizó la mirada de su regazo hacia Matt.
—Tienes razón. Las furias nos vuelven locos, Matt —dijo con tono calmado y paciente—. Nos persiguen hasta que perdemos el control.
Helena recordó aquel tono de voz. Le parecía estar escuchando a un profesor de universidad. Podría escucharlo durante todo el día, pero era consciente de que no debería.
—Hacen que deseemos matarnos para poder cumplir con una justicia un tanto retorcida —continuó Lucas manteniendo el tono de voz—. Alguien mata a un miembro de nuestra casta y nosotros hacemos lo propio como represalia, y así ha venido repitiéndose la historia durante más de tres mil quinientos años. Y si un vástago arrebata la vida a alguien de su propia casta se convierte en un paria.
—Como Héctor —adivinó Matt, algo vacilante. Incluso pronunciar el nombre de su hermano y primo activaba la maldición de las furias, lo cual enfurecía sobremanera a todo el clan Delos—. Mató a tu primo, Creonte, porque este, a su vez, mató a tu tía Pandora, y ahora todos sentís unas incontrolables ganas de acabar con él, aunque seguís queriéndole. Lo siento, pero sigo sin entender cómo puede llamarse justicia a esto.
Helena miró a su alrededor y descubrió que Ariadna, Jasón y Lucas estaban apretando los dientes. Jasón fue el primero en calmarse.
—Por eso lo que está haciendo Helena es tan importante —comentó—. Baja al Submundo para vencer a las furias y detener todos estos asesinatos sin sentido.
Matt se rindió, pero a regañadientes. Le costaba aceptar la mera presencia de las furias, pero, por lo visto, nadie en aquella mesa parecía alegrarse de su existencia. En cuanto a Claire, la joven asiática necesitaba más tiempo para aclarar algunos asuntos.
—De acuerdo. Es un paria. Pero los granujas, como Lennie, son vástagos cuyos padres pertenecen a dos castas distintas, pero solo una puede reclamarlos, ¿me equivoco? De todos modos, todavía tienen una deuda de sangre con la otra casta —explicó Claire con sumo cuidado, como si supiera que lo que estaba relatando podía herir a Helena, pero tenía que decirlo de todas formas—. Tu madre, Daphne, te reclamó. O quizá su casta.
—La casta de Atreo —puntualizó Helena con ademán aburrido. En ese instante recordó el día en que su madre, a la que había perdido de vista cuando no era más que una cría, regresó para arruinar su vida con un montón de noticias inoportunas, hacía justo nueve días.
—Pero tu verdadero padre, y no me refiero a Jerry, aunque Lennie, si quieres que te sea sincera, Jerry siempre será tu verdadero padre para mí —enmendó Claire con fervor antes de seguir con el tema—, tu padre biológico, al que jamás conociste y que falleció incluso antes de que nacieras…
—Pertenecía a la casta de Tebas —finalizó Helena, que, por un breve instante, cruzó la mirada con Lucas—. Ájax Delos.
—Nuestro tío —añadió Jasón, mirando de reojo a Ariadna y Lucas.
—De acuerdo —dijo Claire algo incómoda. Entonces se dirigió hacia Helena y Lucas, quienes rehusaron a mirarle a los ojos—. Y como los dos fuisteis reclamados por castas enemigas, al veros por primera vez sentisteis unas ganas tremendas de mataros. Hasta que…
—Hasta que Helena y yo pagamos nuestra deuda de sangre a las castas, y estuvimos a punto de morir el uno por el otro —concluyó Lucas con aire triste, desafiando así a los demás a comentar el vínculo que los unía.
Helena deseaba poder cavar un agujero en las baldosas del suelo de la cocina y desaparecer como por arte de magia. Podía sentir el peso de todas las preguntas que nadie se atrevía a hacer.
Todos se preguntaban lo mismo: ¿hasta dónde habían llegado Helena y Lucas antes de averiguar que eran primos hermanos? ¿Se habían besado alguna que otra vez o realmente habían tenido algo tan serio que les marcaría de por vida?
«Y… ¿todavía se desean, a pesar de saber que son primos?»
«Y… me pregunto si siguen viéndose a escondidas. No les costaría mucho, ya que pueden volar. Quizá se escabullen por la noche y…»
—¿Helena? Tenemos que volver al trabajo —interrumpió Casandra con tono mandón. La jovencita estaba en la entrada de la cocina con un puño apoyado sobre la cadera.
Al levantarse de la mesa, Helena miró a los ojos a Lucas, que le sonrió, dándole ánimos para lo que se avecinaba. La muchacha le respondió con el mismo gesto discreto y siguió a Casandra hasta la biblioteca de los Delos.
Se sentía más tranquila y segura de sí misma. Casandra cerró la puerta y las dos continuaron con sus pesquisas particulares, aquellas que pudieran, de un modo u otro, ayudar a Helena en su búsqueda.
Helena dobló la esquina y se topó con una enorme montaña de óxido que bloqueaba el camino. Un gigantesco rascacielos se había venido abajo y había tapado todas las calles como si una mano de un tamaño descomunal lo hubiera aplastado como a un tallo de maíz.
Se secó el sudor, que le picaba la frente, e intentó encontrar la ruta más segura entre las grietas del cemento y el hierro retorcido. Sin duda, le costaría mucho esfuerzo trepar por allí y pasar por encima de aquel amasijo de cemento y polvo, pero la mayoría de los edificios de aquella ciudad abandonada se desmoronaban a la misma velocidad que el desierto inundaba la metrópolis. No tenía sentido alguno tratar de ir por otra vía.
Todas las calles estaban obstruidas por algún obstáculo y, además, Helena no tenía la menor idea de qué camino debía escoger. Lo único que podía hacer era seguir caminando entre las ruinas.
Tras alzarse sobre una enrejado dentado, y un tanto abrumada por el penetrante olor del metal en estado de putrefacción, la muchacha percibió unos gemidos profundos, acongojados. Un tornillo se desenganchó de la junta y una viga metálica se soltó del techo, lo cual produjo una lluvia de óxido y arena. De forma instintiva, Helena alzó las manos en un intento de agarrarla, pero allí abajo, en el Submundo, sus brazos no poseían la fuerza vástaga. La viga le golpeó con dureza en la espalda, produciéndole un dolor indescriptible. Un segundo más tarde se hallaba sobre las barras entrecruzadas del suelo y con la viga sobre el estómago que la inmovilizaba por completo.
Procuró zafarse del peso de la viga, pero ni siquiera podía mover las piernas sin sentir un dolor atroz que le recorría desde las caderas hasta los pies. Sin duda, se había roto algún hueso, puede que la cadera, o la espalda, o incluso ambas.
Helena entrecerró los ojos y se tapó la vista con una mano. Estaba muerta de sed y, además, estaba desprotegida, atrapada como una tortuga girada sobre el cascarón. Ni siquiera se distinguía una nube en aquel cielo despejado que pudiera darle un momento de alivio.
Solo una claridad cegadora y un calor implacable…
Helena no podía dejar de divagar en la clase de Ciencias Sociales de la señorita Bee y, de hecho, tuvo que contener más de un bostezo. Creía que la cabeza le estallaría en cualquier momento, como si fuera un pavo de Acción de Gracias que se asa con lentitud. Estaba a punto de acabar la última clase del día, pero ni siquiera eso la consolaba. Bajó la mirada hacia sus pies y pensó en todo lo que le aguardaba. Cada noche descendía al Submundo para encontrar, otra vez más, un paisaje horrendo. No podía explicarse por qué acababa en ciertos lugares algunas veces, en otros tan solo una vez, pero estaba convencida de que, de un modo u otro, tenía algo que ver con su estado de ánimo. Cuanto peor fuera el humor con que se iba a dormir, más devastadora era la experiencia en el Submundo.
Entre el bullicio del pasillo, la muchacha caminaba arrastrando los pies y con la mirada clavada en el suelo cuando, de forma inesperada, notó unos dedos cálidos rozándole la mano. Al levantar la vista observó los ojos azul zafiro de Lucas, buscándola con desespero. Tras un suspiro de sorpresa, contuvo la respiración durante unos segundos mientras miraba fijamente al joven.
La mirada del chico era suave y pícara, y las comisuras de sus labios se alzaron levemente en lo que Helena percibió como una sonrisa secreta. Sin dejar de caminar en dirección contraria, ambos volvieron la cabeza para mantener el contacto visual. Con cada segundo que pasaba, sus sonrisas crecían un poco más. De repente, tras tocarse el cabello de forma coqueta, Helena miró hacia delante y puso punto final a aquello con una sonrisa de oreja a oreja.
La mirada de Lucas la fortalecía. Hacía que se sintiera viva otra vez. Podía oír su risa entre dientes mientras se alejaba, casi con aire engreído, como si supiera a la perfección hasta qué punto podía influir en ella. Helena también se rio, sacudiendo la cabeza. Y entonces avistó a Jasón.
Estaba unos pasos por detrás, junto a Claire. El primo de Lucas había sido testigo de aquel juego de miradas. Tenía la boca torcida, en una expresión de preocupación, y una mirada triste. Meneó la cabeza hacia Helena, mostrando así su desaprobación. Ella bajó mirada, ruborizada y avergonzada.
Eran primos, Helena lo sabía de sobra. Cualquier coqueteo estaba fuera de lugar. Pero la hacía sentir mejor que cualquier otra cosa. ¿Se suponía que tenía que pasar por aquel calvario sin tan siquiera el consuelo de una sonrisa de Lucas? Helena entró en su última clase y se sentó tras su pupitre. Mientras sacaba la libreta no tuvo más remedio que contener las lágrimas.
Helena estaba envuelta por cientos de alargadísimas astillas que la obligaban a quedarse completamente quieta; de lo contrario, se arriesgaría a que una de ellas atravesara su cuerpo. Estaba atrapada en el interior del tronco de un árbol que se alzaba solo en el centro de un matorral marchito y desolado. Si respiraba demasiado hondo, las astillas le pinchaban por todos lados. Tenía los brazos retorcidos tras la espalda y las piernas dobladas en una postura más que incómoda. A tan solo unos milímetros de su ojo derecho había una larga esquirla que amenazaba con clavársele en el ojo. Si movía la cabeza hacia delante mientras trataba de liberarse de aquel infierno, incluso si la hundía ligeramente por el cansancio, la astilla le atravesaría el párpado.
—¿Qué esperas que haga? —gimoteó a nadie en particular.
Helena sabía que estaba completamente sola.
—¿Qué se supone que debo hacer? —gritó de repente.
De inmediato, sintió decenas de pinchazos en el pecho y en la espalda.
Sin duda, gritar no ayudaba en nada, pero enfadarse sí. Le ayudaba a armarse de valor para aceptar lo inevitable. Ella se había metido en ese entuerto y, aunque hubiera sido involuntario, sabía cómo salir de allí. El sufrimiento siempre funcionaba como vía de escape del Submundo y la conducía de nuevo a su cama. Sin duda, saldría malherida, pero al menos saldría de allí.
Contemplaba con atención la astilla que le apuntaba a su pupila, a sabiendas de lo que aquella situación le exigía, pero no estaba segura de ser capaz de hacerlo. Mientras la rabia se filtraba por cada poro de su piel, unas lágrimas de desesperación manaron de sus ojos hasta recorrer las mejillas. Lograba oír sus gemidos, contenidos y sofocados, resonando en el interior de la claustrofóbica cavidad del tronco. Pasaron varios minutos, y los brazos y piernas de Helena empezaron a flaquear, pues la postura no era en absoluto natural.